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Morelli abrió bruscamente la puerta de la furgoneta, arrojó el sobre sobre el asiento y con tono de impaciencia me pidió que me apresurara. Su expresión era serena, pero sentí las vibraciones de furia que irradiaban de su cuerpo.
– ¡Maldito sea! -Morelli puso bruscamente la primera-. Cree que esto es muy divertido. El y sus malditos juegos. De niño me contaba lo que había hecho. Nunca supe qué era verdad y qué se había inventado. No estoy seguro de que él mismo lo supiera. Quizá todo fuese cierto.
– ¿Decías en serio eso de que es un asunto para la policía?
– A Correos no le gusta que se envíen partes del cuerpo humano por diversión.
– ¿Por eso saliste pitando de casa de mis padres?
– Salí pitando porque no creí que pudiese aguantar dos horas sentado a la mesa mientras todos pensaban que la polla de Joe Loosey se encontraba en la nevera al lado del puré de manzana.
– Te agradecería que no hablaras de esto. No quisiera que la gente tuviera una impresión equivocada de mí y del señor Loosey.
– Tu secreto está a salvo.
– ¿ Crees que deberíamos contárselo a Spiro?
– Creo que tú deberías contárselo. Que crea que ambos estáis metidos en esto. Puede que así te enteres de algo.
Morelli se detuvo frente a la ventanilla del Burger King y compró dos menús para llevar. Cerró la ventanilla, se unió al tráfico y la furgoneta se impregnó inmediatamente del olor de Norteamérica.
– No es carne asada -dijo Morelli.
Cierto; pero, a excepción del postre, la comida es comida. Metí la paja en mi batido y rebusqué en la bolsa hasta encontrar las patatas fritas.
– Esas cosas que te contaba Kenny… ¿a qué se referían?
– Nada que quieras oír. Nada que yo quiera recordar. Pura mierda, enfermiza.
Cogió un puñado de patatas.
– No me has explicado cómo localizaste a Kenny en el motel.
– Probablemente no debería divulgar mis secretos profesionales.
– Probablemente deberías hacerlo.
De acuerdo, había llegado el momento de las relaciones públicas. El momento de aplacar a Morelli con información inútil. Y con la ventaja añadida de que lo implicaría en una actividad ilegal.
– Entré en el apartamento de Spiro y registré su basura. Encontré unos números de teléfono, los investigué y entre ellos estaba el del motel.
Morelli se detuvo en un semáforo y se volvió hacia mí. En la oscuridad me resultaba imposible leer su expresión.
– ¿Entraste en el apartamento de Spiro? ¿Por medio de una puerta accidentalmente abierta?
– Mediante una ventana rota por un bolso.
– ¡Mierda, Stephanie! Eso es allanamiento de morada. A la gente la detienen por eso. La encarcelan.
– Fui cuidadosa.
– Eso hace que me sienta mucho mejor.
– Creo que Spiro pensará que lo hizo Kenny y no informará a la policía.
– De modo que Spiro sabía dónde se alojaba ese hijo de puta. Me sorprende que Kenny no fuese más prudente.
– Spiro tiene un aparato en el teléfono de la funeraria con el que identifica el número de las llamadas que recibe. Puede que Kenny no supiera que estaba delatándose.
El semáforo pasó a verde, Morelli avanzó e hicimos el resto del trayecto en silencio. Entró en el aparcamiento, estacionó y apagó sus faros.
– ¿Quieres entrar o prefieres estar fuera de esto?
– Prefiero mantenerme fuera. Te esperaré aquí.
Cogió el sobre con el pene y una bolsa de comida.
– Lo haré tan rápido como pueda.
Le di el papel con la información sobre las pistolas y las municiones que había encontrado en el apartamento de Spiro.
– Encontré armas en el dormitorio de Spiro. Quizá te interese averiguar si son de Braddock.
No es que me muriera por ayudarlo cuando sabía que me ocultaba información, pero no podía seguirles la pista sola; además, si eran robadas, Morelli me debería una.
Lo observé correr hacia la puerta lateral. Esta se abrió y dibujó un efímero rectángulo de luz en la fachada de ladrillo, que estaba a oscuras. Se cerró y desenvolví mi hamburguesa con queso; me pregunté si Morelli tendría que pedir a alguien que identificase la prueba. Louie Moon o la señora Loosey, por ejemplo. Esperaba que fuese lo bastante sensato como para quitar el imperdible antes de levantar la tapa a fin de enseñársela a la señora Loosey.
Engullí la hamburguesa y las patatas fritas y seguí con el batido. No había actividad en el aparcamiento ni en la calle, y el silencio en la furgoneta me resultaba ensordecedor. Me escuché respirar un rato, registré la guantera y los bolsillos laterales. Según el reloj del tablero, hacía diez minutos que Morelli se había ido. Acabé el batido y metí todos los papeles en la bolsa. ¿Qué podía hacer a continuación?
Eran casi las siete. La hora en que las visitas comenzaban a llegar a la funeraria de Spiro. El momento perfecto para hablarle de la polla de Loosey. Por desgracia, estaba atrapada en la furgoneta de Morelli, sin poder hacer nada. El destello de las llaves en el encendido atrajo mi atención. Quizá fuese buena idea tomar la furgoneta prestada para ir a la funeraria. Se trataba de trabajo y, después de todo, ¿cómo iba a saber cuánto tardaría Morelli con el papeleo? ¡Podía estar horas atrapada allí! Seguro que Morelli me estaría agradecido por hacer el trabajo. Por otro lado, como saliera y no encontrase su furgoneta, la cosa podría ponerse muy fea.
Rebusqué en mi bolso y saqué un rotulador negro. No encontré papel, de modo que escribí en un lado de la bolsa de comida. Di marcha atrás, deposité la bolsa en el lugar vacío, me senté de un salto al volante y me largué.
En la funeraria de Stiva las luces centelleaban y en el porche delantero había un grupo de personas. Stiva siempre atraía a un montón de gente los sábados. El aparcamiento se encontraba lleno y todos los espacios para aparcar en dos manzanas estaban ocupados, por lo que fui hasta la entrada reservada a los coches mortuorios. Sólo tardaría unos minutos y, además, una grúa no se llevaría una furgoneta con un escudo de la policía en la luna trasera.
Spiro me vio y se volvió para mirarme. Su primera reacción fue de alivio y la segunda, la reservó para mi vestido.
– ¿Quién te viste, tu enemigo?
– Tengo una noticia para ti.
– ¿Ah, sí? Bueno, yo también tengo noticias para ti. -Con un movimiento de la cabeza señaló su oficina-. Ven.
Cruzó a toda prisa el vestíbulo, abrió bruscamente la puerta y la cerró de golpe a sus espaldas.
– Ese cretino de Kenny es un verdadero cabrón. ¿Sabes lo que ha hecho ahora? Se metió en mi apartamento.
Abrí los ojos fingiendo sorpresa.
– ¡No!
– ¿Puedes creértelo? Rompió una maldita ventana.
– ¿Por qué iba a romper una ventana y entrar por la fuerza en tu apartamento?
– Porque está chiflado.
– ¿Estás seguro de que fue Kenny? ¿Faltaba algo?
– Claro que fue Kenny. ¿Quién, si no? No robaron nada. El vídeo sigue allí. Mi cámara, mi dinero, mis joyas… no tocaron nada. Fue Kenny, seguro. Ese jodido y chiflado gilipollas.
– ¿Has informado a la policía?
– Lo que hay entre Kenny y yo es privado. Nada de policías.
– Puede que tengas que cambiar de planes.
Spiro me miró fijamente y entrecerró los ojos.
– ¿ Ah, sí?
– ¿Te acuerdas de lo que le ocurrió al pene del señor Loosey?
– Sí, ¿y qué?
– Kenny me lo envió por correo.
– Joder!
– Por correo expreso.
– ¿Dónde está ahora?
– La policía lo tiene. Morelli estaba conmigo cuando abrí el paquete.
– ¡Mierda! -De un puntapié envió la papelera al otro extremo del despacho-. Mierda, mierda, mierda, mierda.
– No veo por qué te alteras tanto -susurré con tono tranquilizador-. En mi opinión esto es problema del chalado de Kenny. Después de todo, tú no has hecho nada malo.
Sigúele la corriente, me dije, a ver adonde va.
Spiro dejó de rezongar y me miró. Me pareció oír cómo encajaban los diminutos engranajes de su cabeza.
– Cierto -contestó-. No he hecho nada malo. Yo soy la víctima. ¿Sabe Morelli que fue Kenny quien envió el paquete? ¿Había una nota? ¿Un remite?
– Ninguna nota. Ningún remite. Es difícil saber qué sabe Morelli.
– ¿Le has dicho que lo envió Kenny?
– No tengo ninguna prueba de que haya sido él pero la cosa estaba embalsamada, de modo que la policía investigará en las funerarias. Supongo que querrán saber por qué no informaste del… robo.
– Quizá debería decir la verdad. Decirle a la policía que Kenny está realmente chiflado. Hablarles del dedo y de mi apartamento.
– ¿Qué hay de Con? ¿También a él vas a decirle la verdad? ¿Todavía está en el hospital?
– Hoy ha regresado a casa. Una semana de recuperación y a trabajar a tiempo parcial.
– No va a sentirse muy contento cuando se entere de que a sus clientes les han trinchado partes del cuerpo.
– Y que lo digas. He oído ese disparate suyo de que «el cuerpo es sagrado» suficientes veces como para que me dure tres vidas. A ver, ¿a qué viene tanto lío? El pobre Loosey ya no está en condiciones de utilizar su polla.
Spiro se dejó caer en el sillón de ejecutivo detrás del escritorio y se repantigó. La máscara de cortesía desapareció de su rostro y su piel cetrina se tensó sobre los pómulos y los dientes puntiagudos. Tenía más aspecto de roedor que nunca. Furtivo, de aliento apestoso, maligno. Resultaba imposible saber si era roedor de nacimiento o si años de soportar las provocaciones en el patio del colé habían hecho que su alma se adaptará a su rostro.
Spiro se inclinó.
– ¿Sabes cuántos años tiene Con? Sesenta y dos. Cualquier otra persona estaría pensando en la jubilación, pero Constantine Stiva, no. Cuando yo haya muerto por causas naturales Stiva seguirá vivo, el mismo pelotillero de siempre. Es como una serpiente, con el corazón latiéndole a doce pulsaciones por minuto. Absorbiendo formaldehído como si fuese el elixir de la vida. Aferrado a la vida, sólo para cabrearme. Debió de tener cáncer en lugar de la espalda cascada. ¿De qué sirve la espalda cascada? Uno no se muere de tener la espalda cascada.
– Yo creía que tú y Con os llevabais bien.
– Me vuelve loco. El y sus reglas y su gazmoñería. Deberías verlo en la sala de embalsamamiento; todo tiene que hacerse exactamente como él quiere, a la perfección. Parece un jodido altar. Constantine Stiva en el altar a los jodidos muertos. ¿Sabes lo que pienso yo de los muertos? Creo que apestan.