– Esta es mi pipa -dijo.

Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sencillo, sin ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del color del carbón.

Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano para tomarla, pero él la apartó rápidamente,

– Esta pipa me la dio mi benefactor -dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bolsa, o acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a lo mejor el humito se hace también tu aliado preferido.

Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.

– Con las dos manos -dijo él.

Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,

– El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!

– ¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?

– No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.

– ¿Qué fuma usted, don Juan?

– ¡Esto!

Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón. La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano.

Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante.

Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso nuevamente bajo su camisa.

– ¿Qué clase de mezcla es?

– Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en ciertas épocas del año, y sólo en ciertos sitios.

– ¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?

– ¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.

Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.

– ¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi benefactor me los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de preparar, uno puede volver a abastecerse. El secreto está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie, absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.

– ¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?

Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.

– ¡Me moriría!

– ¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?

– No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.

– ¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? -insistí-. Suponga que no la tuviera: ¿cómo podría darme una si quisiera?

– Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa.

Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.

– ¿Está usted enojado conmigo, don Juan? -le pregunté cuando volvió. Pareció sorprenderse de mi pregunta.

– ¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser humano puede hacer nada lo bastante importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son importantes. Yo ya no siento eso.

Martes, 26 de diciembre, 1961

El tiempo específico de replantar el "brote", como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.

Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en silencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la primera parte.

– Es tiempo de devolver la yerba a la tierra -dijo de pronto-. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepararla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño.

Entró en su cuarto y sacó tres bultos-de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.

Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.

La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.

– Esta parte es para la cabeza -dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.

– Ésta es para el corazón -dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lentitud y paciencia, talló la forma de un hombre.

La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.

Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que crecía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral.


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