– Puedes comer todo si quieres -dijo,

– ¿Y usted?

– No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,

Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:

– ¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?

– Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,

– ¿Dónde está Mescalito?

– En todo el rededor.

Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote entre ellos.

Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.

Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.

El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.

A las 6 estábamos al pie de las montañas que marcaban el final del valle. Trepamos a una saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.

Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el Mescalito y volviéramos al pueblo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a pasar la noche allí.

Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y parecía ser más ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y protuberancias.

– Mañana echamos a andar de regreso -dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle. Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará… si quiere.

Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando como si hubiera allí otra persona aparte de mi.

– Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor puedas cargar la bolsa, o caminar delante de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!

– Lo siento, don Juan.

– Está bien. No sabías.

– ¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?

– ¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.

– ¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?

– No, no es.

– ¿Entonces cómo enseña?

Permaneció callado un rato.

– ¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?

– ¡SI!

– Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.

– ¿Cuándo?

– Cuando lo viste por primera vez.

Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque deseaba averiguar cuanto pudiese.

– ¡No me preguntes a ! -sonrió con malicia-. Pregúntale a él. La próxima vez que lo veas, pregúntale todo lo que quieres saber.

– Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede…

No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantimplora, bajó de la saliente y desapareció al rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos ciento cincuenta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tragó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.

Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos encender un fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible preguntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.

Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.

Don Juan estaba inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi rostro.

– El crepúsculo es la raja entre los mundos -dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.

No pregunté qué quería decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un deseo extraño y avasallador de llorar.

Me acosté boca abajo. El piso de roca era duro e incómodo y yo tenía que cambiar de postura cada pocos minutos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis hombros. Para mi sorpresa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé dormido.

Al despertar, oía don Juan hablarme. Estaba muy oscuro. No podía verlo bien. No comprendí qué cosa decía, pero le seguí cuando empezó a descender de la saliente. Nos desplazamos cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie del farallón. Don Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su izquierda. Desabotonó su camisa y sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de peyote.

Tras una pausa larga tomó uno de los botones. Lo sostuvo en la mano derecha, frotándolo varias veces entre pulgar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar un grito tremendo,

– ¡Aíííí!

Fue sobrecogedor, inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su boca y empezar a mascarlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me susurró que tomara el saco, cogiera un mescalito, volviera a poner el saco frente a nosotros, y luego hiciera exactamente lo que él.

Tomando un botón de peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan canturreaba, oscilando a un lado y a otro. Traté varias veces de meter el botón en mi boca, pero me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió de mí: ¡Aíííí! Por un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo sentí en el estómago los efectos de un shock nervioso. Estaba cayendo hacia atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el botón de peyote y lo masqué. Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al ver que lo ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla frente a nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes de que yo notara algo de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan me dijo que sólo me lavara la boca, y que no bebiera porque vomitaría.

Agité repetidamente el agua dentro de mi boca. En determinado momento la tentación de beber fue formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a convulsionarse. Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con el peyote, pero para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No duró mucho, sin embargo.

Don Juan cogió otro botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed, frío e incomodidad habían desaparecido. En su lugar tenía una novedosa sensación de tibieza y excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la boca, pero estaba vacía.


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