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La puerta trasera de la funeraria daba a un corto pasillo que conducía al vestíbulo. La puerta del sótano, la puerta lateral de la cocina y la de la oficina de Con daban todas al pasillo. Un pequeño vestíbulo y una puerta de cristal doble, entre la oficina de Con y la puerta del sótano, daba acceso a la entrada de coches que llegaba hasta los garajes. Por esta puerta, sobre una camilla, entraban los difuntos en su último viaje.
Dos años antes Con había contratado a un decorador de interiores para dar más elegancia al lugar. Los colores elegidos, violeta pálido y verde lima, salpicaba las paredes de paisajes bucólicos. En el suelo había alfombras mullidas. Nada rechinaba. La casa entera estaba diseñada para reducir el ruido al mínimo, y Kenny podría haber entrado furtivamente sin que lo oyeran.
En el pasillo, topé con Spiro.
– Quiero saber más acerca de Kenny. ¿Se te ocurre algún lugar donde pudiera esconderse? Alguien tiene que estar ayudándolo. ¿A quién pediría ayuda?
– Los Morelli y los Mancuso siempre piden ayuda a la familia. Cuando uno de ellos muere, parece que todos han muerto. Vienen aquí, con sus horribles vestidos y abrigos negros, y lloran a mares. En mi opinión, debe de estar oculto en el desván de la casa de un Mancuso.
Yo no estaba tan segura. Si Kenny se ocultaba en el desván de un Mancuso, Joe ya se habría enterado. Los Mancuso y los Morelli no eran precisamente famosos por guardar secretos entre sí.
– ¿Y si no estuviese en el desván de un Mancuso?
Spiro se encogió de hombros.
– Iba a Atlantic City a menudo.
– Aparte de Julia Cenetta, ¿estaba liado con otra?
– Echa un vistazo al listín telefónico.
– ¿Tantas?
Salí por la puerta lateral y aguardé con impaciencia a que Al, el mecánico, quitara el gato de debajo de mi coche. Antes de darme la factura, se levantó y se limpió las manos en el mono.
– ¿No conducías un jeep la última vez que te puse un neumático nuevo?
– Me lo robaron.
– ¿Se te ha ocurrido alguna vez usar el transporte público?
– ¿Qué ha sido del destornillador?
– Lo metí en el maletero de tu coche. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar uno.
El salón de belleza de Clara se encontraba tres manzanas más abajo, en la calle Hamilton, al lado de la pastelería Buckets. Encontré un espacio para aparcar, apreté los dientes, contuve el aliento y di marcha atrás a toda velocidad. Más valía acabar pronto. Supe que casi lo había logrado cuando oí ruido de cristales rotos.
Salí del Buick para evaluar los daños. El Buick seguía intacto. El otro coche tenía un faro destrozado. Dejé una nota con la información de la aseguradora y me dirigí al salón de belleza.
Los bares, las funerarias, las pastelerías y los salones de belleza constituyen el eje de las ruedas que hacen girar el barrio. Los salones de belleza son especialmente importantes porque el barrio es un vecindario atrapado en los años cincuenta, cuando aún se creía en la igualdad de oportunidades. Esto significa que las chicas del barrio se obsesionan con el cabello a muy temprana edad. Al diablo con eso de compartir juegos con niños. Si eres una chica, pasas el tiempo peinando el cabello de una muñeca Barbie. Barbie es el modelo. Largas pestañas pegoteadas, sombra de ojos azul eléctrico, tetas puntiagudas y mucho cabello rubio platino de aspecto artificial. A eso aspiramos todas. Barbie incluso nos enseña a vestirnos. Ceñidos vestidos centelleantes, shorts cortísimos, ocasionalmente una boa de plumas y, por supuesto, zapatos con tacones de aguja, siempre. No es que Barbie no tenga nada más que ofrecer, sino que las niñitas del barrio no se dejan engañar por la Barbie yuppy. No creen en eso de las prendas de deporte de buen gusto y los trajes con chaqueta de corte profesional. Las niñas del barrio quieren ser fascinantes.
A mi entender, estamos tan atrasadas que nos hemos anticipado al resto del país. Nunca tuvimos que pasar por ese lío de reajustar los papeles sexuales. En el barrio eres quien quieres ser. Nunca se ha tratado de hombres contra mujeres. En el barrio se ha tratado siempre de débil contra fuerte.
De pequeña me cortaban el flequillo en el salón de belleza de Clara. Ella me rizó el cabello para mi primera comunión y para mi fiesta de graduación. Ahora me lo corta Alexander, en el centro comercial pero en ocasiones voy al salón de Clara a que me arreglen las uñas.
El salón de belleza se encuentra en una casa remodelada, a la que le han quitado paredes para formar una amplia estancia con los servicios atrás. Hasta que le llega el turno, una espera en sillas de cromo y piel, leyendo revistas muy manoseadas u hojeando libros en los que figuran peinados irreproducibles. Más allá de la zona de espera, están las picas donde te lavan el pelo y, enfrente, las sillas donde te sientas para que te peinen. Justo delante de los servicios hay una pequeña zona para la manicura. Carteles con más peinados exóticos e imposibles cubren las paredes y se reflejan en los espejos.
Cuando entré, las cabezas se volvieron hacia mí bajo los secadores. Debajo del tercer secador empezando por el fondo se encontraba mi archienemiga, Joyce Barnhardt. Cuando estábamos en segundo de primaria, Joyce Barnhardt echó agua de un vaso de papel en el asiento de mi silla y dijo a todos que me había hecho pipí.
Veinte años después la pillé in fraganti sobre la mesa de mi comedor, montando a mi marido como si éste fuese un caballo de feria.
– Hola, Joyce, hace tiempo que no nos vemos.
– ¿Cómo estás, Stephanie?
– Bastante bien.
– Tengo entendido que has perdido el trabajo en la tienda de ropa interior.
– No vendía ropa interior. -¡Zorra!-. Era la encargada de compras de E. E. Martin y perdí el trabajo porque se fusionaron con Baldicott.
– Siempre tuviste un problema con la ropa interior. ¿Te acuerdas cuando te hiciste pipí en segundo de primaria?
De haber tenido puesto uno de esos chismes con que te miden la presión arterial, habría estallado. Levanté bruscamente el casco del secador y acerqué tanto mi cara a la suya que nuestras narices casi se tocaron.
– ¿Sabes con qué me gano la vida ahora, Joyce? Soy cazadora de recompensas y llevo pistola, así que más te vale no cabrearme.
– Todo el mundo en Nueva Jersey lleva pistola -comentó Joyce. Metió la mano en su bolso y sacó una Beretta de 9 mm.
Me resultó embarazoso, no sólo porque en ese momento no llevaba revólver, sino porque el mío era más pequeño que el suyo.
Bertie Greenstein se hallaba bajo el secador al lado de Joyce.
– A mí me gustan los cuarenta y cinco -anunció y sacó de su bolsa un Cok de esos que usan los agentes federales.
– El retroceso es demasiado fuerte -afirmó Betty, en el extremo opuesto del salón-. Y ocupa demasiado espacio en el bolso. Es mejor un treinta y ocho. Eso es lo que yo llevo ahora. Un treinta y ocho.
– Yo también tengo un treinta y ocho -intervino Clara-. Antes llevaba un cuarenta y cinco, pero pesaba demasiado, de modo que lo cambié por una pistola más ligera. También llevo un vaporizador de gas.
Todas, salvo la anciana señora Rizzoli, a la que estaban haciendo una permanente, llevaban pulverizador de gas.
Betty Kuchta agitó una pistola de descarga eléctrica.
– También tengo una de éstas.
– Es un juguete. -Joyce agitó otro artefacto de defensa personal.
Nadie lo superaba.
– Bien, ¿qué quieres que te hagamos? -me preguntó Clara-. ¿Manicura? Acabo de recibir una nueva laca de uñas. Mango Sabroso.
Miré la botella de Mango Sabroso. No había pensado hacerme la manicura, pero el color de aquella laca era asombroso.
– Que sea Mango Sabroso, pues.
Colgué mi cazadora y mi bolso del respaldo de mi silla, me senté en la zona de manicura y hundí los dedos en el cuenco de agua tibia.
– ¿A quién persigues ahora? -inquirió la anciana señora Rizzoli-. Me han dicho que buscas a Kenny Mancuso.
– ¿Lo ha visto?
– Yo no. Pero he oído que Kathryn Freeman lo vio salir de la casa de esa chica, Zaremba, a las dos de la madrugada.
– No era Kenny Mancuso -aseguró Clara-. Era Mooch Morelli. La propia Kathryn me lo dijo. Vive en la casa de enfrente e iba a sacar a su perro, que tenía diarrea por comer huesos de pollo. Le he dicho que no le dé huesos de pollo, pero no me hace caso.
– ¡Mooch Morelli! -exclamó la señora Rizzoli-. ¡Imaginaos! ¿Lo sabe su esposa?
Joyce levantó el casco del secador.
– Dicen que ha pedido el divorcio.
Todas metieron nuevamente la cabeza bajo el casco de sus respectivos secadores y continuaron leyendo la revista que tenían en las manos, pues aquello se acercaba demasiado a lo que me había ocurrido con Joyce. Todo el mundo sabía que la había pillado tirándose a mi esposo, y nadie quería presenciar cómo le metía una bala en la cabeza llena de rulos.
– ¿Y tú? -pregunté a Clara, que estaba limándome una uña y convirtiéndola en un óvalo perfecto-. ¿Has visto a Kenny?
Clara negó con la cabeza.
– Hace mucho tiempo que no lo veo.
– He oído que alguien lo vio entrar a hurtadillas en la funeraria de Stiva esta mañana.
Clara dejó de limar y alzó la cabeza.
– ¡Madre Santa! Yo estaba allí esta mañana.
– ¿Has visto u oído algo?
– No. Debió de ser después de que me marchara. No me sorprende. Kenny y Spiro eran muy buenos amigos.
Betty Kuchta se inclinó y sacó la cabeza del secador.
– No las tenía todas consigo, ¿sabéis? -Se llevó un dedo índice a la sien-. Era compañero de mi Gail en segundo de primaria. Los maestros sabían que nunca debían darle la espalda.
La señora Rizzoli asintió con la cabeza.
– Mala hierba. Demasiada violencia en su sangre. Como su tío Guido. Pazzo. amp;
– Más te vale andarte con cuidado con ése -me dijo la señora Kuchta-. ¿Te has fijado en su dedo meñique? A los diez años Kenny se cortó la punta del dedo meñique con el hacha de su padre. Quería comprobar si dolía.
– Adele Baggione me lo contó todo -intervino la señora Rizzoli-. Lo del dedo y muchas otras cosas. Adele dijo que estaba mirando por la ventana trasera de su apartamento y se preguntó qué iría a hacer Kenny con el hacha. Dijo que lo vio poner el dedo sobre el tocón que había al lado del garaje y cortárselo. Dijo que ni siquiera lloró. Dijo que se quedó allí, mirándolo y sonriendo. Se habría desangrado si Adele no hubiese llamado una ambulancia.