– ¿Encontráis consuelo en la plegaria, mi lady? -preguntó, rindiéndose a la curiosidad.

Ista levantó la cabeza, y su sonrisa se marchitó un poco.

– ¿Yo? Yo no encuentro consuelo en ninguna parte. Los dioses se burlan de mí. Les devolvería el favor, pero retienen mi corazón y mi aliento como rehenes de sus caprichos. Mis hijos son prisioneros de la fortuna. Y la fortuna se ha vuelto loca, en Chalion.

– Me parece que hay prisiones peores que este soleado torreón, señora -ofreció Cazaril, vacilante.

Ista arqueó las cejas, y se reclinó.

– Oh, sí. ¿Habéis estado alguna vez en el Zangre, en Cardegoss?

– Sí, cuando era joven. No recientemente. Era un laberinto inmenso. Me pasé la mitad del tiempo perdido.

– Qué curioso. También yo me perdí en él… veréis, está encantado.

Cazaril pensó en ese comentario tajante.

– No debería extrañarme. Está en la naturaleza de las grandes fortalezas que mueran en él tantas personas como las construyeron, las ganaron, las perdieron… hombres de Chalion, los renombrados masones roknari antes que nosotros, los primeros reyes, y hombres antes que ellos que estoy seguro se arrastraron hasta sus cuevas, en una época perdida entre las brumas del tiempo. En eso consiste su prominencia. -Hogar de royas y nobles durante generaciones; cientos y cientos de hombres y mujeres habían acabado sus vidas en el Zangre, algunos de manera harto espectacular… otros más discretamente-. El Zangre es más antiguo que la propia Chalion. Es lógico que… acumule.

Ista empezó a arrancar con delicadeza las espinas del tallo de la rosa, para alinearlas en una hilera semejante a los dientes de una sierra.

– Sí. Acumula . Ésa es la palabra exacta. Acumula calamidades igual que una cisterna, igual que los canalones y las cloacas acumulan el agua de lluvia. Haréis bien en evitar el Zangre, Cazaril.

– No siento deseos de asistir a la corte, mi lady.

– Yo sentí ese deseo, una vez. Con todo mi corazón. Las maldiciones más salvajes de los dioses se ciernen sobre nosotros en respuesta a nuestras plegarias, sabéis. Rezar es un acto peligroso. Creo que debería prohibirlo la ley.

Empezó a pelar el tallo de la rosa; las finas tiras verdes revelaban delicadas líneas de médula blanca.

Cazaril no sabía qué responder a esto, por lo que se limitó a sonreír, dubitativo.

Ista comenzó a seccionar la médula a lo largo.

– Hubo una vez una profecía referente a lord de Lutez, según la cual no se ahogaría nunca salvo en la cima de una montaña. Y nunca le tuvo miedo a nadar después de aquello, a despecho de la violencia de las olas, pues todo el mundo sabe que no hay agua en la cima de las montañas; baja toda a los valles.

Cazaril se tragó su pánico; miró en rededor subrepticiamente anhelando el regreso de la fámula. Seguía sin aparecer. Lord de Lutez, decían, había muerto torturado con agua en los calabozos del Zangre. Bajo las piedras del castillo, pero muy por encima de la ciudad de Cardegoss. Se humedeció los labios entumecidos, y aventuró:

– Veréis, nunca escuché tal cosa mientras el hombre vivía. En mi opinión, se lo inventó algún charlatán más tarde, para perpetrar un relato escalofriante. Las justificaciones… tienden a acumularse póstumamente ante una caída tan espectacular como la suya.

Los labios de Ista se separaron para componer la sonrisa más extraña. Terminó de desmenuzar los restos de la médula del tallo, los alineó sobre su rodilla, y los acarició para aplanarlos.

– ¡Pobre Cazaril! ¿Dónde te has vuelto tan sabio?

Cazaril se salvó de tener que intentar pensar en una respuesta gracias a la llegada de la dama de compañía de Ista, que emergió de nuevo de la puerta del torreón con una madeja de seda tintada en las manos. Cazaril se puso en pie de un salto y saludó a la royina con una reverencia.

– Vuestra dama regresa…

Se inclinó ligeramente al cruzarse con la fámula, que le susurró, apurada:

– ¿Ha sido sensata, mi lord?

– Sí, perfectamente. -A su manera…

– ¿Nada de de Lutez?

– Nada… digno de mención. -Nada que él quisiera mencionar, sin duda.

La sirvienta suspiró aliviada y prosiguió su camino, plantando una sonrisa en su rostro. Ista la observó con aburrida tolerancia cuando empezó a parlotear de todos los objetos que había tenido que levantar y abrir hasta encontrar su errático ovillo. A Cazaril se le pasó por la cabeza que la hija de la provincara, la madre de Iselle, tenía que estar en sus cabales.

Si Ista hablaba a muchos de sus tordos contertulios con los crípticos saltos racionales que había exhibido ante él, no era de extrañar que circularan rumores sobre su locura, y aun así… su ocasional capacidad de discurso le parecía más cifrado que farfulla. Un cifrado de una consistencia interna esquiva, puesto que sólo una persona conocía la clave. Persona que, evidentemente, no era él. Tampoco es que eso difiriera en gran medida de los síntomas de algunos casos de locura que había presenciado…

Cazaril apretó con fuerza su libro y fue a buscar una sombra menos perturbadora.

El verano avanzaba lánguidamente, lo que aliviaba a Cazaril en cuerpo y mente. Sólo el pobre Teidez se sentía frustrado por la inactividad, restringida la caza por culpa del calor, la estación y su tutor. Disparaba contra los conejos del castillo con una ballesta, agazapado entre las brumas del amanecer, para regocijo y aprobación de los jardineros de la casa. El muchacho estaba tan fuera de temporada, poseído por la inquietud y la vitalidad… Si alguna vez había habido un dedicado nato al Hijo del Otoño, dios de la caza, la guerra y el clima más templado, Cazaril juzgó que sin duda ése era Teidez.

Le sorprendió un poco verse acosado camino del almuerzo un caluroso mediodía por Teidez y su tutor. A juzgar por los rostros congestionados de ambos, se encontraban inmersos en otra de sus desgarradoras discusiones.

– ¡Lord Caz! -le dio el alto Teidez, sin aliento-. ¿A que el maestro de esgrima del antiguo provincar también llevaba a los pajes al matadero, para sacrificar a los terneros, para enseñarles coraje, en una lucha de verdad, y no en este, este, bailar dando vueltas por el anillo de duelo?

– Bueno, sí…

– ¡Ves, lo que te había dicho! -gritó Teidez a de Sanda.

– También practicábamos en el anillo -añadió inmediatamente Cazaril, en nombre de la solidaridad, por si le hiciera falta a de Sanda.

El tutor ensayó un rictus.

– La matanza del toro es una práctica nacional antigua, róseo. No es algo que corresponda a los nobles. Estáis destinado a ser un caballero, ¡cuando menos!, y no un aprendiz de matarife.

La provincara no empleaba maestro de esgrima en su casa en la actualidad, por lo que se había asegurado de que el tutor del róseo fuera un hombre versado en el manejo de la espada. Cazaril, que había asistido ocasionalmente a sus sesiones de entrenamiento con Teidez, respetaba la precisión de de Sanda. La técnica de de Sanda era efectiva, si bien nada excepcional. Caballerosa. Honorable. Pero si de Sanda conocía también las desesperadas y brutales artimañas que mantenían con vida a los hombres en el campo de batalla, no las compartía con Teidez.

Cazaril sonrió con ironía.

– El maestro de esgrima no nos adiestraba para convertirnos en caballeros, sino para llegar a ser soldados. A su favor, os diré una cosa: todos los campos de batalla que he visto en mi vida parecían más el patio de matarife que un anillo de duelo. No era agradable, pero nos enseñó a defendernos. Y no se desperdiciaba nada. Creo que daba igual si, al final del día, los toros morían después de haber sido perseguidos durante una hora por un pazguato armado con una espada, o si se les ponía la cabeza sobre el tajo para aplastársela con un mazo. -Aunque Cazaril nunca prolongaba la situación, al contrario que algunos jóvenes, que se enfrentaban a un juego macabro y peligroso con los animales enloquecidos. Con un poco de práctica, había aprendido a despachar a su bestia de una estocada, casi con la misma rapidez que el carnicero-. Cierto es que en el campo de batalla no nos comíamos lo que matábamos, salvo los caballos, a veces.

De Sanda le reprobó la agudeza sorbiendo por la nariz. Se volvió hacia Teidez, conciliador.

– Podríamos salir con los halcones mañana por la mañana, mi lord, si el tiempo acompaña. Y si termináis vuestros deberes de cartografía.

– Eso es un juego de niñas, con halcones y palomas… ¡palomas! ¡Qué me importan a mí las palomas! -Con voz anhelante, Teidez añadió-: En la corte del roya en Cardegoss, en otoño, cazan jabalíes en los robledales. Ésa sí que es una caza digna de hombres. ¡Dicen que esos cochinos son peligrosos!

– Muy cierto -convino Cazaril-. Sus colmillos pueden destripar un perro… o un caballo. O un hombre. Son mucho más veloces de lo que se espera uno.

– ¿Habéis cazado alguna vez en Cardegoss? -preguntó Teidez, ávido.

– Seguí a mi señor de Guarida unas cuantas veces.

– En Valenda no hay jabalíes -suspiró el róseo-. ¡Pero tenemos toros! Ya es algo . Mejor que las palomas… ¡o los conejos!

– Oh, cazar conejos sirve de entrenamiento para un soldado -ofreció Cazaril, a modo de consuelo-. Por si alguna vez os veis obligado a cazar ratas para comer. Se necesita casi la misma habilidad.

De Sanda le lanzó una mirada furibunda. Cazaril sonrió y abandonó la discusión con una reverencia, abandonando a Teidez a sus protestas.

Durante el almuerzo, Iselle entonó el contrapunto de una cantinela parecida, aunque el objeto de su asalto fue la autoridad de su abuela y no la de su tutor.

– Abuelita, mira que hace calor . ¿No podemos ir a bañarnos al río como hace Teidez?

Conforme arreciaba la fuerza del estío, los paseos a caballo vespertinos del róseo con su caballero tutor, sus fámulos y pajes, se habían cambiado por baños en una poza en el río, corriente arriba de Valenda; el mismo lugar que visitaban los sofocados pobladores del castillo en los tiempos de paje de Cazaril. Naturalmente, las damas quedaban excluidas de estas excursiones. Cazaril había declinado cortésmente las invitaciones de unirse a la partida, esgrimiendo sus responsabilidades para con Iselle. El verdadero motivo era que desnudarse para nadar exhibiría todos los viejos desastres que le señalaban la piel, una historia que no le apetecía airear. El recuerdo del equívoco que se había producido en la casa de baños todavía lo mortificaba.

– ¡Claro que no! -dijo la provincara-. Eso sería absolutamente impúdico.


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