10
Cuando entré en el despacho, Connie y Lula estaban enzarzadas en una discusión.
– Dominick Russo prepara su propia salsa -chilló Connie-. Con tomates de la pera, albahaca fresca y ajo.
– No sé nada de esa mierda de tomates de la pera. Lo que sé es que la mejor pizza de Trenton es la de Tiny. -Replicó Lula-. Nadie prepara las pizzas como Tiny. Ese hombre prepara una pizza conmovedora.
– ¿Pizza conmovedora? ¿Qué demonios es una pizza conmovedora?
Ambas se volvieron y me miraron airadamente.
– Decide tú -sugirió Connie-. Habíale a esta sabihonda de la pizza de Dominic.
– Dom prepara buenas pizzas, pero a mí me gustan las de Pino.
– ¡Pino! -Connie hizo una mueca-. La salsa que usan viene en latas de cinco litros.
– Pues a mí me encanta esa salsa de lata. -Dejé caer mi bolso sobre el escritorio de Connie-. Me alegra ver que os lleváis tan bien.
– ¡Já! -exclamó Lula.
Me senté en el sofá.
– Necesito unas direcciones. Quiero fisgar.
Connie cogió un listín del estante que había a sus espaldas.
– ¿A quién necesitas?
– A Spiro Stiva y a Louie Moon.
– A mí no me apetecería mirar debajo de los cojines de la casa de Spiro -afirmó Connie-. Ni en su nevera.
– ¿Es el enterrador? -preguntó Lula-. No irás a allanar la casa de un enterrador, ¿verdad?
Connie apuntó una dirección en un papel y buscó el otro nombre. Miré la dirección de Spiro.
– ¿Sabes dónde está esto?
– Apartamentos Century Courts -respondió Connie-. Por Klockner hasta Demby. -Me dio la otra dirección-. No tengo idea de dónde está. En alguna parte del suburbio de Hamilton.
– ¿Qué estás buscando? -inquirió Lula.
Metí los papeles con las direcciones en mi bolsillo.
– No lo sé. Puede que una llave.
O un par de cajas de armas en la sala.
– ¿No crees que debería ir contigo? -se ofreció Lula-. Un culo flaco como tú no debería andar fisgando sólita.
– Te agradezco la oferta, pero protegerme no forma parte de tu trabajo.
– Nadie me ha dicho en qué consiste mi trabajo. Me parece que ya he hecho lo que tenía que hacer, a menos que quieran que barra el suelo y limpie el retrete.
– Es una archivadora maniática. Nació para archivar.
– Todavía no has visto nada. Espera a verme como ayudante de una cazadora de fugitivos.
– Adelante -le dijo Connie.
Lula se puso su chaqueta y cogió su bolso.
– Será divertido. Como Cagney y Lacey.
En el plano de la pared busqué la dirección de Moon.
– No tengo problemas, si Connie está de acuerdo. Pero quiero ser Cagney.
– ¡De ninguna manera! Yo quiero ser Cagney.
– Yo lo he pedido primero.
Lula entrecerró los ojos.
– Fue idea mía, y no voy a hacerlo si no puedo ser Cagney.
La miré.
– No hablas en serio, ¿verdad?
– ¿Que no?
Le dije a Connie que no nos esperara y mantuve la puerta abierta para que Lula saliese.
– Primero vamos a investigar a Louie Moon.
Lula se detuvo en medio de la acera y contempló el monstruo azul.
– ¿Vamos a ir en esta pasada de Buick?
– Así es.
– Conocí a un chulo que tenía uno como éste.
– Era de mi tío Sandor.
– ¿Hombre de negocios?
– Que yo sepa, no.
Louie Moon vivía en el perímetro más lejano del suburbio de Hamilton. Cuando doblamos en Orchid eran casi las cuatro. Miré los números de las casas, en busca del 216; me divirtió el hecho de que en una calle de nombre tan exótico se alzasen viviendas anodinas, más parecidas a cajas de cereales que a casas. El barrio se había formado en los años sesenta, cuando había solares disponibles, de modo que los terrenos eran amplios y empequeñecían aún más las casas de una sola planta de dos dormitorios, todas idénticas.
Con los años los propietarios habían imprimido su personalidad a las casas, añadiendo un garaje aquí, un porche allá. Las habían modernizado con revestimiento de vinilo de tonos pálidos variados. Habían añadido ventanas saledizas y plantado azaleas. No obstante, prevalecía la uniformidad.
La casa de Louie se distinguía por su pintura color turquesa, una colección completa de luces navideñas y un Papá Noel de plástico de un metro y medio de altura atado a una antena de televisión oxidada.
– Al parecer se ha adelantado a las navidades -comentó Lula.
Dada la inclinación de las luces, ubicadas al azar, y el aspecto descolorido de Papá Noel supuse que para él todo el año era Navidad.
No había garaje, ni vehículos en el sendero de entrada ni junto al bordillo. La casa parecía oscura y tranquila. Dejé a Lula en el coche y me dirigí hacia la puerta principal. Llamé por dos veces. Nada. La casa consistía en una planta construida sobre una plancha de hormigón. Las cortinas estaban descorridas. Louie no tenía nada que ocultar. Rodeé la vivienda y eché un vistazo a través de las ventanas. El interior estaba limpio y amueblado con lo que supuse era una acumulación de muebles desechados. No había señales de riqueza recién adquirida. Ni cajas de municiones amontonadas sobre la mesa de la cocina. Ni fusiles de asalto. Se me antojó que Louie vivía solo, ya que en el fregadero había una taza y un cuenco. Había dormido en un extremo de la cama matrimonial.
No me costaba imaginar a Louie allí, satisfecho con su vida porque poseía una casita azul. Por un instante pensé en entrar por la fuerza, pero no encontré motivos suficientes.
El aire estaba húmedo y frío, y el suelo me pareció muy duro. Alcé el cuello de mi cazadora y regresé al coche.
– No has tardado mucho -dijo Lula.
– Había poco que ver.
– ¿Ahora vamos a la casa del sepulturero?
– Sí.
– Es una suerte que no viva donde hace lo suyo. No quiero ver lo que recogen en esos cubos que ponen debajo de las mesas.
Cuando llegamos a los Century Courts ya faltaba poco para que anocheciese. Los edificios de dos pisos eran de ladrillo rojo y los marcos de las ventanas estaban pintados de blanco. Las puertas se hallaban agrupadas de cuatro en cuatro. Había cinco grupos por edificio, lo que significaba que eran veinte apartamentos. Diez arriba y diez abajo. Todos los edificios daban a la calle Demby. Cuatro edificios por bloque.
El apartamento de Spiro estaba al final de la planta baja. No se veía luz dentro y su coche no se encontraba en el aparcamiento. Desde que Con había sido hospitalizado Spiro se veía obligado a trabajar muchas horas. El Buick era fácil de reconocer, y no quería que Spiro me pillara si decidía darse una vuelta por allí para cambiarse los calcetines. De modo que pasé de largo y aparqué unos metros más allá.
– Apuesto a que aquí encontraremos algo importante -dijo Lula-. Tengo un presentimiento.
– Sólo vamos a echar un vistazo, no vamos a hacer nada ilegal… como allanar la casa.
– Lo sé. Lo sé.
Cruzamos la zona de césped que se extendía a un costado del edificio como si pasáramos casualmente por allí. Las cortinas de las ventanas del frente del apartamento de Spiro estaban corridas, de modo que fuimos a la parte trasera. Allí también estaban corridas. Lula probó la puerta corredera del patio y las dos ventanas; todas estaban cerradas.
– ¡Vaya putada! ¿Cómo se supone que vamos a encontrar algo así? Y justo cuando tengo un presentimiento.
– Ya -dije-. Me encantaría entrar en este apartamento.
Lula formó un amplio arco con su bolso, lo estrelló contra la ventana de Spiro e hizo añicos el cristal.
– Tus deseos son órdenes.
La miré boquiabierta, y cuando por fin pude hablar, lo hice casi sin aliento.
– ¡No me creo que hayas hecho eso! ¡Has roto su ventana, como si nada!
– El Señor provee.
– Te dije que no íbamos a hacer nada ilegal. No se puede ir por ahí rompiendo ventanas.
– Cagney lo habría hecho.
– Cagney nunca habría hecho eso.
– ¡Que sí!
– ¡Que no!
Lula corrió la ventana y metió la cabeza.
– Parece que no hay nadie en casa. Supongo que deberíamos entrar para ver si todo ese cristal no ha causado daños. -Ya había metido medio cuerpo por la ventana-. Podrían haber hecho esto más grande. Una mujer con un cuerpo como el mío casi no cabe en esta mariconada.
Me mordí el labio superior y contuve el aliento; no estaba segura de si debía empujarla o sacarla.
Lula gruñó y, de repente, la otra mitad de su cuerpo desapareció detrás de la cortina. Un momento después la puerta del patio se abrió y Lula asomó la cabeza.
– ¿Piensas quedarte ahí fuera todo el día, o qué?
– ¡Podrían detenernos por esto!
– ¡Ja! ¡Como si nunca hubieses allanado un apartamento!
– Nunca he roto nada.
– Esta vez tampoco. Yo me encargué de romper lo que hacía falta. Tú sólo vas a allanar.
Así las cosas, supuse que podía hacerlo.
Entré por la puerta del patio y dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad.
– ¿Sabes cómo es Spiro?
– ¿Un tipejo con cara de rata?
– El mismo. Tú vigila el porche delantero. Llama tres veces si lo ves llegar.
Lula abrió la puerta principal y asomó la cabeza.
– No hay moros en la costa.
Salió y cerró la puerta.
Cerré ambas puertas con cerrojo, encendí la luz del comedor e hice girar el regulador hasta la menor intensidad. Empecé con la cocina, examinando a fondo y metódicamente todos los armarios. Comprobé que no hubiese tarros falsos en la nevera y revisé el cubo de la basura.
Registré el comedor y la sala y no descubrí nada que valiera la pena. Los platos del desayuno se hallaban todavía en el fregadero y el periódico, esparcido en la mesa. Se notaba que Spiro se había quitado de sendas patadas sus elegantes zapatos negros y los había dejado delante del televisor. Aparte de eso, el apartamento estaba limpio y en orden. Ni un arma, ni una llave, ninguna nota amenazadora. Ni una dirección garabateada apresuradamente en el bloc colgado en la pared de la cocina, al lado del teléfono.
Encendí la luz del cuarto de baño; en el suelo había un montón de ropa sucia. No tocaría la ropa sucia de Spiro ni por todo el dinero del mundo, ni aunque supiera que la prueba definitiva estaba en uno de sus bolsillos. Examiné el contenido del botiquín y eché una ojeada a la papelera. Nada.
La puerta del dormitorio se hallaba cerrada. Contuve el aliento, la abrí y casi me desmayé de alivio al ver que estaba vacía. El mobiliario era de estilo danés moderno y la colcha, de satén negro. El techo encima de la cama estaba cubierto de espejos, de los autoadherentes. Sobre una silla junto a la cama, había una pila de revistas pornográficas, y pegado a la cubierta de una de éstas, un condón usado.