11

Cazaril salía de su dormitorio, camino del desayuno, tres mañanas después, cuando lo acosó un paje sin resuello, agarrándolo por la manga.

– ¡Mi lord de Cazaril! ¡El alcaide del castillo solicita vuestra presencia de inmediato, en el patio!

– ¿Por qué? ¿Qué sucede? -Obedeciendo la urgencia, Cazaril siguió los pasos del muchacho.

– Sir de Sanda. ¡Fue asaltado anoche por unos bandidos, que le robaron y apuñalaron!

Cazaril aceleró el paso.

– ¿Está malherido? ¿Dónde se encuentra?

– Malherido no, mi lord. ¡Muerto!

Oh, dioses, no . Cazaril dejó atrás al paje y bajó la escalera a toda prisa. Llegó corriendo al patio delantero del Zangre, a tiempo de ver a un hombre con el tabardo del alguacil de Cardegoss, y otro hombre con aspecto de granjero, que descargaban una figura tiesa de lomos de una mula para tenderla sobre el adoquinado. El castellano del Zangre, ceñudo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Un par de guardias del roya asistían a la escena a algunos pasos de distancia, recelosos, como si las heridas de cuchillo pudieran ser contagiosas.

– ¿Qué ha ocurrido? -exigió saber Cazaril.

El campesino, al reparar en su atuendo de cortesano, se quitó el sombrero de lana a modo de saludo.

– Lo he encontrado esta mañana junto al río, sir, cuando bajaba para abrevar el ganado. Los recodos del río… a menudo encuentro cosas enganchadas en los bancos de arena. La semana pasada fue la rueda de un carro. Siempre miro. No aparecen cuerpos muy a menudo, gracias a la Madre de la Misericordia. No desde que se ahogó aquella pobre dama, hace ya dos años… -El hombre del alguacil y él intercambiaron sendos cabeceos de reminiscencia-. Éste no parece que se haya ahogado.

De Sanda tenía aún los pantalones empapados, pero el pelo había dejado de chorrear. Sus descubridores le habían quitado la túnica; Cazaril vio el brocado doblado sobre las ancas de la mula. El agua del río le había limpiado las heridas, que se veían ahora como rajas oscuras en su pálida piel, en la espalda, cuello y estómago. Cazaril contó más de una docena de puñaladas, profundas y ensañadas.

El alcaide del castillo, sentado sobre los talones, señaló un trozo de cuerda deshilachada que rodeaba el cinturón de de Sanda.

– Le cortaron la bolsa. Tenían prisa.

– Pero no fue un simple robo -dijo Cazaril-. Uno o dos de esos golpes habría bastado para derribarlo, para que no ofreciera resistencia. No hacía falta que… querían asegurarse de que estuviera muerto. -¿Querían o quería? No había manera de saberlo, pero de Sanda no se habría dejado reducir fácilmente. Apostó por querían -. Supongo que le quitaron la espada.

¿Habría tenido tiempo de desenvainarla? ¿O había recibido la primera puñalada por sorpresa, de manos de alguien en quien confiaba?

– O se la han quitado o se ha perdido en el río -dijo el granjero-. No habría salido a flote tan deprisa si su peso tirara de él hacia abajo.

– ¿Llevaba encima anillos o joyas? -inquirió el hombre del alguacil.

El castellano asintió.

– Varias, y una anilla de oro en la oreja. Ya no queda nada.

– Quiero su descripción, mi lord -dijo el hombre del alguacil, a lo que el alcaide asintió.

– Sabéis dónde ha aparecido -dijo Cazaril, dirigiéndose al hombre del alguacil-. ¿Sabéis también dónde se produjo el ataque?

El hombre negó con la cabeza.

– Es difícil saberlo. En alguna parte de los lechos, tal vez. -El punto más bajo de Cardegoss, social y topográficamente, enclavado a ambos lados de la pared que separaba los dos ríos-. Sólo hay media docena de lugares en los que alguien podría arrojar un cuerpo por la muralla de la ciudad y asegurarse de que se lo llevaría la corriente. Algunos son más solitarios que otros. ¿Cuándo lo vio alguien por última vez?

– Yo cené con él -respondió Cazaril-. No me dijo que tuviera pensado bajar a la ciudad. -También en el Zangre había un par de sitios desde los que se podía lanzar un cuerpo a los ríos…-. ¿Tiene rotos los huesos?

– No que se aprecie, sir -dijo el hombre del alguacil. El pálido cadáver no presentaba grandes magulladuras.

El interrogatorio de los guardias del castillo desveló que de Sanda había salido del Zangre, solo y a pie, en torno a la mitad de la ronda de la noche anterior. Cazaril renunció a su propósito inicial de registrar hasta la última baldosa de la vasta extensión de pasillos y nichos del Zangre en busca de nuevas manchas de sangre. Más tarde, ya por la tarde, los hombres del alguacil encontraron a tres personas que dijeron haber visto al secretario del róseo bebiendo en una taberna en los lechos, de la que partió solo; una de ellas juró que había salido haciendo eses. A Cazaril le hubiese gustado tener a ese testigo para él solo unos instantes en cualquiera de las celdas de gruesas paredes de piedra del Zangre que poblaban los viejos túneles excavados bajo los ríos. Allí podría haberle sonsacado una verdad más convincente. Cazaril no había visto beber a de Sanda hasta embriagarse, nunca.

Recayó sobre Cazaril la labor de hacer inventario de la magra pila de posesiones de de Sanda, y embalarlas para subirlas a una carreta que habría de llevárselas al hermano mayor superviviente del hombre, en alguna parte de las provincias de Chalion. Mientras los hombres del alguacil rastreaban los lechos, en vano, estaba seguro Cazaril, en busca de los supuestos bandidos, él se dedicó a investigar hasta el último trozo de papel que encontró en la habitación de de Sanda. Mas si había recibido alguna falaz asignación con la intención de atraerlo a los lechos, o bien había sido verbal o se la había llevado consigo.

Al carecer de Sanda de parientes próximos por los que esperar, el funeral se celebró al día siguiente. Los servicios contaron con la sombría presencia del róseo y la rósea, acompañados de sus respectivas casas, por lo que también asistieron diversos cortesanos ávidos de sus favores. La ceremonia de despedida, celebrada en la cámara del Hijo frente al patio principal del templo, fue breve. Cazaril cayó en la cuenta de cuán solitario había sido de Sanda. No hubo amigos que se amontonaran a la cabecera de su féretro para verter prolijos elogios con los que consolarse mutuamente. Sólo Cazaril pronunció unas palabras formales de pesar en nombre de la rósea, consiguiendo recitarlas sin el bochorno de tener que consultar el papel sobre el que las había compuesto apresuradamente esa misma mañana, y que guardaba en una manga.

Cazaril se apartó del féretro para dejar sitio a la bendición de los animales y fue a situarse junto al pequeño grupo de asistentes ante el altar. Los acólitos, vestido cada uno con los colores del dios de su elección, trajeron sus criaturas y rodearon el féretro situándose en cinco lugares equidistantes. En los templos campestres, se utilizaban para este rito los más variopintos animales; Cazaril había visto cómo se celebraba uno -con éxito- en el que la difunta hija de un hombre pobre era asistida por un solo acólito cargado con un cesto lleno con cinco gatitos, cada uno con un lazo de distinto color rodeándole el cuello. Los roknari a menudo utilizaban pescado, aunque de cuatro en cuatro, no cinco; los divinos quadrenos los señalaban con tintes e interpretaban la voluntad de los dioses según los dibujos que resultaban de su deambular por una bañera. Con independencia de los medios, la profecía era el único y diminuto milagro que concedían los dioses a todas las personas, por humildes que fueran, en el momento de su muerte.

El templo de Cardegoss disponía de los recursos necesarios para ofrecer los más bellos de los animales sagrados, seleccionados apropiadamente en función de su color y sexo. La acólita de la Hija, con sus hábitos azules, portaba una bonita hembra de arrendajo azul, nacida aquella primavera. La mujer de la Madre, de verde, sostenía en un brazo un gran pájaro verde, pariente cercano, pensó Cazaril, de los que mimaba Umegat en el zoológico del roya. El acólito del Hijo, con sus ropajes rojos y naranjas, traía un espléndido perro zorro, cuyo pelaje bruñido parecía refulgir como el fuego en las lóbregas sombras de la resonante cámara abovedada. El acólito del Padre, de gris, llegó precedido de un robusto, anciano, e inmensamente dignificado lobo gris. Cazaril esperaba que la acólita del Bastardo, vestida de blanco, trajera uno de los cuervos sagrados de Fonsa, pero en vez de eso se presentó con un par de rollizas e inquisitivas ratas blancas.

El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.

El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.

El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.

Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.

Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.


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