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Me levanté, entreabrí la cortina y miré el aparcamiento. Efectivamente, el Fairlane marrón se encontraba al lado del Buick del tío Sandor. Vi que el parachoques se hallaba todavía en el asiento trasero y que alguien había pintado la palabra «cerdo» en la puerta del conductor. Abrí la ventana del dormitorio y asomé la cabeza.

– Lárgate.

– Tengo una reunión de personal en quince minutos -gritó Morelli-. No debería durar más de una hora, y después estaré libre el resto del día. Quiero que me esperes antes de ir a la funeraria de Stiva.

– De acuerdo.

Cuando Morelli regresó ya eran las nueve y media y yo me sentía inquieta. En el momento en que entró en el aparcamiento yo estaba mirando por la ventana. Salí del edificio como una exhalación, con el dedo rodando en mi bolso. Me había puesto mis Doctor Martens, por si tenía que dar una patada a alguien, y llevaba el pulverizador de gas metido en la cintura de los téjanos, de modo que pudiese cogerlo con facilidad. Había cargado a tope la pistola eléctrica y la había metido en el bolsillo de mi cazadora.

– ¿Tienes prisa? -preguntó.

– El dedo de George Mayer está poniéndome nerviosa. Me sentiré mucho mejor cuando se lo haya devuelto.

– Si necesitas hablar, llámame. ¿Tienes el número de mi coche?

– Lo sé de memoria.

– ¿Y el de mi busca?

– Sí.

Puse en marcha el Buick y salí lentamente del aparcamiento. Morelli me seguía a una distancia respetable. A media manzana de la funeraria de Stiva divisé las luces parpadeantes de una motocicleta de escolta. Fantástico. Un entierro. Me aparté y observé pasar el coche mortuorio, seguido del coche con las flores y la limusina en que viajaba la familia. Eché una ojeada al interior de la limusina y reconocí a la señora Mayer.

Miré por el espejo retrovisor y vi que Morelli había aparcado detrás de mí y agitaba la cabeza, como diciéndome: «Ni se te ocurra.»

Marqué su número de teléfono.

– ¡Van a enterrar a George sin su dedo!

– Confía en mí. A George ya no le importa su dedo. Puedes devolvérmelo. Lo guardaré como prueba.

– ¿Prueba de qué?

– De profanación de cadáver.

– No te creo. Lo más probable es que lo arrojes en un contenedor de basura.

– La verdad es que estaba pensando meterlo en la taquilla de Goldstein.

El cementerio se hallaba a unos tres kilómetros de la funeraria de Stiva. Delante de mí, unos siente u ocho coches avanzaban a paso de tortuga en la melancólica procesión. La temperatura era de cero grados, más o menos, y el cielo, de un azul invernal. Yo me sentía como si en lugar de a un funeral fuese a un partido de fútbol. Franqueamos la entrada del cementerio y nos dirigimos hacia el centro de éste, donde habían preparado la tumba y colocado unas sillas. Cuando aparqué, Spiro estaba ayudando a la viuda de Mayer a sentarse. Me acerqué y me incliné hacia él.

– Tengo el dedo de George.

No hubo respuesta.

– El dedo de George -repetí con el tono que usaría una madre con su hijo de tres años-. El verdadero. El que ha perdido. Lo tengo en mi bolso.

– ¿Qué diablos hace el dedo de George en tu bolso?

– Es una historia bastante larga. Ahora, lo que tenemos que hacer es volver a juntar todas las piezas de George.

– ¡Qué! ¿Estás loca? ¡No pienso abrir el ataúd para devolverle su dedo a George! A nadie le importa un pimiento el dedo de George.

– ¡A mí, sí!

– ¿Por qué no haces algo útil, como encontrar mis malditos féretros? ¿Por qué pierdes el tiempo encontrando cosas que no quiero? No esperarás que te pague por encontrar el dedo, ¿verdad?

– ¡Dios, Spiro! Eres un verdadero comemierda.

– Sí. Y bien, ¿adonde quieres ir a parar?

– A que más te vale hallar el modo de ponerle a George su dedo. Si no, te montaré un numerito.

Spiro no pareció convencido.

– Se lo diré a la abuela Mazur -añadí.

– Mierda, no hagas eso.

– ¿Qué hay del dedo?

– No metemos el ataúd en la tumba hasta que todos se encuentran en sus coches, listos para marcharse. Podemos echar el dedo en ese momento. ¿Te basta con eso?

– ¿ Echar el dedo?

– No creerás que voy a abrir el ataúd, ¿verdad? Tendrás que contentarte con que enterremos el dedo en la misma tumba.

– Siento que estoy a punto de gritar.

– ¡Cristo! -Spiro apretó los labios, pero nunca pudo cerrarlos del todo debido a los dientes salientes-. De acuerdo. Abriré el ataúd. ¿Te han dicho que eres como una patada en el culo?

Me alejé de Spiro y me dirigí hacia donde se hallaban los asistentes más apartados, desde donde Morelli observaba.

– Todo el mundo me dice que soy como una patada en el culo.

– Entonces debe de ser cierto. -Morelli me rodeó los hombros con un brazo-. ¿Has conseguido deshacerte del dedo?

– Spiro se lo devolverá a George después de la ceremonia, cuando los coches se hayan ido.

– ¿Te quedarás aquí?

– Sí. De ese modo podré hablar con Spiro.

– Yo voy a irme con el resto de los cuerpos calientes. Estaré por la zona, si me necesitas.

Alcé el rostro hacia el sol y dejé que mi mente flotara mientras pronunciaban la breve oración. Cuando la temperatura bajaba de los diez grados, Stiva no perdía el tiempo junto a la tumba. Ninguna viuda del barrio calzaba zapatos cómodos en un entierro y el director de éste tenía la responsabilidad de mantener calientes los pies de los ancianos. El servicio se celebró en menos de diez minutos, y la nariz de la viuda ni siquiera tuvo tiempo de ponerse roja. Contemplé a los ancianos retirarse sobre la hierba marchita y la dura tierra. En media hora se hallarían todos en casa de los Mayer, comiendo galletas y bebiendo whisky con soda. A la una la señora Mayer ya estaría sola, y se preguntaría qué haría el resto de su vida, parloteando a solas en la casa familiar.

Las puertas de los coches se cerraron de golpe y los vehículos se marcharon.

Spiro estaba con los brazos en jarras, adoptando una pose de sufrido enterrador.

– ¿Y bien? -me preguntó.

Saqué la bolsa con el dedo de George y se la di.

A cada lado del ataúd había un empleado del cementerio. Spiro entregó la bolsa a uno y le ordenó que abriese el féretro y la metiera dentro.

No se inmutaron. Supongo que las personas que se ganan la vida sepultando cajas forradas de plomo no suelen ser curiosas.

– Bueno. -Spiro se volvió hacia mí-. ¿Cómo conseguiste el dedo?

Le expliqué lo del incidente con Kenny y cómo al llegar a casa encontré el dedo.

– ¿Lo ves? Ésa siempre es la diferencia entre Kenny y yo -comentó Spiro-. A Kenny siempre le ha gustado darse aires, preparar situaciones y ver cómo se desarrollan. Para él todo es un juego. Cuando éramos niños, yo pisaba los insectos para matarlos y Kenny les clavaba un alfiler para ver cuánto tardaban en morir. Creo que a él le gusta ver cómo se retuercen, en tanto que a mí me gusta hacer bien el trabajo. Si yo te hubiese pillado en un oscuro aparcamiento vacío, te habría metido un dedo en el culo.

Sentí que me daba vueltas la cabeza.

– Por supuesto, sólo hablo en teoría. Nunca te haría eso, porque eres muy astuta. A menos que lo desearas.

– Tengo que irme.

– Podríamos quedar para más tarde. Para cenar o algo así. El que seas como una patada en el culo y yo un comemierda no significa que no podamos quedar.

– Preferiría clavarme una aguja en el ojo.

– Ya cambiarás de opinión. Tengo lo que quieres.

Me daba miedo preguntar.

– Al parecer también tienes lo que quiere Kenny.

– Kenny es un pelmazo.

– Antes era amigo tuyo.

– Las cosas cambian.

– ¿Como qué?

– Como nada.

– Tengo la impresión de que Kenny cree que tú y yo nos hemos asociado en una especie de complot contra él.

– Kenny está chiflado. La próxima vez que lo veas deberías meterle una bala en el cuerpo. Eres capaz de hacer eso, ¿no? ¿Tienes pistola?

– Debo irme, de veras.

– Hasta luego. -Spiro formó una pistola con la mano e hizo como que apretaba el gatillo.

Regresé al Buick casi corriendo. Me senté al volante, bajé el seguro de la portezuela y llamé a Morelli.

– Tenías razón al decir que debería haberme dedicado a la cosmetología.

– Te encantaría. Podrías dibujar cejas en la cara de un montón de viejecitas.

– Spiro no me ha dicho nada. Bueno, nada que yo quisiera oír.

– He oído algo interesante en la radio mientras te esperaba. Anoche se produjo un incendio en la calle Low. En uno de los edificios de la vieja fábrica de tuberías. Obviamente, intencional. La fábrica de tuberías lleva años cerrada, pero parece que alguien la usaba para almacenar féretros.

– ¿Estás diciéndome que alguien chamuscó mis ataúdes?

– ¿Spiro puso condiciones acerca del estado de los féretros o te paga tanto si están muertos como vivos?

– Me reuniré contigo allí.

La fábrica de tuberías se encontraba en una solar baldío atrapado entre la calle Low y las vías del ferrocarril. La habían cerrado en los años setenta y así estaba desde entonces. El terreno que la rodeaba no tenía valor alguno. Más allá, se hallaban las industrias que habían sobrevivido: un cementerio de coches, una tienda de artículos de fontanería, el guardamuebles y empresa de mudanzas Jackson.

De tan oxidada, la verja de la fábrica de tuberías estaba abierta; el asfalto, agrietado y cubierto de basura y cristales rotos.

El cielo plomizo se reflejaba en charcos de agua mugrienta. Había un camión de bomberos y, aparcado al lado de éste, un automóvil de aspecto oficial. Un coche patrulla y el coche del jefe del cuerpo de bomberos se hallaban más cerca de la plataforma de carga y descarga, donde, obviamente, se había declarado el incendio.

Morelli y yo aparcamos lado a lado y nos dirigimos hacia el grupo de hombres que hablaban entre ellos y tomaban notas.

Cuando nos aproximamos alzaron la vista y saludaron a Morelli con una inclinación de la cabeza.

– ¿De qué se trata? -preguntó Morelli.

Reconocí al hombre que contestó. John Petrucci. Cuando mi padre trabajaba en Correos, Petrucci era su supervisor. Ahora era el jefe del cuerpo de bomberos. Así es la vida.

– Intencional -dijo Petrucci-. El fuego afectó básicamente una nave. Alguien empapó un montón de ataúdes con gasolina y encendió una mecha. La huella del incendio es clara.

– ¿Algún sospechoso? -preguntó Morelli.


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