En ese momento alzó la cabeza y me miró de lleno a los ojos. Fue una mirada formidable. Pero no era amenazante ni aterradora en modo alguno. Fue una mirada que me atravesó. Inmediatamente se me trabó la lengua y no pude proseguir mis peroratas. Ése fue el final de nuestro encuentro. Pero al irse dejó un rastro de esperanza. Dijo que tal vez pudiera yo visitarlo algún día en su casa.
Resulta difícil valorar el efecto de la mirada de don Juan si mi inventario de experiencias personales no se relaciona de alguna manera con la peculiaridad de aquel evento. Cuando empecé a estudiar antropología era ya un experto en "hallar el modo". Años antes había dejado mi hogar y eso significaba, según mi evaluación, que era capaz de cuidarme solo. Cada vez que sufría un desaire podía, por lo general, ganarme a la gente con halagos, hacer concesiones, argumentar, enojarme, o si nada resultaba me ponía chillón y quejumbroso; en otras palabras, siempre había algo que yo me sabía capaz de hacer bajo las circunstancias dadas, y jamás en mi vida había hallado un ser humano que detuviera mi impulso tan veloz y definitivamente como don Juan aquella tarde. Pero no era sólo cuestión de quedarme sin palabras; en otras ocasiones me había sido imposible decir nada a mi oponente a causa de algún respeto inherente que yo le tenía, pero mi ira o frustración se manifestaban en mis pensamientos. La mirada de don Juan, en cambio, me atontó hasta el punto de impedirme pensar con coherencia.
Aquella mirada estupenda me llenó de curiosidad, y decidí buscarlo.
Me preparé durante seis meses, tras ese primer encuentro, leyendo sobre los usos del peyote entre los indios americanos, y especialmente sobre el culto del peyote entre los indios de la planicie. Me familiaricé con todas las obras a mi disposición y cuando me sentí preparado regresé a Arizona.
Sábado, diciembre 17, 1960
Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.
Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el peyote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.
Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.
Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.
Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.
Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y matado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pronunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.
Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pronunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la palabra.
En ese punto, don Juan interrumpió muy dramáticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronunciación de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.
Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.
– ¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar ingenuo e interesado en la historia.
– El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.
Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.
– Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con verdadero interés.
– Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada.
Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía haberlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.
Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.
– A mí me gusta caminar mucho -dijo.
Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.
Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.
– Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia.
Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.
– Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo.
– ¿Qué tanto me pagarías? -preguntó.
Detecté en su voz un matiz de codicia.
– Lo que a usted le parezca apropiado -dije.
– Págame mi tiempo… con tu tiempo -dijo él.
Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.
Me miró penetrantemente.
– ¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito?
Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.
Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.
Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.
– Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas.
Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.
– Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten.
En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral desértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.
– ¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano izquierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.
Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades.