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Morelli y yo nos habíamos enfrascado en varias batallas, cada uno con efímeras victorias. Sospeché que ésta sería otra guerra, por así decirlo. Y supuse que tendría que aprender a aguantarme. Si me enfrentaba a él, me haría la vida de cazadora de fugitivos difícil, por no decir imposible.
Pero eso no significaba que fuese a convertirme en su felpudo. Lo importante era dar la impresión, en los momentos oportunos, de que lo era. Decidí que ése no era uno de esos momentos y que debía mostrarme enfadada y ofendida. No resultaría fácil, puesto que así me sentía en realidad. Salí apresuradamente del aparcamiento de la comisaría y fingí saber adonde iba, aunque de hecho no lo sabía. Faltaba poco para las cuatro de la tarde y por el momento no tenía más datos que constatar acerca del caso de Mancuso, de modo que enfilé hacia casa, repasando por el camino mis progresos.
Sabía que debía ir a ver a Spiro, pero la idea no me entusiasmaba. Al contrario que a la abuela Mazur, no me gustaban los tanatorios. De hecho, la muerte me parecía ligeramente horripilante. Como de todos modos no estaba de muy buen humor, la demora me pareció adecuada.
Aparqué detrás de mi edificio y decidí subir por las escaleras, puesto que las tortitas de arándano del desayuno todavía rebosaban por encima de mis Levis. Entré en mi apartamento y a punto estuve de pisar un sobre que alguien había metido por debajo de la puerta. Era un sobre blanco corriente, con mi nombre impreso en letras plateadas, de esas que se pegan. Lo abrí y leí las dos frases del mensaje, también escrito en letras pegadas.
«Tómate unas vacaciones. Será bueno para tu salud.»
No había folletos turísticos adjuntos, así que supuse que no se trataba de propaganda para un crucero.
Pensé en la alternativa. Una amenaza. Por supuesto, si era una amenaza de Kenny, eso significaba que todavía se hallaba en Trenton. Y, mejor aún, significaba que yo había hecho algo que le preocupaba. Aparte de Kenny, no imaginaba quién podía amenazarme. Quizá un amigo de Kenny. Tal vez Morelli. Posiblemente mi madre.
Saludé a Rex, dejé caer mi bolso y el sobre en la encimera de la cocina y escuché los mensajes en el contestador automático.
Mi prima Kitty, que trabajaba en un banco, me informaba de que, como le había pedido, estaba vigilando la cuenta de Mancuso, pero que no había nuevos movimientos.
Mi mejor amiga de toda la vida, Mary Lou Molnar, que ahora se llamaba Mary Lou Stankovic, me preguntaba si aún seguía en este mundo, ya que hacía un montón de tiempo que no sabía nada de mí.
El último mensaje era de la abuela Mazur.
«Odio estos estúpidos aparatos. Siempre me siento como una boba, hablando con nadie. He leído en el periódico que esta noche habrá un velatorio por el tipo ese de la gasolinera, y me vendría bien que me llevaras. Elsie Farnsworth dijo que me acompañaría, pero odio ir con ella porque tiene artritis en las rodillas y a veces el pie se le queda pegado al acelerador.»
Un velatorio por Moogey Bues. Merecería la pena. Crucé el pasillo para pedir prestado el periódico al señor Wolesky. El señor Wolesky tenía la tele encendida día y noche, y yo siempre debía aporrear su puerta. Entonces abría y decía que con tanto golpe iba a tirar la puerta abajo. Cuando hace cuatro años tuvo un infarto, llamó a una ambulancia, pero se negó a que se lo llevaran hasta que no hubiese terminado un programa de concursos.
El señor Wolesky abrió y me miró airadamente.
– No tienes por qué aporrear la puerta. No estoy sordo, ¿sabes?
– Me preguntaba si podría prestarme su periódico.
– A condición de que me lo devuelvas enseguida. Necesito la programación de la tele.
– Sólo quería ver la sección necrológica.
Abrí el periódico y eché un vistazo a la sección necrológica. Moogey Bues se encontraba en la funeraria de Stiva. A las siete.
Le devolví el periódico al señor Wolesky y le di las gracias.
Telefoneé a la abuela Mazur y le dije que la recogería a las siete. No acepté la invitación a cenar de mi madre, le prometí que no me pondría téjanos para ir al velatorio, colgué el auricular y, para controlar el daño hecho por las tortitas, busqué algo que comer en la nevera que fuese bajo en calorías.
Estaba dando buena cuenta de una ensalada cuando sonó el teléfono.
– ¡Hola! -Era Ranger-. Apuesto a que estás cenando ensalada.
Hice caso omiso de su comentario, y pregunté:
– ¿Tienes algo que decirme sobre Mancuso?
– Mancuso no vive aquí. No viene aquí de visita. No tiene negocios aquí.
– Oye, sólo por pura curiosidad, si tuvieras que buscar veinticuatro ataúdes perdidos, ¿por dónde empezarías?
– ¿Están vacíos o llenos?
Mierda, había olvidado preguntarlo. Cerré fuertemente los ojos. Por favor, Diosito, que estén vacíos, rogué.
Colgué y marqué el número de Eddie Gazzara.
– Eres tú quien paga la llamada -dijo.
– Quiero saber en qué caso está trabajando Morelli.
– La mitad de las veces ni siquiera su capitán sabe en qué asunto está trabajando.
– Lo sé, pero oyes rumores, imagino.
Gazzara dejó escapar un suspiro, y dijo:
– Intentaré averiguar algo.
Morelli era miembro de la brigada antivicio, lo que significaba que estaba en otro edificio, en otra parte de Trenton. La brigada trabajaba mucho con la DEA, el departamento para la lucha contra la droga, y la dirección de aduanas, y mantenía sus proyectos en secreto. De todos modos, los hombres hablaban en los bares y el personal administrativo y las esposas cotilleaban.
Me quité los téjanos y me puse panties y un traje adecuado a las circunstancias. Me calcé unos zapatos de tacón, me apliqué laca en el cabello y rímel en las pestañas, di un paso atrás y me miré. No estaba mal, pero no creía que si Sharon Stone me veía se muriese de rabia y celos.
– Mira esa falda -soltó mi madre en cuanto abrió la puerta-. No me sorprende que con esas faldas cortas haya tanto crimen por ahí. ¿Cómo puedes sentarte con una falda así? Se te ve todo.
– Me llega cinco centímetros por encima de la rodilla. No es tan corta.
– No tenemos todo el día para hablar de faldas -intervino la abuela Mazur-. He de llegar a la funeraria. Tengo que ver cómo arreglaron a ese tipo. Espero que no hayan tapado demasiado los agujeros de las balas.
– No te hagas ilusiones. Creo que en este caso el féretro estará cerrado.
No sólo habían disparado contra Moogey, sino que le habían practicado una autopsia. Imaginaba que habrían necesitado unas cuantas horas para juntar los pedazos.
– ¡Un ataúd cerrado! Eso sería condenadamente decepcionante. La gente dejará de asistir a los velatorios si sabe que Stiva cierra los ataúdes. -La abuela se abrochó la rebeca sobre el vestido y se metió el bolso bajo el brazo-. En el periódico no decía que el féretro estaría cerrado.
– Te espero luego -me dijo mi madre-. He hecho pastel de chocolate.
– ¿Estás segura de que no quieres venir? -le preguntó la abuela Mazur.
– No conocía a Moogey Bues. Tengo cosas mejores que hacer que ir al velatorio de un perfecto desconocido.
– Yo tampoco iría, pero estoy ayudando a Stephanie con esta caza. Puede que Kenny Mancuso se presente, y en ese caso Stephanie necesitará ayuda. En la tele he visto que para pararle los pies a alguien hay que hundirle los dedos en los ojos.
– Es tu responsabilidad -me advirtió mi madre-. Si le metes los dedos en los ojos a alguien, será culpa tuya.
La puerta de la sala estaba abierta a fin de que entrasen todas las personas que habían ido a ver a Moogey Bues. De inmediato, la abuela Mazur se abrió paso a codazos, arrastrándome con ella.
– ¡Vaya! Qué jeta -comentó al llegar a las sillas de primera fila-. Tenías razón. Le han bajado la tapa. -Entrecerró los ojos-. ¿Cómo sabremos que el que está dentro es realmente Moogey Bues?
– Estoy segura de que alguien lo ha comprobado. -Pero no lo sabemos con certeza. La miré en silencio.
– Tal vez debiésemos echar una ojeada para averiguarlo. -¡No!
Todos dejaron de hablar y volvieron la cabeza hacia nosotros. Me disculpé con una sonrisa y rodeé a la abuela con un brazo para contenerla.
– No está bien eso de mirar dentro de un ataúd cerrado -le susurré con tono de severidad-. Además, no es de tu incumbencia y a nosotras no nos importa que Moogey Bues esté allí. Si no lo está, es cosa de la policía.
– Podría ser importante para tu caso. Puede que tenga algo que ver con Kenny Mancuso.
– Eres una metomentodo. Quieres ver los agujeros de las balas.
– Eso también.
Advertí que Ranger también había ido al velatorio. Que yo supiera, su ropa sólo era de dos colores: el verde de los uniformes del ejército y un negro malévolo. Esa tarde vestía de negro malévolo, cuya monotonía rompían dos pendientes dobles que centelleaban bajo la luz. Como siempre, llevaba el cabello recogido en una coleta. Como siempre, llevaba chaqueta. En esta ocasión era de cuero negro. Y no me costaba imaginar qué habría debajo. Probablemente suficientes armas para hacer desaparecer del mapa a un pequeño país europeo. Se había colocado contra la pared de atrás, con los brazos cruzados, el cuerpo relajado y los ojos alerta.
En el otro extremo se encontraba Joe Morelli, que había adoptado la misma pose.
Observé a un hombre deslizarse entre unas personas agrupadas en la puerta. Examinó rápidamente la sala y saludó a Ranger con una inclinación de la cabeza.
Sólo quien conociese a Ranger se habría enterado que había correspondido al saludo.
Lo miré y él pronunció la palabra «Sandeman». El nombre no significaba nada para mí.
Sandeman se acercó al féretro y contempló silenciosamente la pulida superficie de madera. No había expresión en su rostro. Diríase que lo había visto todo y que nada le asombraba. Sus ojos eran oscuros, hundidos y rodeados de arrugas. Imaginé que éstas se debían más a una vida disoluta que al sol y la risa. Su cabello era negro, y lo peinaba hacia atrás con brillantina.
Me pilló observándolo y, tras mirarnos por un instante, él desvió la vista.
– Tengo que hablar con Ranger -le dije a la abuela Mazur-. Si te dejo sola, ¿me prometes que no te meterás en líos?
La abuela resopló.
– Eso es un insulto. Creo que, después de tantos años, sé cómo comportarme.
– No se te ocurra tratar de ver lo que hay en el féretro.
– Já
– ¿Quién es el tipo que acaba de acercarse al ataúd? -pregunté a Ranger-. Ese tal Sandeman.