La larga y furiosa inspiración de Betriz se vio interrumpida, quizá oportunamente, por Iselle, que exclamó:

– ¡Oh, monsergas! Inmerso en la brutalidad de la guerra, vos mismo disteis a este hombre las llaves de la fortaleza de Gotorget, que era el ancla de todo el frente de batalla de Chalion en el norte. ¡Es evidente que entonces sí confiabais en él, marzo! Y que no traicionó vuestra confianza.

De Jironal tensó la mandíbula, y esbozó la sombra de una sonrisa.

– Vaya, cuán combativa se ha vuelto Chalion, que incluso nuestras doncellas pretenden darnos consejos sobre estrategia.

– Peores consejos no podrán darnos -gruñó Orico, entre dientes. Sólo una fugaz mirada por el rabillo del ojo delató que de Jironal lo había oído.

Con voz perpleja, de Sanda dijo:

– Sí, ¿y por qué no se pagó el rescate del castelar junto al del resto de sus oficiales cuando rendisteis Gotorget, de Jironal?

Cazaril apretó los dientes. Cierra la boca, de Sanda .

– Los roknari informaron de su muerte -fue la lacónica respuesta del canciller-. Lo habían ocultado para vengarse, asumí, hasta que supe que seguía con vida. Aunque, si el tratante de sedas dijo la verdad, quizá fuera por vergüenza. Debió de escapar entonces, y permaneció en Ibra una temporada, hasta su, um, lamentable detención.

Miró a Cazaril, sólo un instante.

Sabes que es mentira. Yo sé que es mentira . Pero de Jironal no sabía, ni siquiera ahora, con certeza si Cazaril sabía que mentía. No parecía demasiada ventaja. No estaba en posición de contraatacar. Esta calumnia ya había abierto la tierra bajo sus pies, con independencia de cuáles fueran los resultados de las pesquisas de Orico.

– Bueno, pero no entiendo cómo se permitió que su pérdida quedara sin investigar -insistió de Sanda, acuciando con la mirada a de Jironal-. Era el comandante de la fortaleza.

– Si asumisteis que se trataba de una venganza -ahondó Iselle, pensativa-, debisteis de suponer que los roknari habían sufrido numerosas bajas en el campo de batalla gracias a él, vista la magnitud del rencor que le profesaban.

De Jironal hizo una mueca; era evidente que no le gustaba el cariz que estaba adoptando la lógica de aquel discurso. Se arrellanó y desechó la digresión con un aspaviento.

– Así pues, estamos donde empezamos. La palabra de un hombre contra la de otro, y nada que incline la balanza. Sir, os aconsejo prudencia, encarecidamente. Degradad a mi lord de Cazaril a un puesto de menor relevancia o enviádselo de regreso a la viuda de Baocia.

– ¿Y permitir que la difamación quede impune? -balbució casi Iselle-. ¡No! No pienso consentirlo.

Orico se frotó la frente, como si le doliera, y espió de reojo a su flemático consejero en jefe y a su furibunda cohermana. Se le escapó un débil gemido.

– Oh, dioses, cómo detesto estas cosas… -Cambió de expresión, y volvió a enderezarse en su asiento-. ¡Ah! Claro que sí. Tengo justo la solución… justo la solución justa , je, je…

Llamó al paje que había acompañado a Cazaril, y le susurró algo al oído. De Jironal observó, ceñudo, aunque parecía que tampoco él pudo escuchar lo que decía el roya. El paje se marchó corriendo.

– ¿Qué solución proponéis, sir? -inquirió de Jironal, con aprensión.

– No la propongo yo, sino los dioses. Dejaremos que decidan los dioses quién es inocente, y quién miente.

– No estaréis pensando en someter este asunto al juicio por combate, ¿verdad? -El horror que dejaba traslucir la voz de de Jironal era sincero.

Cazaril no pudo por menos de participar de ese horror… al igual que sir de Maroc, a juzgar por la manera en que huía la sangre de su cara.

Orico parpadeó.

– Bueno, vaya, ésa sí que es una idea. -Estudió a de Maroc y a Cazaril-. Parecen justos rivales, en suma. De Maroc es más joven, sí, y hace buen papel en el anillo de entrenamiento, pero la veteranía es un grado.

Lady Betriz miró a de Maroc de soslayo y frunció el ceño, súbitamente preocupada. Cazaril también, por motivos distintos, supuso. De Maroc era un buen duelista. Contra la brutalidad del campo de batalla, resistiría, estimaba Cazaril, quizá unos cinco minutos. De Jironal miró fijamente a los ojos a Cazaril casi por vez primera desde que comenzara este interrogatorio, y Cazaril supo que sus cálculos coincidían. Se le revolvió el estómago al pensar que podía verse obligado a destripar al muchacho, aun cuando fuera un pelele y un mentiroso.

– No sé si el ibrano mentía o no -apostilló de Maroc, precavido-, sólo sé lo que he oído.

– Ya, ya. -Orico desestimó el asunto con un ademán-. Creo que mi plan es mejor.

Sorbió por la nariz, se la frotó con la manga, y esperó. Se hizo un prolongado y enervante silencio, que no se rompió hasta que hubo regresado el paje, para anunciar:

– Umegat, sir.

El atildado mozo de cuadra roknari entró y observó con ligera sorpresa a los reunidos, pero se encaminó directamente a su señor e hizo su reverencia.

– ¿En qué puedo servirle, mi lord?

– Umegat -dijo Orico-. Quiero que salgas y cojas el primer cuervo sagrado que veas, y que lo traigas aquí. Tú -señaló al paje-, ve con él en calidad de testigo. Va, ya, deprisa, deprisa.

Orico recalcó su urgencia con unas palmadas.

Sin evidenciar la menor sorpresa ni vacilación, Umegat se inclinó de nuevo y abandonó la estancia. Cazaril pilló a de Maroc mirando al canciller con una lastimera expresión que parecía indicar ¿Y ahora qué? De Jironal apretó los dientes y se hizo el despistado.

– Bueno -dijo Orico-, ¿cómo lo organizamos? Ya sé… Cazaril, ve y quédate en esa esquina del cuarto. De Maroc, a la otra.

De Jironal entrecerró los ojos, calculando, inseguro. Hizo una discreta seña con la cabeza a de Maroc, indicando el extremo de la estancia en que había una ventana abierta. Cazaril se encontró relegado al rincón más sombrío y cerrado.

– Todo el mundo -Orico señaló a Iselle y su séquito-, apartaos y sed testigos. Tú, tú y tú también -esta vez dirigiéndose a los guardias y el paje restante. Orico se puso en pie y rodeó la mesa para disponer el cuadro vivo a su entera satisfacción. De Jironal se quedó sentado donde estaba, jugueteando con una pluma, ceñudo.

Mucho antes de lo que hubiera esperado Cazaril, regresó Umegat, con un cuervo malhumorado encajado debajo del brazo y el alborozado paje trotando a su alrededor.

– ¿Es ése el primer cuervo que habéis visto? -preguntó Orico al muchacho.

– Sí, mi lord -contestó el paje, sin aliento-. Bueno, había una bandada entera dando vueltas alrededor de la Torre de Fonsa, así que supongo que vimos seis u ocho a la vez. Umegat se quedó plantado en medio del patio con las brazos extendidos y los ojos cerrados, muy quieto. ¡Y éste vino y se posó justo en su manga!

Cazaril se esforzó para ver si aquel pájaro balbuciente, por un casual, echaba de menos dos plumas en la cola.

– Excelente -celebró Orico-. Ahora, Umegat, quiero que te sitúes justo en el centro de la sala y, cuando yo te dé la señal, suelta el cuervo sagrado. ¡Cuando veamos hacia quién vuela, lo sabremos! Un momento… que todo el mundo formule una plegaria antes en silencio para que nos guíen los dioses.

Iselle se compuso, pero Betriz levantó la mirada.

– Pero sir. ¿Qué es lo que sabremos? ¿Volará el cuervo hacia el embustero, o hacia el hombre que dice la verdad?

Miró fijamente a Umegat.

– Oh -dijo Orico-. Hm.

– ¿Y si se queda dando vueltas en círculo? -inquirió de Jironal, delatando un dejo de exasperación en la voz.

Entonces sabremos que los dioses están tan confusos como el resto de nosotros , se dijo Cazaril.

Umegat, acariciando al ave para tranquilizarla, hizo una leve reverencia.

– Puesto que la verdad es sagrada para los dioses, dejemos que el cuervo vuele hacia quien diga la verdad, sir.

No miró a Cazaril.

– Oh, muy bien. Adelante, pues.

Umegat, con lo que Cazaril empezaba a sospechar que era una cierta inclinación teatral, se situó exactamente entre los dos acusados y sostuvo en alto al pájaro en su brazo, abriendo despacio la mano. Permaneció inmóvil un momento, con expresión de pía quietud. Cazaril se preguntó qué pensarían los dioses de la cacofonía de plegarias enfrentadas que sin duda surgían de la estancia en esos momentos. Entonces Umegat lanzó el cuervo al aire y bajó los brazos. El ave graznó y extendió las alas, y desplegó una cola a la que le faltaban dos plumas.

De Maroc abrió los brazos en cruz, esperanzado, con aspecto de estar preguntándose si se le permitiría atrapar al pájaro en pleno vuelo si pasaba cerca de él. Cazaril, a punto de gritar Caz, Caz para asegurarse, se sintió embargado de repente de curiosidad teológica. Él ya conocía la verdad… ¿qué otra cosa podía revelar esta prueba? Se quedó quieto y erecto, con la boca entreabierta, y observó con perturbada fascinación cómo el cuervo ignoraba la ventana abierta y aleteaba directamente hasta posarse en su hombro.

– Bien -dijo en voz baja al ave, cuando ésta le clavó las garras y saltó de una pata a otra-. Bien. -El cuervo ladeó su negro pico, mirándolo con sus inexpresivos ojos de azabache.

Iselle y Betriz comenzaron a saltar y a vitorear, abrazándose y espantando casi al pájaro. De Sanda sonrió, solemne. De Jironal rechinó los dientes; de Maroc parecía levemente horrorizado.

Orico se sacudió las manos gordezuelas.

– Bueno. Esto queda zanjado. Ahora, por los dioses, va siendo hora de cenar.

Iselle, Betriz y de Sanda rodearon a Cazaril como una guardia de honor y lo escoltaron hasta el patio, fuera de la Torre de Ias.

– ¿Cómo sabíais cuándo acudir en mi rescate? -preguntó Cazaril. Subrepticiamente, miró arriba; en esos momentos no había ningún cuervo dando vueltas en el aire.

– Un paje me dijo que pensaban arrestaros esta mañana -dijo de Sanda-, y acudí a la rósea de inmediato.

Cazaril se preguntó si de Sanda, al igual que él, tenía un fondo privado para pagar el servicio de noticias instantáneo de diversos observadores repartidos por el Zangre. Y por qué sus propios informadores no se habían dado un poco más de prisa esta vez.

– Gracias por cubrirme -se tragó las palabras, las espaldas -, el flanco desprotegido. A estas horas ya me habrían expulsado, de no aparecer todos para abogar por mí.

– No hay de qué. Creo que tú habrías hecho lo mismo por mí.

– Mi hermano necesita a alguien que lo apuntale -comentó Iselle, con amargura-. De lo contrario, se inclina hacia donde sople el viento más fuerte.


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