– No. Tengo todo lo que necesito.

– Y cuando guarde todas sus posesiones, le compre la leche y le dé el bocadillo, vendrá conmigo, ¿verdad?

– Verdad.

Arrastré las bolsas escaleras arriba y pasillo abajo, y le di una propina a un mozo de cuerda para que me ayudase a meter los malditos trastos en las taquillas. Una bolsa por taquilla. Metí un puñado de monedas de veinticinco centavos en éstas, cogí las llaves y me apoyé contra la pared para recuperar el aliento. Me dije que debería encontrar tiempo para ejercitar los músculos de mis brazos en el gimnasio. Salí de la estación, entré en el McDonald's y compré un litro de leche desnatada. Regresé a la entrada de la estación y busqué a Eula. Se había ido. El poli también. Y en el parabrisas de mi jeep había una multa.

Me dirigí hacia el primer taxi de la fila y pregunté al conductor:

– ¿Adonde ha ido Eula?

– No lo sé. Cogió un taxi.

– ¿Tenía dinero para un taxi?

– Claro. Le va bastante bien aquí.

– ¿Sabe dónde vive?

– Vive en ese banco. El último a la derecha.

Fantástico. Me metí en mi coche y di una vuelta en U para entrar en el pequeño solar con parquímetros. Esperé a que alguien dejase un espacio libre, estacioné, comí mi bocadillo, bebí la leche y aguardé con los brazos cruzados.

Dos horas más tarde, un taxi se detuvo y Eula bajó de él. Se encaminó andando hacia su banco y se sentó; por su actitud era obvio que lo consideraba de su propiedad. Salí del aparcamiento y me detuve junto al bordillo, frente a ella. Sonreí.

Ella sonrió.

Me apeé y me acerqué a ella.

– ¿Se acuerda de mí?

– Sí. Te largaste con mis cosas.

– Las metí en la consigna.

– Has tardado mucho.

Fui un bebé prematuro, nací un mes antes de que me tocara hacerlo y nunca he aprendido el valor de la paciencia.

– ¿Ve estas dos llaves? Sus cosas están en las taquillas y sólo pueden abrirse con estas -llaves. O viene conmigo o arrojaré las llaves en un retrete.

– Eso sería hacerle una maldad a una pobre vieja.

Me contuve para no gruñir.

– De acuerdo. -Se levantó con dificultad-. Supongo que más vale que te acompañe. De todos modos, ya no hay tanto sol.

La comisaría de Trenton es un edificio cuadrado de tres plantas. Un bloque hermano, contiguo a éste, alberga los juzgados y las oficinas relacionadas con éstos. A los lados de aquel complejo se extiende el gueto. Muy conveniente, pues así los policías no tienen que ir muy lejos en busca de delincuentes y criminales.

Aparqué en el solar que había al lado de la comisaría, crucé el vestíbulo y le entregué a Eula al poli de la recepción. Si hubiese sido después de las horas normales de trabajo, o en lugar de una anciana vagabunda se hubiera tratado de un fugitivo incordiante, habría aparcado delante de la entrada trasera y se lo habría entregado al oficial de guardia. Pero con Eula nada de eso era necesario, así que la ayudé a sentarse mientras intentaba averiguar si el juez que le había fijado la fianza se encontraba a esas horas allí. No estaba, y no me quedó más remedio que conducirla hasta donde se encontraba el teniente del registro para que la detuviera.

Di las llaves de las taquillas a Eula, cogí el recibo de la entrega, y salí por la puerta trasera.

Morelli me esperaba en el aparcamiento, apoyado contra mi coche, con las manos metidas en los bolsillos, fingiendo ser un chico duro de la calle, lo que probablemente fuese.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó.

– No mucho. Y tú, ¿alguna novedad?

Se encogió de hombros.

– Ha sido un día aburrido.

– Ya veo.

– ¿Tienes alguna pista sobre Kenny?

– Nada que compartiría contigo. Anoche me birlaste el recibo del teléfono.

– No te lo birlé. Olvidé que lo tenía en la mano.

– Entonces, ¿por qué no me hablas de esos números mexicanos?

– No hay nada que decir.

– No me lo creo. Y no creo que te esfuerces tanto por encontrar a Kenny porque eres un buen chico de familia.

– ¿Tienes alguna razón para dudarlo?

– Tengo una sensación extraña en la boca del estómago.

– Puedes llevarla al banco -dijo Morelli con una sonrisa maliciosa.

Estaba claro que debía enfocar las cosas de otra manera.

– Creí que formábamos un equipo -dije.

– Hay toda clase de equipos. Algunos equipos trabajan de manera más independiente que otros.

– A ver si te entiendo -repliqué, poniendo los ojos en blanco-. Se trata de que yo comparta toda la información y tú no. Entonces, cuando encontremos a Kenny te lo llevarás por razones que aún desconozco e impedirás que me paguen mi comisión, ¿no?

– No, no es así. Por nada del mundo impediría que te pagaran tu comisión.

¡Vaya por Dios! Yo necesitaba un respiro, y los dos lo sabíamos.


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