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Cuando se celebró el desfile del templo que festejaba la llegada del verano, no invitaron a Iselle para que representara su papel de Dama de la Primavera; esa parte solía recaer en una mujer recién casada. Una joven novia sumamente tímida y recatada entregó el trono del avatar del dios reinante a una matrona igualmente bien educada y embarazada. Cazaril vio por el rabillo del ojo cómo el divino de la Sagrada Familia exhalaba aliviado al término de la ceremonia, que en esta ocasión se había visto librada de sorpresas espirituales.

La vida aminoraba su ritmo. Las pupilas de Cazaril suspiraban y bostezaban en la sofocante aula cuando el sol cocía las piedras del torreón, y su maestro también; una hora particularmente asfixiante, se rindió abruptamente y canceló para el resto de la estación todas las clases posteriores al almuerzo. Como había dicho Betriz, la royina Ista parecía mejorarse conforme los días se alargaban y suavizaban. Asistía con mayor frecuencia a las comidas de la familia y se sentaba casi todas las tardes con sus damas de compañía a la sombra de los árboles frutales que remataban el jardín de la provincara. Sin embargo, sus guardianas no le permitían subir a las vertiginosas almenas acariciadas por la brisa a las que tanto gustaban de escapar Iselle y Betriz para burlar el calor y la desaprobación de las diversas personas cuya avanzada edad les disuadía de subir escaleras.

Cazaril, expulsado de su propio aposento por el bochorno aplastante de un brumoso día de calina que había sucedido a una inusual noche de aguacero, se adentró en el jardín buscando un lugar más cómodo en el que acomodarse. El libro que llevaba debajo del brazo era uno de los pocos que contenía la magra biblioteca del castillo que no había leído ya, aunque no es que Las cinco sendas del alma: De los métodos exactos de la teología quintariana fuera una de sus pasiones. Quizá las hojas, aleteando sueltas en su regazo, consiguieran que su más que probable siesta tuviera un aire más docto para quienes pasaran por su lado. Dobló el cenador de rosas y se detuvo en seco al descubrir a la royina, acompañada de una de sus damas con un bastidor para bordar, ocupando el banco que él había ambicionado. Cuando las mujeres alzaron la cabeza, esquivó un par de excitadas abejas y les dedicó una reverencia compungida por su involuntaria intromisión.

– Quedaos, castelar de… Cazaril, ¿no es así? -murmuró Ista, cuando él se giraba dispuesto a marcharse-. ¿Qué tal va mi hija con sus nuevos estudios?

– Muy bien, mi lady -respondió Cazaril, girándose de nuevo, con una inclinación de cabeza-. Es muy diestra en cuestiones de aritmética y geometría, y muy, um, persistente con su darthaco.

– Bien -dijo Ista-. Eso está bien. -Contempló ausente, por un instante, el jardín desteñido por el sol.

La fámula se inclinó sobre su bastidor para anudar un hilo. Lady Ista no bordaba. Cazaril había oído a una doncella que susurraba que sus damas y ella habían trabajado medio año en un elaborado manto para el altar del Templo. En el momento en que se dieron las últimas puntadas, la royina lo cogió de improviso y lo quemó en la chimenea de su cámara aprovechando un descuido de sus mujeres. Tanto si ese relato era cierto como si no, sus manos no sostenían ninguna aguja hoy, sólo una rosa.

Cazaril escrutó su semblante en busca de un mayor reconocimiento.

– Me preguntaba… Había pensado preguntaros, mi lady, si os acordáis de mí de los días en que serví a vuestro noble padre en calidad de paje. Hace ya veinte años, así que no sería de extrañar que os hubierais olvidado de mí. -Aventuró una sonrisa-. Por aquel entonces no tenía barba.

Se llevó la mano a la mitad inferior de la cara.

Ista le devolvió la sonrisa, pero su ceño se acentuó con un esfuerzo de reconocimiento que era evidentemente fútil.

– Lo lamento. Mi difunto padre tuvo muchos pajes, a lo largo de los años.

– Por cierto, era un gran señor. Bueno, no importa. -Cazaril se cambió el libro de mano para ocultar su decepción, y sonrió aún con mayor compunción. Se temía que la amnesia de la royina no tuviera nada que ver con el estado de sus nervios. Lo más probable era que ella nunca hubiera reparado en él, siendo como era una mujer que miraba arriba y al frente, no abajo ni atrás.

La fámula de la royina, mientras rebuscaba en su costurero, murmuró:

– Drat -y levantó la cabeza para mirar a Cazaril-. Mi lord de Cazaril -dijo, sonriendo de modo incitante-. Si no os molesta, ¿podríais quedaros y hacer compañía a mi lady mientras voy corriendo a mi cuarto y busco mi seda verde oscura?

– No es ninguna molestia, dama -fue la respuesta automática de Cazaril-. Es, um… -Miró de soslayo a Ista, que le devolvió una mirada franca, con un inquietante deje de ironía. Bueno, tampoco es que Ista fuera susceptible de empezar a dar alaridos o a revolcarse por los suelos. Incluso las lágrimas que había visto amontonarse a veces en sus ojos se empozaban en silencio. Dedicó a la fámula una discreta reverencia cuando se levantó la mujer, que lo cogió del brazo y se lo llevó un poco aparte, al otro lado del cenador.

Se puso de puntillas para susurrarle al oído.

– No pasará nada. Pero no mencionéis a lord de Lutez. Y quedaos junto a ella hasta mi regreso. Si empieza a hablar de nuevo del viejo de Lutez, vos… no os alejéis de ella.

Se fue corriendo.

Cazaril sopesó su situación.

El brillante lord de Lutez había sido el consejero más próximo del difunto roya Ista durante treinta años: amigo de la infancia, hermano de armas, compañero leal. Con el tiempo, Ias le había investido con todos los honores que estaba en su mano dispensar, nombrándolo provincar de dos distritos, canciller de Chalion, mariscal de las tropas de su casa y maestre de la rica orden militar del Hijo… todo en aras de controlar y compeler al resto, murmuraban los hombres. Enemigos y admiradores por igual convenían en susurros que a de Lutez sólo le faltaba el título para ser roya de Chalion. E Ias su royina…

Cazaril se preguntaba a veces si había sido debilidad o astucia lo que había animado a Ias a dejar en manos de de Lutez el trabajo sucio, ganándose las críticas de los altos señores, ganándose el sobrenombre de Ias el Bueno . Aunque no, concedió Cazaril, Ias el Fuerte , ni Ias el Sabio , ni siquiera, bien lo sabían los dioses, Ias el Afortunado . Era de Lutez el que había organizado el segundo desposorio de Ias con la dama Ista, desmintiendo sin duda el persistente rumor que circulaba entre la nobleza de Cardegoss acerca de un amor antinatural entre el roya y su amigo de toda la vida. Y aun así…

Cinco años después del matrimonio, de Lutez había caído en desgracia a los ojos del roya, que le había arrebatado todos sus honores, abrupta y letalmente. Acusado de traición, había muerto torturado en las mazmorras del Zangre, la gran fortaleza real de Cardegoss. Fuera de la corte de Chalion, se había rumoreado que su traición consistía en haber amado a la joven royina Ista. En círculos más íntimos, un susurro considerablemente más atenuado sostenía que era Ista la que había persuadido finalmente a su esposo para que destruyera a su odiado rival a cambio de su amor.

Como quiera que se dispusiera el triángulo, la destructora geometría de la muerte había cambiado los tres vértices por dos, y luego, cuando Ias se recluyó y murió menos de un año después que de Lutez, por uno sólo. E Ista había cogido a sus hijos y había huido del Zangre, o había sido exiliada de él.

De Lutez, No mencionéis a de Lutez . No mencionéis, por tanto, gran parte de la historia de la última generación y media de Chalion. De acuerdo.

Cazaril regresó junto a Ista y, no sin cierta cautela, se sentó en la silla que había dejado vacía la fámula ausente. Ista había empezado a desmenuzar su rosa, no con saña, sino delicada y sistemáticamente, arrancando los pétalos y dejándolos en el banco a su lado, disponiéndolos en imitación de su forma original, un círculo dentro de otro formando una espiral hacia dentro.

– Los muertos perdidos me visitaron en sueños anoche -continuó Ista, en tono familiar-. Aunque no eran más falsos sueños. ¿También te visitan a ti, Cazaril?

Cazaril parpadeó, y concluyó que la royina parecía demasiado cabal para que esto pudiera tildarse de demencia, aun cuando su conducta pareciera un tanto errática. Y además, no le costaba comprender a qué se refería, lo que sin duda no ocurriría de estar ella loca.

– A veces sueño con mi madre y padre. Durante un momento, caminan y hablan como si estuvieran vivos… así que lamento despertar, y perderlos de nuevo.

Ista asintió.

– Los sueños falsos son así de tristes. Pero los verdaderos son crueles. Los dioses te libren de soñar alguna vez sus sueños verdaderos, Cazaril.

Cazaril frunció el ceño, y ladeó la cabeza.

– Todos mis sueños son batiburrillos confusos, y se dispersan como el humo y el vapor cuando despierto.

Ista inclinó la cabeza sobre su rosa desnuda; se afanaba ahora en esparcir los estambres de polvo dorado, delgados como hilos de seda, formando un diminuto abanico inscrito en el círculo de pétalos.

– Los sueños verdaderos oprimen el corazón y el estómago como un puño de plomo. Su peso basta para… ahogar nuestras almas en el desconsuelo. Los sueños verdaderos caminan a la luz del día. Y en cambio también nos traicionan, igual que se traga un hombre de carne y hueso el vómito de sus promesas, igual que un perro la cena que se le arroja. No depositéis vuestra confianza en los sueños, castelar. Ni en las promesas de los hombres.

Alzó el semblante de su composición de pétalos, súbitamente intensa su mirada.

Cazaril carraspeó, incómodo.

– No, dama, eso sería una tontería. Pero es agradable ver a mi padre, de vez en cuando. Pues no volveré a verlo de otra forma.

Ista le dedicó una extraña sonrisa soslayada.

– ¿No os dan miedo vuestros muertos?

– No, mi lady. No en sueños.

– A lo mejor vuestros muertos no son gente temible.

– En su mayoría, no, señora -convino Cazaril.

En lo alto de la muralla del torreón, los postigos de una ventana se abrieron de par en par y la fámula de Ista se asomó al jardín. Aparentemente tranquilizada al ver a su dama enfrascada en amena conversación con su mal vestido cortesano, saludó con la mano y desapareció de nuevo.

Cazaril se preguntó cómo pasaba el tiempo Ista. No cosía, al parecer, ni evidenciaba afición por la lectura, ni disfrutaba de la compañía de músicos. La había visto esporádicamente dedicada a sus oraciones, pasando horas algunas semanas en la sala de los ancestros, o frente al pequeño altar portátil que guardaba en sus aposentos, o, con mucha menos frecuencia, escoltada por sus damas y de Ferrej camino del templo de la ciudad, aunque nunca en los momentos de mayor congregación. A veces, transcurrían semanas en las que parecía que no se acordara siquiera de los dioses.


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