12

De acuerdo, Morelli no me habló de Andy Roche. ¿Por qué habría de extrañarme? Era su estilo. Morelli nunca mostraba sus cartas. Ni a su jefe, ni a sus compañeros, ni, obviamente, a mí. No era nada personal. Después de todo, nuestra meta era capturar a Kenny, y ya no me importaba cómo lo hiciésemos.

Me aparté de Roche y hablé un rato con Spiro. Sí, quería que lo acompañara a casa y me asegurara de que todo estaba en orden. Y no, no tenía noticias de Kenny.

Fui al lavabo y regresé al Buick. A las cinco acabé. No lograba deshacerme de la imagen del picahielos clavado en la mano de la abuela Mazur. Regresé a mi apartamento, metí unas cuantas prendas en el cesto de la ropa sucia, añadí maquillaje, gel y secador para el cabello, y arrastré el cesto hasta el coche. Regresé, cogí a Rex, conecté el contestador, dejé encendida la luz de la cocina y cerré con llave. El único modo que se me ocurrió de proteger a la abuela Mazur consistía en mudarme a casa de mis padres.

– ¿Qué es esto? -preguntó mi madre al ver la jaula del hámster.

– Me mudo a vuestra casa por unos días.

– Has dejado ese trabajo. ¡Gracias a Dios! Siempre he creído que podrías encontrar algo mejor.

– No he dejado mi trabajo. Ocurre, sencillamente, que necesito un cambio.

– He puesto la máquina de coser y la tabla de planchar en tu dormitorio. Dijiste que nunca volverías a vivir aquí.

Yo sostenía la jaula de Rex con ambos brazos.

– Me equivoqué. Estoy en casa. Ya me las apañaré.

– Frank -gritó mi madre-. Ven a ayudar a Stephanie. Ha vuelto para vivir con nosotros.

La empujé ligeramente, pasé por el lado de ella y subí.

– Sólo unos días. Es algo provisional.

– La hija de Stella Lombardi dijo lo mismo y después de tres años todavía vive con ellos.

Sentí deseos de soltar un alarido.

– Si me hubieses advertido -continuó mi madre-, habría limpiado la habitación y habría comprado una colcha nueva.

Abrí la puerta con una rodilla.

– No necesito una colcha nueva. Ésta está bien. -Sorteé las cosas que atiborraban la pequeña habitación y puse la jaula de Rex sobre la cama mientras quitaba lo que había encima de la única cómoda.

– ¿Cómo está la abuela?

– Durmiendo la siesta.

– Ya no -dijo la abuela desde su habitación-. Hacéis tanto ruido que despertaríais a un muerto. ¿Qué pasa?

– Stephanie se muda a casa.

– ¿Por qué? Esto es muy aburrido. -La abuela asomó la cabeza en mi dormitorio-. No estarás embarazada, ¿verdad?

La abuela Mazur se rizaba el cabello una vez a la semana. Entretanto, seguro que dormía con la cabeza colgando a un lado de la cama, pues los apretados ricitos perdían precisión a medida que avanzaba la semana, pero nunca se veían fuera de lugar. Ese día parecía que se hubiera puesto laca en el cabello y se hubiese quedado delante de un ventilador. Su vestido estaba arrugado, calzaba zapatillas de terciopelo rojo y tenía la mano derecha vendada.

– ¿Qué tal tu mano?

– Empieza a dolerme. Creo que necesito otra de esas pastillas.

Mi dormitorio no había cambiado mucho en los últimos diez años, ni siquiera con la tabla de planchar y la máquina de coser. Era pequeño y tenía una ventana. Las cortinas eran blancas con reverso de hule. La primera semana de mayo mi madre las reemplazaba por visillos. Las paredes eran de un rosado pálido y los marcos de la ventana, blancos; sobre la cama matrimonial había un cubrecama acolchado de flores rosadas. Los años y los muchos lavados habían suavizado su textura y su color. Tenía un pequeño armario empotrado lleno de ropa, una única cómoda de madera de arce y una mesita de noche, también de arce y, encima de ésta, una lámpara cuyo pie era una botella de leche. En la pared aún colgaba una foto de mi graduación y otra en uniforme de majorette. Nunca dominé del todo el arte de lanzar el bastón al aire y recogerlo, pero era la perfección personificada cuando entraba pavoneándome en el campo de fútbol. En una ocasión, durante una exhibición en el intermedio, perdí el control del bastón y lo lancé a la sección de los trombones. Me estremecí al recordarlo.

Arrastré la cesta de la ropa escalera arriba y la coloqué en un rincón. La casa se había llenado de olores a comida y del ruido metálico de los cubiertos.

Mi padre se hallaba frente al televisor, pasando de un canal a otro, y subió el volumen para competir con el ruido procedente de la cocina.

– Apágala -chilló mi madre-. Harás que todos nos quedemos sordos.

Mi padre fingió que no la oía y centró su atención en la pantalla.

Para cuando me senté a cenar, apenas si podía evitar que mis dientes rechinaran y tenía un tic en el ojo izquierdo.

– ¿No es agradable? -comentó mi madre-. Todos cenando juntos. Es una pena que Valerie no esté aquí también.

Mi hermana, Valerie, llevaba unos años casada con el mismo hombre y tenía dos hijos. Valerie era la hija normal.

La abuela Mazur se sentó directamente enfrente de mí; con el cabello sin peinar, su imagen era pavorosa. Además, tenía la mirada perdida. Como diría mi padre, las luces estaban encendidas, pero no había nadie en casa.

– ¿Cuánta codeína ha tomado la abuela? -pregunté a mi madre.

– Sólo una pastilla, que yo sepa.

Me presioné el ojo con un dedo, para contener el tic.

– Parece tan… desconectada.

Mi padre dejó de untar con mantequilla su pan y alzó la mirada. Abrió la boca, a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y continuó con lo que estaba haciendo.

– Mamá -dijo mi madre-, ¿cuántas pastillas has tomado?

La abuela volvió lentamente la cabeza hacia mi madre.

– ¿Pastillas?

– Es terrible que una anciana no pueda andar a salvo por las calles -dijo mi madre-. Como si viviéramos en Washington, D.C. Ya verás, dentro de poco la gente empezará a disparar desde su coche. El barrio no era así en los viejos tiempos.

No quería destrozar sus fantasías acerca de los viejos tiempos, pero en los viejos tiempos había un coche de la mafia aparcado delante de cada casa, sacaban a la rastra al que allí viviera y se lo llevaban, a punta de pistola, a las praderas o al vertedero de Camden, para despacharlo como parte de una ceremonia. Normalmente las familias y los vecinos no corrían peligro, pero cabía la posibilidad de que una bala perdida entrara en un cuerpo equivocado.

Además, el barrio nunca había estado a salvo de los hombres de las familias Mancuso y Morelli. Kenny estaba más chiflado y era más descarado que la mayoría, pero sospechaba que no era el primer Mancuso en dejar una cicatriz en el cuerpo de una mujer. Que yo supiera, ninguno había agredido con un picahielos a una anciana, pero los Mancuso y los Morelli eran famosos por su temperamento violento, exacerbado por el alcohol, y por su capacidad de engatusar a las mujeres y convencerlas de que entablaran una relación abusiva con ellos.

Yo había tenido mis propias experiencias al respecto. Cuando Morelli me hechizó hacía catorce años, no fue abusivo, pero tampoco fue amable.

A las siete la abuela se durmió profundamente y comenzó a roncar como un leñador borracho.

Me puse la cazadora y cogí mi bolso.

– ¿Adonde vas? -quiso saber mi madre.

– A la funeraria de Stiva. Me ha contratado para ayudarlo a cerrar.

– Ése sí que es un trabajo. Trabajar para Stiva no es lo peor que podría pasarte.

Cerré la puerta a mis espaldas y aspiré una profunda y fresca bocanada de aire. Bajo el oscuro cielo nocturno me sentí más relajada.

Aparqué delante de la funeraria. Dentro, Andy Roche había vuelto a su posición al lado de la mesa del té.

– ¿Qué tal? -le pregunté.

– Una viejecita acaba de decirme que me parezco a Harrison Ford.

Cogí una galleta del plato que había detrás de él.

– ¿No deberías estar con tu hermano?

– Nuestra relación no era muy estrecha.

– ¿Dónde está Morelli?

Roche miró despreocupadamente alrededor y dijo:

– Esa es una pregunta difícil de responder.

Regresé a mi coche. Acababa de sentarme cuando sonó el teléfono.

– ¿Cómo está la abuela Mazur? -inquirió Morelli.

– Durmiendo.

– Espero que eso de irte a vivir a casa de tus padres sea provisional. Tenía planes para esos zapatos color cereza.

Aquello me sorprendió. Esperaba que Morelli vigilara a Spiro, pero en lugar de eso me había seguido. Y no lo había visto. Apreté los labios. ¡Vaya cazadora de fugitivos que estaba hecha!

– No tenía alternativa. Me preocupa la abuela Mazur.

– Tienes una familia estupenda, pero al cabo de cuarenta y ocho horas te convertirás en una adicta al Valium.

– Los Plum no tomamos Valium. Lo nuestro es la tarta de queso.

– Da igual mientras funcione -dijo Morelli, y colgó el auricular.

A las diez menos diez conduje hacia la entrada de coches y aparqué a un lado; dejé espacio suficiente para que Spiro pasara con dificultad. Cerré el Buick con llave y entré en la funeraria por la puerta lateral.

Spiro parecía nervioso al despedirse. No había rastro de Louie Moon. Y Andy había desaparecido. Me metí en la cocina y sujeté una funda de pistola a mi cinturón. Cargué el quinto proyectil en mi 38 y enfundé el revólver. Sujeté otra funda para el pulverizador de gas y una tercera para la linterna. Me dije que, a cambio de cien dólares por noche, Spiro se merecía el tratamiento completo. Como tuviera que usar el revólver tendría palpitaciones, pero eso era un secreto que no compartía con nadie.

La cazadora era lo bastante larga como para ocultar casi todo mi arsenal. Técnicamente implicaba que llevaba un arma oculta, cosa prohibida por la ley. Por desgracia, la alternativa generaría instantáneamente llamadas telefónicas por todo el barrio para informar de que llevaba un arma en la funeraria de Stiva. Comparado con eso, la posibilidad de que me detuvieran resultaba insignificante.

Cuando el último deudo se alejó del porche recorrí con Spiro las salas de los dos pisos superiores y cerré las ventanas y las puertas con cerrojo. Sólo dos salas estaban ocupadas. Una de ellas por el falso hermano de Andy Roche.

El silencio resultaba horripilante y la presencia de Spiro aumentaba la incomodidad que me provocaba la muerte. Spiro Stiva, el Sepulturero Diabólico. Tenía la mano sobre la culata de mi pequeño S amp; W y pensaba que no habría estado mal cargarlo con balas de plata.

Cruzamos a toda prisa la cocina y llegamos al pasillo trasero. Spiro abrió la puerta del sótano.


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