Lo miraron como si estuviese loco.
Morelli sonrió.
– Me pareció buena idea preguntar. ¿Os molesta que miremos?
– Es todo tuyo. Nosotros ya hemos terminado. El inspector de la compañía de seguros ya lo ha examinado. La estructura no ha sufrido grandes daños. Todo esto es de hormigón. Alguien vendrá a tapiarlo.
Morelli y yo subimos a la plataforma de carga. Saqué la linterna del bolso, la encendí y apunté hacia un montón de basura chamuscada y empapada que había en medio de la nave. En el extremo del perímetro estaban los únicos restos de lo que aún podía identificarse como un ataúd. Una caja exterior y otra interior, ambas de madera. Nada del otro mundo. Las dos estaban ennegrecidas a causa del incendio. Toqué un extremo y el féretro se deshizo en pedazos.
– Si quisieras ser realmente diligente, podrías recoger las piezas y sabrías cuántos féretros había -sugirió Morelli-. Podrías llevárselos a Spiro a ver si los identifica.
– ¿Cuántos ataúdes crees que había?
– Un montón.
– Con esto me basta. -Cogí el cierre de uno de los féretros, lo envolví en un pañuelo desechable y lo metí en el bolsillo de mi cazadora-. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes y luego prenderles fuego?
– ¿Para divertirse? ¿Por venganza? Puede que en su momento robarlos pareciera buena idea, pero que luego, quienquiera que los cogió no pudo deshacerse de ellos.
– Spiro se llevará un gran disgusto.
– Y a ti eso te encanta, ¿verdad?
– Yo necesitaba ese dinero.
– ¿Qué ibas a hacer con él?
– Acabar de pagar mi jeep.
– Cariño, ya no tienes jeep.
El cierre del ataúd me pesaba. Pero no en términos de gramos, sino de miedo. No quería llamar a la puerta de Spiro. Siempre he seguido la regla de que, cuanto más miedo tienes, tanto más conviene ganar tiempo.
– Creo que voy a casa a comer -comenté-. Luego puedo llevar a la abuela Mazur a la funeraria de Stiva. Habrá alguien más en la sala de George Mayer, y a la abuela le encanta ir a los velatorios vespertinos.
– ¡Qué detalle! ¿Me invitas a comer?
– No. Ya te zampaste el pudín. Si te llevo a comer, nunca me soltarán. Dos comidas equivalen prácticamente a un compromiso.
Camino de la casa de mis padres me detuve en una gasolinera y me sentí aliviada al comprobar que Morelli no me seguía. Quizá no me fuese tan mal, pensé. Probablemente no consiguiera mi comisión, pero al menos no tendría que seguir relacionándome con Spiro. Doblé en Hamilton y pasé por delante de la gasolinera de Delio.
El corazón se me cayó a los pies al llegar a la calle High y ver el Fairlane de Morelli parado frente a la casa de mis padres. Intenté aparcar detrás de él, me equivoqué con las distancias y le arranqué la luz trasera.
Morelli salió de su coche y examinó los daños.
– ¡Lo has hecho a propósito!
– ¡No es cierto! Es este Buick. No sé dónde acaba. -Hice una pausa, lo miré fijamente, y pregunté-: ¿ Qué haces aquí? Te he dicho que nada de comida.
– Me encargaré de protegerte, eso es todo. Esperaré en el coche.
– Bien.
– Bien.
– Stephanie -gritó mi madre desde la puerta-. ¿Qué haces ahí, parada con tu novio?
– ¿Lo ves? ¿Qué te dije? Ahora eres mi novio.
– Qué suerte la tuya.
Mi madre agitó la mano indicando que nos acercásemos.
– Entrad. ¡Qué sorpresa tan agradable! Es una suerte que haya preparado sopa de más. Y tu padre acaba de traer pan fresco de la panadería.
– Me gusta la sopa -indicó Morelli.
– No. Nada de sopa -insistí.
La abuela Mazur apareció en el umbral de la puerta.
– ¿Qué haces con él? Creí que habías dicho que no es tu tipo.
– Me ha seguido.
– De haberlo sabido me habría pintado los labios.
– No va a entrar.
– Claro que va a entrar -afirmó mi madre-. Tengo mucha sopa. ¿Qué diría la gente si no entrara?
– Sí -me dijo Morelli-. ¿Qué diría la gente?
Mi padre se encontraba en la cocina poniendo una arandela nueva en el grifo. Pareció aliviado al ver a Morelli en el vestíbulo. Probablemente preferiría que llevara alguien útil a casa, como un carnicero o un mecánico, pero supongo que un poli es mucho mejor que un sepulturero.
– Sentaos a la mesa -ordenó mi madre-. Servios pan con queso, y embutidos también. Los compré en Giovichinni. Tiene los mejores embutidos.
Mientras todos se servían sopa y engullían embutidos saqué de mi bolso el papel con la fotografía del ataúd que Spiro me había dado. No era una foto precisamente buena, pero aun así advertí que las partes de metal se parecían a las que había visto en el lugar del incendio.
– ¿Qué es eso? -preguntó la abuela Mazur-. Parece la foto de un ataúd. -La miró con mayor atención-. No pensarás comprar eso para mí, ¿verdad? Quiero uno tallado. Esos féretros militares son espantosos.
Morelli levantó bruscamente la cabeza.
– ¿Militares?
– El único lugar donde tienen ataúdes tan feos es en el ejército. En la tele vi que les sobraban un montón de ataúdes de la guerra del Golfo. No murieron suficientes americanos y ahora tienen que deshacerse de miles de ataúdes, de modo que los están subastando. Son… ¿cómo se dice…?, excedentes.
Morelli y yo nos miramos. ¡Qué tontos habíamos sido!
Él puso su servilleta sobre la mesa y empujó la silla hacia atrás.
– Tengo que hacer una llamada -dijo a mi madre-. ¿Puedo usar su teléfono?
Me sonaba un poco exagerada la idea de que Kenny hubiese sacado las armas y las municiones de la base dentro de féretros. Pero cosas más raras se han visto. Y eso explicaría la preocupación de Spiro.
– ¿Qué tal? -pregunté a Morelli cuando éste regresó a la mesa.
– Marie lo investigará para mí.
– ¿Se trata de un asunto de la policía? -inquirió la abuela Mazur-. ¿Estamos investigando un caso?
– Quiero que me den hora con el dentista. Se me ha soltado un empaste.
– Necesitas unos dientes como los míos -declaró la abuela. Puedo enviárselos al dentista por correo.
Empezaba a pensar que no era muy buena idea arrastrar a la abuela a la funeraria de Stiva. Sabía que sería digna rival de un enterrador asqueroso, pero no quería que tuviese nada que ver con uno peligroso.
Acabé mi sopa y mi pan y cogí un puñado de galletas; eché una ojeada a Morelli y me pregunté cómo conseguía mantenerse delgado. Había dado cuenta de dos cuencos de sopa, media barra de pan con una gruesa capa de mantequilla y siete galletas. Las conté.
Advirtió que lo miraba y enarcó las cejas, interrogándome en silencio.
– Supongo que haces ejercicio -dije. Era más una afirmación que una pregunta.
– Corro cuando puedo. Levanto pesas a veces. -Sonrió-. Los hombres de la familia Morelli tienen un buen metabolismo.
¡Perra vida!
El busca de Morelli sonó y él llamó desde el teléfono de la cocina. Cuando regresó parecía un gato que acaba de zamparse un canario.
– Mi dentista. Buenas noticias.
Apilé los cuencos de la sopa y los platos y los llevé a toda prisa a la cocina.
– Debo irme -dije a mi madre-. Tengo trabajo.
– Trabajo. ¡Já! ¡Menudo trabajo el tuyo!
– Estuvo muy sabroso -comentó Morelli-. La sopa estuvo fantástica.
– Deberías regresar otro día. Mañana comeremos carne asada. Stephanie, ¿por qué no le traes mañana?
– No.
– Qué grosera. ¿Cómo puedes tratar de esa forma a tu novio?
El que mi madre estuviese dispuesta a aceptar a un Morelli como novio mío revelaba cuan desesperada se sentía por verme casada, o al menos por que saliese de vez en cuando con un hombre.
– No es mi novio.
Mi madre me dio una bolsa de galletas.
– Mañana prepararé buñuelos con nata. Hace mucho tiempo que no hago buñuelos con nata.
Una vez fuera, me desperecé y miré a Morelli directamente a los ojos.
– Ni sueñes que vendrás a cenar.
– Claro.
– ¿Qué hay de la llamada?
– En Braddock sobran un montón de ataúdes. El ejército subastó unos cuantos hace seis meses. O sea, dos meses antes de que a Kenny lo licenciaran. La funeraria de Stiva compró veinticuatro. Los ataúdes se almacenaban en la misma zona que las municiones, pero se trata de una zona muy extensa. Un par de almacenes y aproximadamente una hectárea de terreno abierto, todo cercado.
– Por supuesto, la cerca no representaba un problema para Kenny porque se encontraba en el interior.
– Claro. Y al aceptar las ofertas para los ataúdes, los marcaron para que los recogieran. De modo que Kenny sabía cuáles eran los de Spiro. -Morelli sacó una galleta de mi bolsa-. Mi tío Vito se habría sentido orgulloso.
– ¿Vito robó ataúdes en sus tiempos?
– Vito los llenaba, más bien. El robo era un negocio suplementario.
– Entonces, ¿crees posible que Kenny usara los féretros para sacar las armas de la base?
– Me parece arriesgado e innecesariamente melodramático, pero, sí, creo que es posible.
– De acuerdo. Puede que Spiro, Kenny y probablemente Moogey robaran todo eso de Braddock y lo almacenaran en R amp; J. De pronto todo desaparece. Alguien engañó a alguien y no fue Spiro, porque éste me ha contratado para encontrar sus ataúdes.
– No creo que fuese Kenny. En mi opinión, al decir que Spiro tenía algo suyo se refería a las armas robadas.
– Entonces, ¿quién queda? ¿Moogey?
– Los muertos no se citan en plena noche con los hermanos Long.
No quería pasar por encima de los restos de la luz trasera del coche de Morelli, de manera que recogí los pedazos más grandes y, como no sabía qué hacer con ellos, se los di.
– Supongo que lo tendrás asegurado.
Morelli puso cara de pena.
– ¿Vas a seguirme? -pregunté.
– Sí.
– Entonces, vigila mis ruedas cuando entre en la funeraria.
Los que asistían a los funerales de la tarde habían llenado por completo el pequeño aparcamiento que se extendía al costado de la funeraria de Stiva, por lo que me vi obligada a aparcar en la calle. Salí del Buick e, intentando parecer tranquila, busqué a Morelli. No lo encontré, pero supe que estaba cerca, porque no se me hizo un nudo en el estómago.
Spiro se hallaba en el vestíbulo con su mejor imitación de Dios dirigiendo el tráfico.
– ¿Qué tal? -pregunté.
– Ocupado. Joe Loosey llegó anoche. Un aneurisma. Y Stan Radiewski está aquí. Era miembro de la Orden de los Alces, la sociedad filantrópica, ya sabes. Los Alces siempre llegan en manada.