Desperté desorientada y mirando el techo de una vida anterior. La voz de la abuela Mazur me devolvió al presente.
– Si no entro en ese cuarto de baño el pasillo va a acabar hecho un asco -gritó.
Oí cómo se abría la puerta. Oí a mi padre rezongar. Mi ojo empezó a saltar y lo cerré con fuerza. Con el otro enfoqué el despertador que había sobre la mesita de noche. Las siete y media. Mierda. Quería llegar temprano a casa de Spiro. Me levanté de un salto y busqué téjanos y camisa limpios en la cesta de la ropa. Me pasé el cepillo por el cabello, cogí mi bolso y salí corriendo al pasillo.
– Abuela -grité delante de la puerta del cuarto de baño-, ¿vas a tardar mucho?
– ¿Es católico el Papa? -contestó.
De acuerdo, podía esperar media hora para entrar en el cuarto de baño; a fin de cuentas, de haberme levantado a las nueve, no habría podido usarlo en una hora y media.
Mi madre me pilló con la cazadora en la mano.
– ¿Adonde vas? No has desayunado.
– Le dije a Spiro que pasaría a recogerlo.
– Spiro puede esperar. A los muertos no les molestará que llegue con quince minutos de retraso. Ven a desayunar.
– No tengo tiempo para desayunar.
– He preparado gachas de avena. Está en la mesa. Ya te he servido zumo de naranja. -Miró mis zapatos-. ¿Qué clase de zapatos son ésos?
– Doctor Martens.
– Tu padre usaba unos iguales cuando hizo la mili.
– Son fantásticos -dije-. Me encantan. Todo el mundo lleva zapatos como éstos.
– Las mujeres interesadas en conseguir un buen partido no llevan esa clase de zapatos. Son para las mujeres a las que les gustan las mujeres. No tendrás ideas raras con respecto a las mujeres, ¿verdad?
Me tapé un ojo con una mano.
– ¿Qué le pasa a tu ojo?
– Un tic.
– Estás demasiado nerviosa. Es por ese trabajo tuyo. Mírate, sales corriendo de casa. ¿Qué es eso que llevas en el cinturón?
– Gas nervioso.
– Tu hermana, Valerie, no lleva cosas así en el cinturón.
Miré mi reloj. Si comía a toda prisa podía llegar a casa de Spiro a las ocho.
Mi padre se encontraba a la mesa, leyendo el periódico y bebiendo café.
– ¿Qué tal el Buick? -preguntó-. ¿Le pones gasolina súper?
– El Buick está bien. No hay problema.
Apuré el zumo de naranja y probé la avena. Le faltaba algo. Chocolate, quizá, o helado. Le añadí tres cucharadas de azúcar y leche.
La abuela Mazur se sentó en su silla.
– Mi mano está mejor, pero me duele horrores la cabeza.
– Hoy deberías quedarte en casa. Tómatelo con calma -le pedí.
Me lo tomaré con calma en el salón de belleza de Clara. Estoy horrible. No sé por qué se me ha puesto así el cabello.
– Nadie te verá si no sales de casa.
– ¿Y si viene alguien? ¿Y si viene ese guaperas de Morelli? ¿Crees que quiero que me vea así? No todos los días la atacan a una en la panadería.
– Tengo cosas que hacer a primera hora de la mañana, pero regresaré y te llevaré al salón de belleza -le dije-. ¡No salgas sin mí!
Engullí lo que quedaba de la avena y bebí rápidamente media taza de café. Cogí la cazadora y el bolso y estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono.
– Es para ti -dijo mi madre-. Es Vinnie.
– No quiero hablar con él. Dile que ya me he ido.
En cuanto llegué a la calle Hamilton sonó el teléfono móvil.
– Debiste hablar conmigo cuando estabas en casa -dijo Vinnie-. Habría resultado más barato.
– No te oigo bien…
– No me vengas con ese cuento.
Hice sonidos como de interferencias.
– Tampoco voy a creerme eso de las interferencias. Más te vale presentarte aquí esta mañana.
No vi a Morelli en el aparcamiento de Spiro, pero supuse que estaría allí. Había dos furgonetas y un camión cubierto con una lona. Aquello era prometedor.
Recogí a Spiro y me dirigí hacia la funeraria. Cuando me detuve en el semáforo de Hamilton y Gross, ambos volvimos la mirada hacia la gasolinera de Delio.
– Tal vez debiésemos entrar y hacer unas preguntas -sugirió Spiro.
– ¿Qué clase de preguntas?
– Preguntas sobre el camión de la mueblería. Por puro gusto. Creo que sería interesante ver si Moogey fue el que cogió los ataúdes.
En mi opinión tenía dos opciones: podía decirle que no serviría de nada, que más valía que siguiéramos con nuestras vidas, sólo para torturarlo, y pasar de largo. O podía seguirle la corriente para ver el resultado. Definitivamente, la idea de torturar a Spiro era tentadora, pero mi instinto me dijo que lo mejor sería seguir con su jueguecito.
El taller estaba abierto. Seguro que Sandeman se encontraba allí. ¿Y qué? Comparado con Kenny, Sandeman empezaba a parecer un delincuente de tres al cuarto. Cubby Delio trabajaba en la oficina. Spiro y yo entramos despreocupadamente.
Cubby se cuadró al ver a Spiro. Por muy capullo que fuese, Spiro representaba la funeraria de Stiva, y Stiva tenía muchos negocios con la gasolinera, ya que ésta se encargaba del mantenimiento de todos sus vehículos.
– Me he enterado de lo de tu brazo -le dijo Cubby-. Una pena. Sé que tú y Kenny erais amigos. Supongo que se ha vuelto loco. Eso dice todo el mundo.
Con un gesto de la mano, Spiro dio a entender que no era sino una molestia. Volvió la cabeza hacia la ventana y señaló con la barbilla en dirección al camión, aparcado todavía frente al taller.
– Quería hacerte unas preguntas acerca de ese camión de Macko. ¿Os encargáis del mantenimiento? ¿Viene con regularidad?
– Sí. Macko es cliente nuestro, como tú. Tienen dos camiones y nos encargamos de ambos.
– ¿Quién los trae normalmente? ¿La misma persona?
– Normalmente es Bucky, o Biggy. Llevan un montón de años conduciendo para Macko. ¿Hay algún problema? ¿Quieres comprarte unos muebles?
– Me lo estoy pensando.
– Es una buena empresa. Administrada por la familia. Mantienen sus camiones en muy buenas condiciones.
Spiro metió la mano herida entre la americana y la camisa. Parecía Napoleón.
– Por lo que veo aún no has encontrado a nadie que sustituya a Moogey.
– Creí haberlo encontrado, pero el tipo no funcionó. Cuando Moogey se encargaba de la gasolinera yo casi no tenía que venir. Libraba un día por semana e iba al hipódromo. Aun después de recibir la bala en la rodilla podía confiarse en él. Siguió trabajando.
Sospeché que Spiro y yo pensábamos lo mismo, o sea que en uno de los días en que se suponía que estaba en el hipódromo, Moogey podía haber tomado el camión prestado. Claro, si cogía el camión, otra persona estaría encargada de la gasolinera. O bien otra persona conducía el camión.
– Cuesta conseguir buenos trabajadores -comentó Spiro-. A mí me ocurre lo mismo.
– Tengo un buen mecánico. Sandeman está cargado de manías, pero es muy bueno en su trabajo. Los demás van y vienen. Para poner gasolina o cambiar un neumático no hace falta ser ingeniero. Me iría bien encontrar a alguien que se encargara a tiempo completo del negocio.
Spiro charló de empalagosas naderías y al cabo de un rato nos marchamos.
– ¿Conoces a los tíos que trabajan aquí? -me preguntó.
– He hablado con Sandeman. Es un tipo muy desagradable y aficionado a las drogas. -¿Te llevas bien con él?
– Puede decirse que no somos amigos íntimos. Spiro miró mis zapatos. -Tal vez sea por eso que llevas puesto. Abrí bruscamente la puerta del coche. -¿Te apetece hacer más comentarios? ¿Algo sobre mi Buick?
Spiro se acomodó en el asiento. -¡Diablos! Ese Buick es una maravilla. Al menos sabes escoger coches.
Entré con Spiro en la funeraria. Todos los sistemas de seguridad parecían intactos. Echamos un vistazo a los dos fiambres y al parecer nadie había quitado partes del cuerpo. Le dije que regresaría para el turno de noche y le pedí que me llamara si me necesitaba antes. Me habría gustado quedarme para vigilarlo. Creía que seguiría la pista que le había dado y, ¿quién sabía a qué conclusiones llegaría? Pero lo más importante era que si Spiro iba de un lugar a otro, tal vez Kenny fuese con él. Por desgracia, el Buick delataba mi presencia. Si iba a seguir a Spiro, tendría que conseguir otro coche.
La media taza de café que bebí con el desayuno se abría paso por mis tripas, de modo que decidí regresar a casa de mis padres, donde podría usar el cuarto de baño, ducharme y pensar en el problema del coche. A las diez llevaría a la abuela Mazur al salón de belleza de Clara.
Cuando llegué a casa, mi padre se encontraba en el cuarto de baño y mi madre, en la cocina, cortando verduras para la sopa.
– Tengo que ir al lavabo, ¿crees que papá tardará mucho?
Puso los ojos en blanco.
– Quién sabe lo que hace allí. Se lleva el periódico y pasan horas antes de que salga.
Cogí un trozo de zanahoria y otro de apio para Rex y corrí escaleras arriba.
Llamé a la puerta del cuarto de baño.
– ¿Cuánto vas a tardar? -grité.
No hubo respuesta.
Llamé más fuerte.
– ¿Estás bien?
– ¡Cristo! -masculló mi padre-. En esta casa uno no puede ni cagar tranquilo…
Regresé a mi dormitorio. Mi madre había hecho la cama y doblado toda mi ropa. Me dije que resultaba agradable estar de vuelta en casa y que alguien me hiciera pequeños favores. Debía sentirme agradecida, disfrutar del lujo.
– Qué divertido, ¿verdad? -pregunté a un adormilado Rex-. No podemos visitar a la abuela y al abuelo todos los días.
Abrí la puerta de la jaula y le di su desayuno, pero me saltaba tanto el ojo que erré totalmente el blanco y, en vez de echar la zanahoria en la jaula, la dejé caer al suelo.
A las diez, mi padre aún no había salido del cuarto de baño y yo estaba dando saltitos en el pasillo.
– Apresúrate -le dije a la abuela Mazur-. Si no llego pronto a un lavabo voy a estallar.
– Clara tiene un lavabo muy bonito. Te dejará usarlo.
– Lo sé, lo sé. Muévete, ¿quieres?
La abuela llevaba su abrigo de lana azul y la cabeza envuelta en una bufanda de lana gris.
– Tendrás calor con ese abrigo -dije-. No hace mucho frío.
No tengo otro. Los demás están hechos jirones. He pensado que después del salón de belleza podríamos ir de compras. He recibido el cheque de la pensión.
– ¿Estás segura de que tu mano está en condiciones?
Alzó la mano y observó la venda.
– Por el momento está bien. El agujero no es muy grande. A decir verdad, ni siquiera sabía que era tan profundo hasta que llegué al hospital. Ocurrió muy rápido. Siempre pensé que sabía cuidarme a mí misma, pero ya no estoy tan segura. Ya no me muevo como antes. Me quedé allí como una estúpida y dejé que me clavara esa cosa en la mano.