Eran casi las cinco cuando salí del salón de Clara. Cuanto más oía acerca de Kenny y de Spiro tanto más horrorizada me sentía. Cuando empecé la búsqueda creía que Kenny era un fanfarrón, y ahora me preocupaba que estuviese loco. Y Spiro no me parecía exactamente cuerdo.

Fui directamente a casa. Para cuando llegué a mi apartamento estaba tan asustada que abrí la puerta con una mano mientras con la otra sostenía el pulverizador de gas. Encendí las luces y me relajé un poco al ver que todo parecía estar en orden. La lucecita roja de mi contestador parpadeaba.

Era Mary Lou.

– Bueno, ¿de qué se trata? ¿Te has juntado con Kevin Costner o algo así? ¿Ya no tienes tiempo para llamarme?

Me quité la cazadora y marqué su número de teléfono.

– He estado ocupada -le dije-. Pero no con Kevin Costner.

– Entonces, ¿con quién?

– Con Joe Morelli.

– Mejor que mejor.

– No en ese sentido. He estado buscando a Kenny Mancuso, y no he tenido suerte.

– Pareces deprimida. Hazte la manicura.

– Ya me la he hecho, y no ha servido de nada.

– Entonces sólo queda una cosa por hacer.

– Ir de compras.

– Exactamente. Nos vemos en el centro comercial Quaker Bridge a las siete. En la zapatería de Macy's.

Cuando llegué, Mary Lou estaba totalmente abstraída contemplándose los zapatos.

– ¿Qué te parecen éstos?

Hizo una pirueta sobre unos botines negros de tacón de aguja.

Mary Lou mide un metro sesenta y cinco, su cuerpo se asemeja á una letrina de ladrillo, tiene una cabellera abundante, que esa semana era roja, y le gustan los pendientes de grandes aros y ese carmín que hace que los labios siempre parezcan húmedos. Llevaba seis años felizmente casada y tenía dos hijos. Sus crios me caían bien, pero por el momento me contentaba con un hámster. Con un hámster no hace falta una cesta para los pañales sucios.

– Me suenan -contesté-. Creo que la bruja Hazel llevaba zapatos como ésos cuando encontró a la pequeña Lulú cogiendo bayas en su jardín.

– ¿No te gustan?

– ¿Son para una ocasión especial?

– Para año nuevo.

– ¿Qué? ¿Sin lentejuelas?

– Deberías comprarte zapatos. Algo sexy.

– No necesito zapatos. Necesito unos prismáticos de visión nocturna. ¿ Crees que aquí podré encontrar unos?

– ¡Dios mío! -Mary Lou alzó un par de zapatos de ante color cereza y suela de plataforma-. Mira éstos. Si parece que los hubiesen hecho para ti.

– No tengo dinero. Ya me he gastado lo que me han pagado y espero otro cheque.

– Podríamos robarlos.

– Ya no hago esas cosas.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace mucho. De todos modos, nunca he robado nada grande, la única vez que robamos algo fueron chicles en la tienda de Sal, pero porque lo odiábamos.

– ¿Y qué hay de la chaqueta que le robaste al Ejército de Salvación?

– ¡Esa chaqueta era mía!

Cuando cumplí catorce años mi madre regaló mi chaqueta tejana preferida al Ejército de Salvación y Mary Lou y yo la rescatamos. A mi madre le dije que la había comprado, pero la verdad era que la habíamos mangado.

– Al menos deberías probártelos. -Mary Lou cogió a un vendedor de la manga-. Queremos éstos en un treinta y siete.

– No quiero zapatos nuevos. Necesito otras cosas. Necesito una pistola nueva. Joyce Barnhardt tiene una más grande que la mía.

– Ya entiendo.

Me senté y desaté los cordones de mis Doctor Martens.

– La he visto en el salón de Clara. Tuve que contenerme para no ahorcarla.

– Te hizo un favor. Tu ex era un pelmazo.

– Es malvada.

– Trabaja aquí, ¿sabes? En la sección de cosméticos. La vi maquillar a alguien antes de entrar. Pintarrajeó a una viejecita y la dejó hecha un monstruo.

Cogí los zapatos que me entregó el vendedor y me los puse.

– ¿A que son maravillosos? -dijo Mary Lou.

– Son bonitos, pero no puedo disparar contra nadie con ellos.

– Nunca disparas contra nadie. Bueno, de acuerdo, lo hiciste una vez.

– ¿Crees que Joyce Barnhardt tiene zapatos color cereza?

– Sé de buena fuente que Joyce Barnhardt calza un cuarenta y parecería una vaca con estos zapatos.

Me acerqué al espejo que había al fondo de la zapatería y admiré los zapatos. ¡Muérete de envidia, Joyce Barnhardt!, pensé.

Me volví para verlos por detrás y choqué con Kenny Mancuso.

Me asió con manos de hierro y tiró de mí, aplastándome contra su pecho.

– ¿Sorprendida de verme?

Me dejó muda.

– Eres como una patada en el culo -comentó-. ¿Crees que no te vi oculta tras los arbustos de la casa de Julia? ¿Crees que no sé que le contaste que me tiré a Denise Barkolowski? -Me zarandeó y mis dientes castañetearon-. Y ahora tienes entre manos un negocio con Spiro, ¿verdad? Os creéis muy listos.

– Deberías dejar que te llevara al juzgado. Si Vinnie asigna la tarea a otro agente de recuperación, puede que éste no sea muy amable contigo antes de entregarte.

– ¿No te habías enterado? Soy un tío especial, insensible al dolor. Lo más probable es que sea un jodido inmortal.

Vaya por Dios.

De pronto, en su mano apareció una navaja.

– No dejo de enviarte mensajes, pero no me haces caso. Puede que te corte una oreja, tal vez así me hicieses caso.

– No me asustas. Eres un cobarde. Ni siquiera te atreves a enfrentarte a un juez.

Ya había intentado esta táctica con otros tipos a los que tenía que pillar, y había funcionado.

– Claro que te asusto. Soy un tío que da miedo. -Me hizo un corte en la manga con la navaja-. Ahora, tu oreja -añadió, asiendo con fuerza mi chaqueta.

Mi bolso, con todos los chismes de una cazadora de fugitivos, se hallaba sobre la silla, al lado de Mary Lou, de modo que hice lo que habría hecho cualquier mujer inteligente y desarmada.

Abrí la boca y solté un alarido. Kenny se sobresaltó y de ese modo logré desviar su mano; perdí unos pocos cabellos, pero conservé la oreja.

– ¡Jesús! Me estás avergonzando, joder. -Kenny me empujó contra un escaparate, dio unos brincos hacia atrás y echó a correr.

Me levanté y lo seguí, pasando por encima de bolsos y ropa infantil. La adrenalina que circulaba por mis venas parecía haberse aliado con mi falta de sentido común. Oí a Mary Lou y al vendedor correr detrás de mí. Yo maldecía a Kenny y rezongaba por tener que perseguirlo con unos malditos zapatos de plataforma cuando choqué contra una anciana que estaba ante el mostrador de cosméticos y casi la tiro al suelo.

– ¡Caray! -grité-. ¡Lo siento!

– ¡Corre! -me gritó Mary Lou desde la sección de ropa infantil-. Coge a ese hijo de puta.

Me aparté de la anciana y choqué contra dos mujeres. Una era Joyce Barnhardt, con su uniforme de maquilladora. Las tres caímos al suelo, gruñendo y agitando los brazos y las piernas.

Mary Lou y el vendedor de zapatos se abrieron camino para separarnos y en la confusión Mary Lou dio un buen puntapié a Joyce detrás de la rodilla. Ésta rodó y chilló del dolor, mientras el vendedor me ayudaba a ponerme de pie.

Busqué a Kenny, pero había desaparecido.

– ¡Mierda! -exclamó Mary Lou-. ¿Era Kenny Mancuso?

Asentí con la cabeza e intenté recuperar el aliento.

– ¿Qué te dijo?

– Quería que quedáramos. Dijo que le gustaban los zapatos.

Mary Lou resopló.

El vendedor de zapatos sonrió y dijo:

– Si se hubiese probado unas zapatillas de deporte, lo habría pillado.

Sinceramente, no estaba segura de lo que habría hecho de haberlo atrapado. Él tenía una navaja, y yo, unos zapatos sexy.

– Llamaré a mi abogado. -Joyce se levantó-. ¡Me has atacado! Te pondré una demanda y te quitaré hasta la camisa.

– Fue un accidente. Estaba persiguiendo a Kenny y te pusiste en mi camino.

– Ésta es la sección de cosméticos -chilló Joyce-. No puedes andar por ahí, como una chiflada, persiguiendo a la gente.

– No me he comportado como una chiflada. Estaba haciendo mi trabajo.

– Claro que te comportaste como una chiflada. Eres una cretina. Tú y tu abuela estáis locas de remate.

– Bueno, al menos no soy una zorra.

Joyce abrió tanto los ojos que parecían dos pelotas de golf.

– ¿A quién estás llamando zorra?

– A ti. -Me incliné hacia ella-. Es a ti a quien estoy llamando zorra.

– Si yo soy una zorra, tú eres una ramera.

– Eres una mentirosa y una ladrona.

– Zorra.

– Puta.

– Bueno -interrumpió Mary Lou-. ¿Vas a comprarte esos zapatos, sí o no?

Cuando llegué a casa ya no estaba tan segura de haber hecho bien al comprar los zapatos. Me metí la caja bajo el brazo y abrí la puerta. Cierto, eran magníficos, pero eran color cereza. ¿Qué iba a hacer con unos zapatos color cereza? Tendría que comprarme un vestido a tono. ¿Y el maquillaje? Una no podía usar cualquier maquillaje con un vestido color cereza. Tendría que comprar una nueva barra de labios y un nuevo delineador de ojos.

Encendí la luz y cerré la puerta a mis espaldas. Dejé caer el bolso y los zapatos nuevos sobre la encimera de la cocina y di un respingo cuando sonó el teléfono. Demasiada excitación para un día, me dije. Estaba exhausta.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Tienes miedo ahora? ¿Te he hecho reflexionar?

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Kenny?

– ¿Has recibido mi mensaje?

– ¿A qué mensaje te refieres?

– Te dejé un mensaje en el bolsillo de la chaqueta. Es para ti y tu nuevo amiguito, Spiro.

– ¿Dónde estás?

Kenny colgó el auricular.

Mierda.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y empecé a sacar cosas: un pañuelo usado de papel, una moneda de veinticinco centavos, la envoltura de una tableta de chocolate, un dedo.

Dejé caer todo y salí corriendo de la sala, exclamando:

– ¡Mierda, maldita sea, mierda!

Me dirigí a trompicones hacia el cuarto de baño y metí la cabeza en el inodoro para vomitar. Al cabo de unos minutos comprendí que no iba a vomitar (una pena, en realidad, pues así me habría deshecho del helado que había tomado con Mary Lou).

Me lavé las manos con mucho jabón y agua caliente y regresé de puntillas a la cocina. El dedo se encontraba en el suelo. Parecía embalsamado. Cogí el teléfono, levanté el auricular y, manteniéndome tan lejos del dedo como me era humanamente posible, marqué el número de Morelli.

– Ven ahora mismo.


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