Diez minutos más tarde apareció Louie Moon.
Me serví más café y comí medio bocadillo. Nadie más entró o salió. A las nueve y media Louie Moon se marchó en un coche mortuorio. Regresó una hora después y fue a la parte trasera del edificio empujando a alguien. Supuse que por eso Louie y Spiro habían ido a la funeraria un domingo por la mañana.
A las once llamé a mi madre por mi teléfono móvil para asegurarme de que la abuela Mazur estuviese bien.
– Ha salido. Me ausento diez minutos, ¿y qué pasa? Tu padre deja que tu abuela se largue con Betty Greenburg.
Betty Greenburg tenía ochenta y nueve años y era endemoniadamente dinámica.
– Desde su infarto en agosto, Betty Greenburg no recuerda nada. La semana pasada fue en su coche al parque Ashbury. Dijo que pretendía ir a una tienda y dobló en la esquina equivocada.
– ¿Cuánto hace que salió la abuela Mazur?
– Unas dos horas. Se suponía que iba a la panadería. Tal vez debiese llamar a la policía.
Oí un portazo y muchos gritos.
– Es tu abuela. Tiene la mano envuelta.
– Déjeme hablar con ella.
La abuela Mazur cogió el auricular.
– No te lo vas a creer. -Le temblaba la voz de ira e indignación-. Acaba de pasar algo terrible. Betty y yo salíamos de la panadería con una caja de galletas italianas recién hechas cuando el mismísimo Kenny Mancuso salió de detrás de un coche y, con todo el descaro del mundo, se acercó a mí.
"Vaya por Dios -dijo-. Si es la abuela Mazur."
"Sí, y sé quién eres tú -repliqué-. Eres ese inútil de Kenny Mancuso."
"Así es -dijo-. Y me convertiré en tu peor pesadilla."
La abuela hizo una pausa y la oí respirar hondo para calmarse.
– Mamá me ha dicho que tenías la mano vendada. ¿Es cierto? -pregunté. No quería presionarla pero tenía que saberlo.
– Kenny me cogió la mano y me clavó un picahielo -respondió la abuela con la voz anormalmente aguda, densa a causa de tan traumática experiencia.
Empujé el asiento hasta atrás y puse la cabeza entre las rodillas.
– Hola. ¿Estás allí? -preguntó la abuela.
Inhalé hondo.
– ¿Cómo te sientes ahora? -inquirí-. ¿Estás bien?
– Claro que sí. Me arreglaron muy bien en el hospital. Me dieron ese Tylenol con codeína. Con una de ésas ni siquiera te darás cuenta si un camión te arrolla. Como estaba algo nerviosa, también me dieron unas pastillas para relajarme. Los médicos dicen que tuve suerte de que el picahielo no tocara nada importante. Se deslizó entre los huesos y entró limpiamente.
Más inhalaciones.
– ¿Qué pasó con Kenny?
– Se largó como el cobarde que es. Dijo que volvería. Que eso era sólo el principio. -Su voz se quebró-. ¡Figúratelo!
– Tal vez sea conveniente que te quedes en casa por un tiempo.
– Eso creo yo también. Estoy agotada. Me vendría bien un té caliente.
Mi madre cogió el auricular.
– ¿A qué está llegando este mundo? Atacan a una anciana indefensa a plena luz del día, en su propio barrio, ¡al salir de una panadería!
– Dejaré el teléfono móvil encendido. Manten a la abuela en casa y llámame si ocurre algo más.
– ¿Qué más puede ocurrir? ¿No basta con esto?
Colgué y enchufé el teléfono al encendedor del coche. Mi corazón latía tres veces más rápido de lo normal, y tenía las palmas húmedas de sudor. Me dije que tenía que pensar con claridad, pero la emoción me obnubilaba. Salí del Buick y me quedé en la acera, buscando a Morelli. Agité las manos encima de la cabeza, como para decir «aquí estoy».
En el Buick, sonó el teléfono. Era Morelli.
– ¿Qué? -Resultaba difícil saber si su tono era de preocupación o de impaciencia.
Le conté lo de la abuela Mazur y esperé; tras un tenso silencio, oí una maldición y un suspiro de indignación. Debía de resultarle duro. Al fin y al cabo, Mancuso era miembro de su familia.
– Lo siento -dije-. ¿Hay algo que pueda hacer?
– Ayudarme a capturar a Mancuso.
– Lo pillaremos.
Lo que no expresamos fue el temor de que quizá no lo atrapáramos lo bastante pronto.
– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Puedes seguir con el plan?
– Hasta las seis. Luego iré a casa de mis padres. Quiero ver a la abuela Mazur.
No hubo más actividad hasta la una, cuando la funeraria se abrió para los velatorios de la tarde. Dirigí mis prismáticos hacia las ventanas de la sala y vislumbré a Spiro en traje con corbata. Obviamente, guardaba ropa limpia en el local. Los coches entraban constantemente en el aparcamiento y se iban, y me di cuenta de que con tanto ir y venir a Kenny no le costaría pasar inadvertido. Podía ponerse barba o bigote postizos, llevar sombrero o peluca, y nadie se fijaría en alguien que entrara por la puerta principal, la lateral o la trasera.
A las dos crucé pausadamente la calle.
Spiro perdió el aliento al verme y se apretó instintivamente el brazo herido. Sus movimientos eran anormalmente bruscos, su expresión, sombría, y me dio la impresión de hallarme frente a una mente desorganizada, la de una rata en un laberinto, salvando obstáculos, correteando por los pasillos, buscando la salida.
Al lado de la mesa donde se servía el té había un hombre de unos cuarenta años, estatura mediana y más bien regordete. Llevaba chaqueta y pantalón. Lo había visto antes. Necesité un minuto para recordar. Estaba en el taller cuando sacaron a Moogey en una bolsa de plástico. Yo había supuesto que se trataba de un detective del departamento de homicidios, pero quizá fuera de la brigada antivicio, del FBI.
Me acerqué a la mesa y me presenté.
El me tendió la mano.
– Andy Roche.
– Trabajas con Morelli -dije.
Pareció confuso, pero se repuso al instante.
– A veces.
Lancé un anzuelo.
– Federal.
– Tesorería.
– ¿Vas a quedarte dentro?
– Todo el tiempo que me sea posible. Hemos traído un cuerpo falso. Soy el apenado hermano del difunto.
– Muy astuto.
– Ese tío, Spiro, ¿siempre está tan amoscado?
– Ayer tuvo un mal día, y no creo que anoche haya dormido mucho.