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Estaba de pie, pistola en mano, pero me costaba decidir hacia dónde ir. Podía llamar a la poli, saltar por la ventana o dirigirme rápidamente hacia la sala y tratar de disparar contra el hijo de puta que había abierto mi puerta. Afortunadamente, no tuve que escoger, porque reconocí la voz de Morelli, que soltaba maldiciones en el recibidor.

Miré el despertador sobre la mesita de noche. Las ocho. Había dormido más de la cuenta. Eso ocurre cuando no se consigue conciliar el sueño hasta el alba. Me puse los Doctor Martens y, arrastrando los pies, fui al recibidor, cuyo suelo estaba cubierto de trozos de cristal. Morelli había logrado quitar la cadena y se hallaba de pie en el vano, examinando el desastre.

Alzó la mirada y preguntó.

– ¿Duermes con los zapatos puestos?

Le dirigí una mirada malévola y fui a la cocina en busca de la escoba y el recogedor. Le di la escoba, dejé caer el recogedor y, pisando cristales rotos, regresé al dormitorio. Cambié mi camisón de franela por un chándal. Poco faltó para que gritara al ver mi reflejo en el espejo ovalado que había encima de mi cómoda. Sin maquillaje, con ojeras y el cabello de punta. No estaba segura de que consiguiese mejorar mi aspecto si me lo cepillaba, de modo que me puse la gorra de los Rangers.

Cuando volví al recibidor, los trozos de vidrio habían desaparecido y Morelli estaba en la cocina, preparando café.

– ¿Se te ha ocurrido alguna vez que podrías llamar a la puerta?

– Lo hice, pero no contestaste.

– Debiste llamar más fuerte.

– ¿Y molestar al señor Wolesky?

Abrí la nevera, saqué lo que quedaba del pudín de especias y lo repartí entre los dos. La mitad para mí. La otra para Morelli. Permanecimos de pie al lado de la encimera y comimos mientras esperábamos a que el café estuviese listo.

– Tus cosas no marchan bien, nena. Te han robado el coche, han destrozado tu apartamento y alguien trató de escabechar a tu hámster. Tal vez convenga que te retires del caso.

– Estás preocupado por mí.

– Sí.

– Es una situación desagradable.

– Y que lo digas.

– ¿Se sabe algo de mi jeep?

– No. -Sacó unos papeles doblados del bolsillo de la chaqueta-. Es el informe sobre el robo. Estúdialo y fírmalo.

Lo leí superficialmente, añadí mi nombre al pie y se lo devolví.

– Gracias -dije-. Gracias por tu ayuda.

Morelli se metió los papeles en el bolsillo.

– Tengo que volver al centro. ¿Qué piensas hacer hoy?

– Arreglar mi puerta.

– ¿Vas a informar a la poli del allanamiento y los destrozos del apartamento?

– Repararé los daños y fingiré que nunca ocurrió.

Morelli bajó la vista, pero no hizo ademán de marcharse.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Muchas cosas. -Exhaló un largo suspiro-. Acerca del caso que tengo entre manos…

– ¿Ese caso tan importante y secreto?

– Sí.

– Si me lo cuentas, no se lo diré a nadie, ¡lo juro!

– Claro. Sólo a Mary Lou.

– ¿Por qué iba a decírselo a Mary Lou?

– Mary Lou es tu mejor amiga. Las mujeres siempre le cuentan todo a sus mejores amigas.

– Ése es un comentario estúpido y machista.

– Pues demándame.

– ¿Vas a contármelo, sí o no?

– Tienes que guardar el secreto.

– Por supuesto.

Morelli vaciló. Obviamente se trataba de un poli entre la espada y la pared. Otro suspiro.

– Si se llega a saber…

– ¡Nadie lo sabrá!

– Hace tres meses mataron a un poli en Filadelfia. Llevaba chaleco antibalas, lo que no impidió que recibiera en él un par de esas balas que lo atraviesan todo. Una le destrozó el pulmón derecho y la otra le dio en el corazón.

– Asesinos de polis.

– Exactamente. Y utilizan munición ilegal. Hace dos meses hubo un tiroteo en Newark; el arma que escogieron fue un lanzagranadas. Del ejército. Redujo significativamente la población de los Big Dogs de la calle Sherman y convirtió en polvo el coche de Lionel Simms, su jefe. Encontraron la carcasa del cohete y le siguieron la pista hasta el fuerte Braddock. Allí echaron un vistazo a sus depósitos y descubrieron que faltaban algunas municiones. Cuando detuvimos a Kenny, investigamos el número de serie de su arma, y ¿qué crees que pasó?

– Era del fuerte Braddock.

– Bingo.

Era un secreto excelente. Hacía que la vida fuera más interesante.

– ¿Qué dijo Kenny sobre el arma robada?

– Dijo que la compró en la calle. Dijo que no conocía el nombre del que se la vendió, pero que nos ayudaría a identificarlo.

– Y luego desapareció.

– Se trata de una operación entre diversas agencias. El DIC, el Departamento de Investigación Criminal quiere que se mantenga en secreto.

– ¿Por qué has decidido contármelo?

– Estás implicada. Tienes que saberlo.

– Podrías habérmelo dicho antes.

– Al principio parecía que teníamos buenas pistas. Esperaba que ya hubiésemos detenido a Kenny y no tener que involucrarte.

Mi mente funcionaba a velocidad de vértigo y generaba toda clase de maravillosas posibilidades.

– Pudiste cogerlo en el aparcamiento cuando estaba montándoselo con Julia.

Morelli asintió con la cabeza.

– Sí, pude hacerlo -dijo.

– Pero en ese caso no te habrías enterado de lo que realmente querías saber.

– ¿O sea?

– Creo que querías seguirlo para averiguar dónde se escondía. Creo que no sólo buscas a Kenny. Creo que buscas más armas.

– Adelante.

Me sentía muy satisfecha de mí misma e hice un gran esfuerzo por no sonreír demasiado.

– Kenny estuvo de servicio en Braddock. Hace cuatro meses que salió y se dedicó a gastar pasta. Compró un coche. Al contado. Luego alquiló un apartamento relativamente caro y lo amuebló. Llenó sus armarios de ropa nueva.

– ¿Y qué más?

– A Moogey también le iba muy bien, teniendo en cuenta el salario de un encargado de gasolinera. Tenía un coche carísimo en el garaje.

– ¿Y cuáles son tus conclusiones?

– Que Kenny no compró el arma en la calle. Él y Moogey estaban metidos en lo de las armas de Braddock. ¿Qué hacía Kenny en Braddock? ¿Dónde trabajaba?

– En la oficina de abastecimiento. En el almacén.

– ¿Y guardaban allí las armas desaparecidas?

– De hecho, las guardaban en un recinto adyacente al almacén, pero Kenny tenía acceso a ellas.

– ¡Aja!

Morelli sonrió.

– No te emociones tanto. El que Kenny trabajara en el almacén no es una prueba concluyente de su culpabilidad. Cientos de soldados tienen acceso a ese almacén. Y en cuanto a su riqueza… podría ser camello, apostar a los caballos o chantajear al tío Mario.

– Creo que traficaba con armas.

– Yo también lo creo -dijo Morelli.

– ¿Se sabe cómo sacó las armas y las municiones?

– No. El DIC tampoco lo sabe. Podría haberlo sacado todo junto, o poco a poco durante un largo periodo. Nadie comprueba las existencias a menos que necesiten algo o, como en este caso, aparezca algo robado. El DIC está investigando a los amigos de Kenny en el ejército y a sus compañeros de trabajo en el almacén. Por el momento, a ninguno se lo considera sospechoso.

– Y bien, ¿ahora qué hacemos? -Se me ha ocurrido que podríamos hablar con Ranger.

Cogí el teléfono de la encimera de la cocina y pulsé el número de Ranger.

– Sí -contestó Ranger-. Más vale que se trate de algo bueno.

– Tiene muchas posibilidades. ¿Almorzamos juntos?

– En el Big Jim's, a las doce.

– Seremos tres. Tú, yo y Morelli.

– ¿Está ahí contigo?

– Sí.

– ¿Estás desnuda?

– No.

– Ya, es demasiado temprano -dijo, y colgó el auricular.

Cuando Morelli se marchó llamé a Dillon Ruddick, el encargado del edificio, un tío fantástico y buen amigo mío. Le expliqué mi problema y media hora más tarde se presentó con su fiel caja de herramientas y media lata de pintura.

Se puso a reparar la puerta mientras yo me encargaba de las paredes. Hicieron falta tres capas para cubrir las pintadas, pero a las once mi apartamento ya no contenía amenazas y tenía cerrojos nuevos en la puerta. Tomé una ducha, me lavé los dientes, me sequé el pelo con secador y me puse téjanos y un jersey negro de cuello cisne.

Llamé a mi compañía de seguros y les informé del robo de mi jeep. Me dijeron que mi póliza no incluía el alquiler de un coche y que me pagarían al cabo de treinta días si mi jeep no aparecía. Estaba suspirando profundamente cuando sonó el teléfono. Aun antes de tocar el auricular, supe que era mi madre, por el deseo que sentí de gritar.

– ¿Te han devuelto el coche?

– No.

– No te preocupes. Tenemos la solución. Puedes usar el del tío Sandor.

El mes anterior el tío Sandor, que tenía ochenta y cuatro años, había ido a vivir a una residencia de ancianos. Dejó su coche a su única hermana viva, la abuela Mazur. La abuela Mazur no sabía conducir, y a mis padres y al resto del mundo libre no les apetecía que aprendiera ahora.

Aunque odiaba mirarle los dientes a caballo regalado, la verdad es que no quería el coche del tío Sandor. Era un Buick de 1953, azul pálido de brillante capota blanca, neumáticos de cara blanca de diámetro lo suficiente grande para que pareciesen de un tractor y brillantes tapacubos de cromo. Tenía el mismo tamaño y la misma forma que una ballena, con suerte consumía cinco litros cada diez kilómetros.

– Gracias por ofrecérmelo -dije- pero es el coche de la abuela Mazur.

– La abuela Mazur quiere que lo cojas. Tu padre va para allá con él. Conduce con cuidado.

Maldita sea. Rehusé su invitación a cenar y colgué el auricular. Miré a Rex para asegurarme de que no estuviese padeciendo una reacción retardada a la angustia que había sufrido la noche anterior. Parecía animado, de modo que le di un poco de brécol y una avellana, cogí mi cazadora y mi bolso y cerré con llave al salir. Bajé lentamente y me quedé fuera, esperando a que llegara mi padre.

Hasta el aparcamiento llegó el lejano sonido de un gigantesco motor chupando gasolina con arrogancia; me estremecí y supliqué que no fuese el Buick.

Cuando un monstruoso coche de morro bulboso dobló en la esquina, sentí que mi corazón latía al compás de los martilleantes pistones. Era el Buick, sí señor, en toda su gloria y sin una mancha de óxido. El tío Sandor lo compró nuevo en 1953 y lo conservó en perfectas condiciones, como para exhibirlo.


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