Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.

Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y estuvimos un rato más sentados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera- Cortó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados.

Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra- Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los pedazos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura.

– Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.

– ¿Qué clase de preparación es, don Juan?

– Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un metro de hondo.

Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se hallaba absorto en su tarea.

Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conservaban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.

Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nuevamente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.

El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opresiva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.

Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.

La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóviles, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento llevaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla.

Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió.

Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando terminamos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.

Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El calor había sellado el pegamento, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figurilla tenía un acabado brillante, extraño.-

Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.

– Mete tu "imagen" en el morral y ciérralo -dijo,

No me miraba, y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro.

Caminó hasta mi coche, me quitó a red de las manos y la ató a la tapa abierta del compartimiento de guantes.

– Ven conmigo -dijo.

Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo completo en el sentido de las manecillas del reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria, regresando otra vez al zaguán. Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó.

Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo:

– ¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse.

Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar. Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio.

Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. El frasco contenía una pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra,

– ¿Por qué no tiene tierra? -pregunté.

– No todas las tierras son la. misma, y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que vivirá y crecerá. Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos.

– ¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? -pregunté.

– ¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto.

– ¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto?

– Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes molestarla más. Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla.

– ¿Por qué no?

– Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. Pero, eso sí, demuéstrale que te preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos seguros de que te quiere.

– Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice,

– ¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera!

– ¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan?

– ¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimentar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo para aprender.


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