– ¿Por qué trabajas aquí?

– Por el dinero que se puede ganar, nena. Y me gusta el dinero.

Me contuve, a fin de no echarme para atrás. El lodo y la baba del cerebro de Spiro se derramaban por cada orificio de su cuerpo, chorreaban por el cuello de su camisa de sepulturero, impecablemente blanca.

– ¿Has tenido noticias de Kenny desde que se metió en tu apartamento?

– No. -Spiro se puso melancólico-. Antes éramos amigos. El, Moogey y yo lo hacíamos todo juntos. Luego Kenny se alistó en el ejército y cambió. Creía que era más listo que los demás. Tenía un montón de ideas grandiosas.

– ¿Como qué?

– No puedo contártelas, pero eran grandiosas. No es que yo no pudiera tener ideas grandiosas también, pero estoy ocupado con otras cosas.

– ¿Te incluyó en esas ideas? ¿Hicisteis dinero con ellas?

– A veces me incluía. Con Kenny nunca se sabía. Era astuto. Guardaba secretos y uno no se enteraba. Era así con las mujeres. Todas creían que era un tío genial. -Spiro esbozó una sonrisa repugnante-. Nos hacían reír cuando actuaba como el novio fiel cuando estaba tirándose a cuanta tía veía. De veras engatusaba a las mujeres. Incluso ahora, cuando las muele a golpes, ellas regresan pidiendo más. Tenía algo. Le he visto quemarlas con cigarrillos y clavarles alfileres, y ellas siguen aguantándolo todo.

La hamburguesa con queso se removió en mi estómago. No sabía quién era más repugnante, si Kenny, por clavar alfileres a las mujeres, o Spiro, por admirarlo.

– Debería irme. Tengo cosas que hacer.

Como fumigar mi cerebro después de haber escuchado a Spiro.

– Espera un momento. Quería hablarte de la seguridad. Eres experta en eso, ¿no?

No era experta en nada.

– Sí.

– Entonces, ¿qué debo hacer con Kenny? Se me ha ocurrido que podría contratar a un guardaespaldas. Sólo por la noche. Alguien que cierre conmigo y se asegure de que llegue sin problemas a mi apartamento. Creo que tuve suerte de que Kenny no estuviese esperándome en mi casa.

– ¿Le tienes miedo?

– Es como el humo. No hay manera de ponerle la mano encima. Siempre está acechando en las sombras. Observa a la gente. Hace planes. -Nuestras miradas se encontraron-. No lo conoces. A veces es un tío divertido y a veces es el cabrón más grande que existe. Créeme, lo he visto actuar y no te gustaría estar entre sus manos.

– Ya te lo he dicho… no me interesa encargarme de tu seguridad.

Sacó un fajo de billetes de viente dólares del cajón superior del escritorio y los contó.

– Cien dólares por noche. Lo único que tienes que hacer es asegurarte de que llegue a mi apartamento a salvo. A partir de allí ya me cuidaré solo.

De pronto vi cuan útil sería vigilar a Spiro. Estaría allí si Kenny se presentaba, tendría la posibilidad de sacarle información a Spiro y podría registrar su casa cada noche, legalmente. De acuerdo, estaba vendiéndome, pero, ¡qué diablos!, podría ser peor. Habría podido venderme por cincuenta dólares.

– ¿Cuándo empiezo?

– Esta noche. Cierro a las diez. Te quiero aquí cinco minutos antes.

– ¿Por qué yo? ¿Por qué no te consigues un tío alto y fuerte?

Spiro volvió a guardar el dinero en el cajón.

– Parecería un maricón. Así, la gente creerá que andas tras de mí. Es mejor para mi imagen. A menos que sigas poniéndote vestidos como ése. Eso haría que me lo pensara mejor.

Maravilloso.

Salí del despacho y divisé a Morelli, con las manos en los bolsillos y apoyado contra la pared junto a la puerta, obviamente cabreado. Me vio, pero su expresión no cambió, aunque su respiración pareció agitarse. Me esforcé por sonreír, crucé a toda prisa el vestíbulo y salí antes de que Spiro nos descubriese juntos.

– Veo que has recibido mi mensaje -comenté cuando llegamos a su furgoneta.

– No sólo me robaste la furgoneta, sino que la aparcaste en un lugar prohibido.

– Tú lo haces todo el tiempo.

– Sólo cuando se trata de asuntos oficiales de la policía y no me queda más remedio… O cuando llueve.

– No veo por qué estás tan alterado. Querías que hablara con Spiro y eso fue lo que hice. Vine y hablé con él.

– Para empezar, tuve que pedir a un coche patrulla que me trajera. Y, lo que es más importante, no me gusta que andes por ahí sola. No quiero perderte de vista hasta que pillemos a Mancuso.

– Me conmueve tu preocupación por mi seguridad.

– La seguridad no tiene mucho que ver con esto, cariño. Tienes la increíble habilidad de topar con la gente que buscas y eres una inepta cuando se trata de detenerla. No quiero que eches a perder otro encuentro con Kenny. Quiero estar seguro de hallarme presente la próxima vez que tropieces con él.

Subí a la furgoneta y dejé escapar un suspiro. Cuando alguien tiene razón, tiene razón. Y Morelli tenía razón. Como cazadora de fugitivos aún no estaba a la altura.

Guardamos silencio camino de mi apartamento. Conocía esas calles como la palma de mi mano. A menudo las recorría sin pensar y de repente me daba cuenta de que me encontraba en mi aparcamiento, preguntándome cómo demonios había llegado. Esa noche presté más atención. Si Kenny se hallaba ahí fuera, no quería dejar de verlo. Según Spiro, Kenny era como el humo, vivía en las sombras. Me dije que se trataba de una versión romántica. Kenny no era sino una especie corriente de psicópata que andaba por ahí, a hurtadillas, y se creía primo segundo de Dios.

El viento arreció y empujó las nubes, que ocultaban por momentos la luna plateada. Morelli se detuvo al lado del Buick y apagó el motor. Tendió un brazo y jugueteó con el cuello de mi rebeca.

– ¿Tienes planes para esta noche?

Le hablé del trato que había hecho con Spiro para hacer las veces de guardaespaldas.

Morelli se limitó a mirarme.

– ¿Cómo te las arreglas? ¿Cómo consigues meterte en estas situaciones? Si supieras lo que haces, serías una verdadera amenaza.

– Supongo que soy afortunada, sencillamente. -Miré mi reloj. Eran las siete y media y Morelli seguía de servicio-. Trabajas mucho. Creía que los polis tenían turnos de ocho horas.

– La brigada contra el vicio es flexible. Trabajo cuando tengo que hacerlo.

– No tienes vida privada.

Se encogió de hombros.

– Me gusta mi trabajo. Cuando necesito descansar me largo un fin de semana a la costa o una semana a las islas.

¡Qué interesante! Nunca se me ocurrió que Morelli fuese de esas personas que iban a «las islas».

– ¿Qué haces cuando vas a las islas? ¿Qué te atrae?

– Me gusta el submarinismo.

– ¿Y en la costa? ¿Qué haces en la costa de Nueva Jersey?

Morelli sonrió maliciosamente.

– Me escondo debajo del paseo entablado y abuso sexualmente de mí mismo. Cuesta perder las viejas costumbres.

A mí me costaba imaginar a Morelli haciendo submarinismo en Martinica, pero la imagen de Morelli abusando sexualmente de sí mismo debajo del paseo entablado me resultaba clara como el cristal. Lo veía como un calenturiento chiquillo de once años, a las puertas de los bares de la playa, escuchando las bandas, admirando a las mujeres con sus tops y sus diminutos shorts. Y más tarde, metiéndose debajo del paseo entablado con su primo Mooch, los dos haciéndose una paja antes de reunirse con el tío Manny y la tía Florence para regresar en coche al bungalow de la urbanización Seaside Heights. Dos años más tarde, habría sustituido a su primo Mooch por su prima Sue Ann Beale, pero la rutina sería la misma.

Empujé la puerta de la furgoneta y bajé. El viento silbaba alrededor de las antenas de Morelli y me azotó la falda. El cabello, enmarañado, me cubrió el rostro.

En el ascensor, intenté recogérmelo en una coleta con una goma que encontré en el bolsillo de la rebeca. Morelli me observaba con curiosidad. Cuando se abrieron las puertas salió al pasillo. Esperó un rato mientras yo buscaba mis llaves.

– ¿Spiro tiene miedo? -preguntó.

– Lo bastante como para contratarme para protegerlo.

– Puede que sea un truco para meterte en su apartamento.

Entré en el vestíbulo de mi casa, encendí la luz y me quité la rebeca.

– Pues le sale caro el truco.

Morelli se dirigió directamente hacia la tele y puso el canal deportivo. Las camisetas azules de los Rangers aparecieron en la pantalla. Los Caps jugaban como locales, con camiseta blanca. Miré cómo la cámara se apartaba de una cara y fui a la cocina a ver si tenía mensajes en el contestador.

Había dos. El primero era de mi madre; llamaba para decirme que se había enterado de que en el First National Bank había puestos de cajera y que me lavara las manos si tocaba al señor Loosey. El otro era de Connie. Vinnie había vuelto de Carolina del Norte y quería que fuera al despacho al día siguiente. Que ni lo sueñe, pensé. Vinnie estaba preocupado por el dinero de la fianza de Mancuso. Si iba a verlo, me quitaría el caso de Mancuso y se lo daría a alguien con mayor experiencia.

Apagué el contestador, cogí una bolsa de patatas fritas de la alacena y un par de cervezas de la nevera. Me repantigué al lado de Morelli en el sofá y puse la bolsa de patatas entre los dos. Mamá y papá un sábado por la noche.

El teléfono sonó a mitad de la primera parte.

– ¿Qué tal? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Lo estáis haciendo al estilo de los perros, tú y Joe? Me han dicho que eso le gusta. Eres increíble. Te tiras tanto a Spiro como a Joe.

– ¿Mancuso?

– Me pareció buena idea llamar para preguntarte si te gustó mi paquete sorpresa.

– Fue fantástico. ¿Por qué lo has hecho?

– Por diversión, eso es todo. Estaba mirándote cuando lo abriste en el vestíbulo. Qué detalle el tuyo, dejar que participe la vieja. Me gustan las viejas. Podría decirse que son mi especialidad. Pregúntale a Joe lo que les hago. No, espera, ¿quieres que te lo enseñe personalmente?

– Estás enfermo, Mancuso. Necesitas ayuda.

– Es tu abuelita la que va a necesitar ayuda. Y puede que tú también. No quisiera que te sintieras excluida. Al principio estaba cabreado. No dejabas de meter las narices en mis asuntos. Pero ahora lo veo desde otro punto de vista, ahora creo que podría divertirme contigo y tu decrépita abuelita. Es mucho mejor cuando alguien observa y espera su turno. Hasta podría lograr que me hablaras de Spiro y cómo roba a sus amigos.

– ¿Cómo sabes que no fue Moogey el que robaba a sus amigos?

– Moogey no.sabía cómo hacerlo -dijo, y colgó el auricular.

Morelli se encontraba a mi lado en la cocina; sostenía con gesto indolente el botellín de cerveza en una mano, pero la expresión de sus ojos era calmada y dura.


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