Cazaril se debatió entre el elogio de su perspicacia y la recriminación de su franqueza. Miró a de Sanda de soslayo.

– ¿Desde cuándo, sabéis, circula por la corte esta historia sobre mí?

Se encogió de hombros.

– Hará cuatro o cinco días, me parece.

– ¡Nosotras acabábamos de enterarnos! -protestó Betriz, indignada.

De Sanda abrió las manos en compungido ademán.

– Probablemente pareciese un asunto demasiado sórdido para vuestros oídos de doncella, mi lady.

Iselle frunció el ceño. De Sanda aceptó las reiteradas gracias de Cazaril y se fue para ver qué hacía Teidez.

Betriz, que se había quedado callada de repente, dijo, en voz baja:

– Ha sido culpa mía, ¿verdad? Dondo ha arremetido contra ti para vengarse por lo del cerdo. ¡Oh, lord Caz, lo siento mucho!

– No, mi lady -repuso firmemente Cazaril-. Dondo y yo tenemos algunas cuentas pendientes que se remontan a antes… antes de Gotorget. -El rostro de la joven se iluminó, para alivio de Cazaril; aun así, aprovechó la ocasión para añadir, con prudencia-: Para qué engañarnos, la broma con el cerdo no fue de ninguna ayuda, y no deberíais hacer nunca más algo parecido.

Betriz exhaló un suspiro, pero luego sonrió, siquiera un poco.

– Bueno, por lo menos dejó de incordiarme. Así que sí que fue de alguna ayuda.

– No niego que eso sea una ventaja, pero… Dondo sigue siendo un hombre poderoso. Os ruego, a las dos, que os mantengáis alejadas de él.

Iselle volvió la vista hacia él. Con voz queda, dijo:

– Estamos sitiadas aquí dentro, ¿verdad? Teidez, yo, toda nuestra casa.

– Espero -suspiró Cazaril-, que no sea tan grave. Pero andaos con más cuidado de ahora en adelante, ¿eh?

Las escoltó de regreso a sus aposentos en el bloque principal, pero no retomó sus cálculos. En vez de eso, volvió a bajar las escaleras a paso largo y pasó junto a los establos camino del zoológico. Encontró a Umegat en la pajarería, persuadiendo a las aves pequeñas para que se dieran un baño de polvo en una palangana llena de cenizas como antídoto contra los piojos. El pulcro roknari, protegido su tabardo por un delantal, lo miró y sonrió.

Cazaril no le devolvió la sonrisa.

– Umegat -comenzó, sin preámbulo-, tengo que saberlo. ¿Elegiste tú al cuervo, o el cuervo te eligió a ti?

– ¿Es que os importa, mi lord?

– ¡Sí!

– ¿Por qué?

Cazaril abrió la boca, la cerró. Al fin comenzó de nuevo, suplicando casi:

– Fue un truco, ¿sí? Los engañasteis, trayendo el cuervo al que doy de comer en mi ventana. Los dioses no intervinieron en esa habitación, ¿verdad?

Umegat arqueó las cejas.

– El Bastardo es el más sutil de los dioses, mi lord. El simple hecho de que algo sea un truco, no significa que no estéis tocado por los dioses. -Añadió, disculpándose-. Me temo que así es como funciona.

Gorjeó para la colorida ave, que parecía haber terminado de aletear en las cenizas, la atrajo hasta su mano con una semilla extraída del bolsillo de su delantal y volvió a meterla en su jaula.

Cazaril lo siguió, protestando.

– Era el cuervo al que di de comer. Claro que voló a mí. También tú lo alimentas, ¿eh?

– Doy de comer a todos los cuervos sagrados de la Torre de Fonsa. Igual que los pajes y las doncellas, los visitantes del Zangre y los acólitos y divinos de todas las casas del Templo de la ciudad. El milagro de esos cuervos es que no estén demasiado gordos para volar.

Con un giro preciso de muñeca, Umegat cogió otra ave y la sumergió en la bañera de cenizas.

Cazaril se apartó cuando se levantó una nube de cenizas, y frunció el ceño.

– Eres roknari. ¿No profesas la fe quadrena?

– No, mi lord -respondió Umegat, sereno-. Soy un devoto quintariano desde finales de mi juventud.

– ¿Te convertiste al llegar a Chalion?

– No, todavía vivía en el Archipiélago.

– ¿Cómo… es posible que no os ahorcaran por hereje?

– Me subí al barco que iba a Brajar antes de que me capturaran. -La sonrisa de Umegat se alisó.

Conservaba los pulgares, eso era cierto. Cazaril, ceñudo, estudió los delicados rasgos del hombre.

– ¿Qué era tu padre, en el Archipiélago?

– Estrecho de miras. Muy pío, eso sí, a su cuadriculada manera.

– No me refería a eso.

– Lo sé, mi lord. Pero lleva muerto veinte años. Ya no importa. Me conformo con lo que soy ahora.

Cazaril se rascó la barba, mientras Umegat buscaba otra ave colorida.

– Entonces, ¿cuánto hace que eres el mozo en jefe de esta colección de fieras?

– Desde el principio. Hará unos seis años. Vine con el leopardo, y los primeros pájaros. Éramos un obsequio.

– ¿De quién?

– Ah, del archidivino de Cardegoss, y de la Orden del Bastardo. Con ocasión del cumpleaños del roya, ya sabéis. Desde entonces, se han añadido muchos y excelentes animales.

Cazaril sopesó aquellas palabras, un momento.

– Es una colección insólita.

– Sí, mi lord.

– ¿Cómo de insólita?

– Muy insólita.

– ¿No me puedes decir más?

– Os ruego que no me preguntéis más, mi lord.

– ¿Por qué no?

– Porque no deseo mentiros.

– ¿Por qué no? -Todos los demás lo hacen .

Umegat inspiró y sonrió maliciosamente, mirando a Cazaril.

– Porque, mi lord, el cuervo me eligió a mí.

La sonrisa que le devolvió Cazaril resultaba un tanto forzada. Dedicó a Umegat una pequeña reverencia y se retiró.


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