– No creo que esto sea una buena idea -dije a mi padre-. ¿Qué ocurriría si lo rayase?

– No se rayará. -Mi padre colocó el coche en un espacio del aparcamiento y se deslizó hacia el asiento del pasajero-. Es un Buick.

– Pero a mí me gustan los coches pequeños -expliqué.

– Por eso le va tan mal a este país, por los coches pequeños. En cuanto empezaron a traer esos cochecitos japoneses, todo se echó a perder. -Dio un golpe en el salpicadero-. Pero este coche fue hecho para durar. Es la clase de coche que un hombre conduce con orgullo. Es un coche con cojones.

Me senté al lado de mi padre y miré por encima del volante, boquiabierta ante la enormidad del capó. De acuerdo, era grande y feo, pero tenía cojones.

Así fuertemente el volante y pisé el suelo con el pie izquierdo antes de darme cuenta de que no tenía pedal de embrague.

– Es automático -dijo mi padre-. Así es América.

Dejé a mi padre en su casa y esbocé una sonrisa forzada.

– Gracias.

Mi madre se hallaba en el porche. -Conduce con cuidado -gritó-. Y mantén las ventanillas cerradas.

Morelli y yo entramos juntos en el Big Jim's. Ranger ya se encontraba allí, sentado de espalda a la pared a una mesa que proporcionaba una buena vista del lugar. Como experto cazador de fugitivos que era, probablemente se sintiera desnudo, pues en honor a Morelli habría dejado la mayor parte de su arsenal en su coche.

No hacía falta leer el menú. En Big Jim's cualquiera que tuviera un mínimo de sentido común comía chuletas y verduras. Hicimos el pedido y permanecimos en silencio hasta que nos sirvieron nuestras copas. Ranger echó su silla para atrás, de modo que sólo las patas traseras tocaban el suelo, y se cruzó de brazos. La pose de Morelli era menos agresiva y más indolente. Yo me senté en el borde de la silla, con los codos sobre la mesa, dispuesta a saltar y correr si decidían divertirse con un tiroteo.

– Bien -dijo Ranger-. ¿Qué ocurre?

Morelli se inclinó ligeramente. Habló en voz baja, con un tono desenfadado.

– El ejército ha perdido unos juguetes. Hasta ahora han aparecido en Newark, Filadelfia y Trenton. ¿Te ha llegado algún rumor acerca de que están en la calle?

– Siempre hay cosas en la calle.

– Éstas son distintas. Con ellas asesinan a polis. Lanzagranadas, MI6, Beretas de 9 mm nuevas que llevan grabada la leyenda propiedad del gobierno de Estados Unidos.

Ranger asintió con la cabeza.

– Sé lo del coche que voló por los aires en Newark y lo del poli en Filadelfia. ¿Qué hay en Trenton?

– Tenemos la pistola con que Kenny disparó contra Moogey en la rodilla.

– ¿En serio? -Ranger echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada-. Esto se está poniendo mejor por momentos. Kenny Mancuso le mete una bala en la rodilla a su mejor amigo por accidente, lo detiene un poli que por azar se para en la gasolinera cuando la pistola aún está echando humo, y resulta que el arma es muy poco corriente.

– ¿Qué has oído? -preguntó Morelli-. ¿Sabes algo?

– Nada. ¿Qué os ha dicho Kenny?

– Nada.

La conversación se detuvo mientras apartábamos los cubiertos y los vasos a fin de que cupieran los platos de chuletas y los cuencos de verdura.

Ranger continuó mirando a Morelli fijamente.

– Tengo la impresión de que hay más.

Morelli escogió una chuleta y la miró con expresión de león hambriento.

– Las armas fueron robadas de Braddock.

– ¿Mientras Kenny estaba allí?

– Es posible.

– Apuesto a que ese cabroncete tenía acceso a ellas.

– Por el momento todo lo que tenemos son coincidencias. Nos gustaría saber algo de la distribución.

Ranger miró alrededor y volvió a centrar su atención en Morelli.

– La situación aquí ha estado tranquila. Podría preguntar cómo está en Filadelfia.

Mi busca sonó en las profundidades de mi bolso.

Metí la mano y hurgué. Acabé por sacar el contenido, artículo por artículo: esposas, linterna, pulverizador de gas, pistola de descarga eléctrica, laca, cepillo para el pelo, cartera, walkman, navaja del ejército suizo, busca.

Ranger y Morelli me observaban fascinados. Eché una ojeada a la pantalla digital.

– Roberta.

Morelli, que estaba comiendo su chuleta, alzó la cabeza.

– ¿Te gusta apostar?

– Contigo, no.

Jim tenía un teléfono público en el estrecho pasillo que conducía a los lavabos. Marqué el número de Roberta y apoyé la cadera contra la pared. Roberta contestó tras varias llamadas. Confiaba en que hubiese encontrado los ataúdes, pero no tuve tanta suerte. Había mirado en cada nave y no había hallado nada fuera de lo normal, pero recordó un camión que estuvo varias veces cerca del depósito número 16.

– A finales del mes -explicó-. Lo recuerdo porque estaba haciendo las facturas mensuales, y el camión entró y salió varias veces.

– ¿Puede describirlo?

– Era bastante grande. Como un camión de mudanzas. Pero no de dieciocho ruedas, ni nada por el estilo. En él cabrían los muebles de una o dos habitaciones. Y no era de alquiler. Era blanco, con letras negras sobre la puerta, pero estaba demasiado lejos para que pudiese leerlas.

– ¿Vio al conductor?

– Lo siento, pero no le presté mucha atención. Estaba preparando las facturas.

Le di las gracias y colgué el auricular. No sabía si esa información me serviría de algo. Sin duda había cien camiones en Trenton cuya descripción encajaba con ésa.

Cuando regresé a la mesa, Morelli me miró con expresión expectante.

– ¿Y bien?

– No ha encontrado nada, pero recordó haber visto que a fin de mes un camión blanco con letras negras en la puerta entraba y salía varias veces.

– Eso reduce enormemente el número de camiones que tendremos que vigilar.

Ranger había dejado limpio el hueso de su chuleta. Miró su reloj y empujó la silla hacia atrás.

– Tengo que ver a un tipo.

Se despidió de Morelli con el consabido apretón de manos, y se marchó.

Morelli y yo seguimos comiendo en silencio. Comer era una de las pocas funciones corporales que podíamos compartir cómodamente. Cuando acabamos lo que quedaba de verduras soltamos un suspiro de satisfacción y pedimos la cuenta.

Los precios en Big Jim's no eran de un restaurante de cinco estrellas, pero no quedaba mucho dinero en mi cartera después de pagar mi parte. Tal vez fuese hora de que visitara a Connie para ver si tenía unos fugitivos fáciles de cazar.

Morelli había aparcado en la calle y yo había dejado el dirigible en un aparcamiento público a dos manzanas de allí, en la calle Maple. Acompañé a Morelli hasta su coche, y me dije que no tenía por qué importarme que me vieran conducir un Buick de 1953. Al fin y al cabo, era como cualquier otro, ¿o no? Por eso lo había aparcado a medio kilómetro de distancia en un aparcamiento subterráneo.

Subí al coche y enfilé la calle Hamilton; pasé de largo la gasolinera Delio's Exxon y Perry Sandeman y encontré un espacio vacío enfrente de la agencia de fianzas. Observé el capó azul pálido del Buick y me pregunté dónde acabaría exactamente. Avancé muy lentamente, me subí a la acera y di un golpecito al parquímetro. Decidí que con eso bastaba, apagué el motor, me apeé y cerré la portezuela con llave.

Connie estaba detrás de su escritorio, con el entrecejo fruncido y expresión más amenazadora que de costumbre; tenía los labios tan apretados que parecían una cuchillada de color rojo sangre. Encima de los archivadores había pilas de carpetas y su escritorio desaparecía bajo un montón de papeles y tazas de café vacías.

– Bueno, ¿cómo te va?

– No me lo preguntes.

– ¿Ya habéis contratado a alguien?

– Empieza mañana. Entretanto, no encuentro nada, maldita sea, porque no hay nada ordenado.

– Deberías obligar a Vinnie a que te ayude.

– Vinnie no está. Se ha ido a Carolina del Norte con Mo Barnes para recoger un prófugo.

Cogí un montón de carpetas y las puse en orden alfabético.

– Por el momento estoy en un atolladero con lo de Kenny Mancuso. ¿Te ha llegado alguien que parezca fácil de pillar?

Connie me dio varios formularios grapados.

– Eugene Petras no se presentó en el juzgado ayer. Seguro que está en casa, borracho como una cuba, y ni siquiera sabe qué día es.

Hojeé el contrato de fianza. La dirección correspondía al barrio. Eugene Petras estaba acusado de maltratar a su esposa.

– ¿Se supone que conozco a este tío?

– Puede que conozcas a su esposa, Kitty. Su apellido de soltera era Lukach. Creo que estaba dos cursos detrás de ti en el cole.

– ¿Es la primera vez que lo detienen?

Connie negó con la cabeza.

– Tiene un largo historial. Es un auténtico gilipollas. Cada vez que toma un par de cervezas golpea a Kitty. En ocasiones se pasa y tienen que hospitalizarla. A veces ella lo demanda, pero siempre acaba por rajarse. Tiene miedo, supongo.

– Fantástico. ¿A cuánto asciende su fianza?

– A dos mil dólares. La violencia conyugal no está considerada una gran amenaza.

Me metí los papeles bajo el brazo.

– Volveré.

Kitty y Eugene vivían en una estrecha casa adosada en la esquina de Baker y Rose, frente a la vieja fábrica de botones Milped. La casa no contaba con jardín ni con porche, por lo que la puerta daba directamente a la acera. La fachada estaba revestida de tablillas color castaño con persianas que en un tiempo habían sido blancas. Las cortinas de la habitación delantera estaban corridas y en las ventanas no se veía luz.

Tenía el pulverizador de gas al alcance de la mano, en el bolsillo de la cazadora, y las esposas y la pistola de descarga eléctrica metidos en la cintura de los Levis. Llamé a la puerta y oí a alguien arrastrar los pies. Volví a llamar y una voz de hombre gritó algo incoherente. Nuevamente, alguien arrastró los pies y la puerta se entreabrió.

Tras la protección de la cadena de seguridad, una joven me miró.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Kitty Petras?

– ¿Qué quiere?

– Busco a su marido, Eugene. ¿Está en casa?

– No.

– He oído una voz de hombre y me ha parecido que era la de Eugene.

Kitty Petras era flaca como un fideo, de rostro chupado y enormes ojos pardos. No estaba maquillada y llevaba el cabello, castaño oscuro, recogido en una coleta. No era bonita, pero tampoco fea. Mejor dicho, no era nada. Los suyos eran los rasgos anodinos que adquieren las mujeres maltratadas tras años de intentar ser invisibles.

Me miró con expresión cautelosa.


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