– Espera -dije-. ¿Qué haces?
– Tenemos que comprobar la puerta del sótano.
– ¿Tenemos?
– Sí, tenemos. Yo y mi jodida guardaespaldas.
– No lo creo.
– ¿Quieres que te pague?
La verdad era que no estaba tan segura de que quisiese.
– ¿Hay cadáveres allí abajo?
– Lo siento, se nos acabaron los cadáveres.
– Entonces, ¿qué hay?
– ¡Por Dios!, la caldera.
Desenfundé mi revólver.
– Te sigo.
Spiro miró el Smith amp; Wesson.
– Joder! Ésa sí que es una maldita pistola para mariquitas.
– Apuesto a que no dirías eso si te disparara en el pie.
Spiro me miró fijamente con sus ojos color obsidiana.
– He oído decir que mataste a un hombre con ese chisme.
No era algo de lo que quisiera hablar con Spiro.
– Bueno, ¿vamos a bajar, o qué?
El sótano era básicamente una estancia amplia, y más o menos lo que se espera de un sótano. Con la posible excepción de unos ataúdes amontonados en un rincón.
La puerta se encontraba directamente a la izquierda de la escalera. Me acerqué a ella y comprobé que el cerrojo estuviese echado.
– No hay nadie aquí -dije a Spiro, y guardé el revólver en su funda. No sé muy bien contra quién esperaba disparar. Kenny, supongo. Quizá Spiro. O algún fantasma.
Regresamos a la planta baja y esperé en el vestíbulo mientras Spiro chapuceaba en su oficina, antes de emerger con un abrigo puesto y una bolsa de gimnasia en la mano.
Lo seguí hacia la puerta trasera, que mantuve abierta mientras lo observé activar la alarma y presionar el interruptor de la luz. La iluminación interior se volvió más tenue y las de fuera permanecieron encendidas.
Spiro cerró la puerta y sacó del bolsillo las llaves de su coche.
– Iremos en mi coche. Tú vigila.
– ¿Qué tal si tú llevas tu coche y yo llevo el mío?
– De ninguna manera. Si voy a pagar cien dólares quiero que mi gorila se siente a mi lado. Puedes llevarte el coche después y recogerme por la mañana.
– Eso no formaba parte del trato.
– Lo harías de todos modos. Te vi en el aparcamiento esta mañana, esperando a que Kenny hiciera algo para poder llevar su culo a la cárcel. ¿Por qué tanto lío? ¿Por qué no puedes recogerme por la mañana?
El Lincoln de Spiro estaba aparcado cerca de la puerta. Lo apuntó con su mando a distancia y la alarma se apagó con un silbido. Una vez a salvo en el interior, encendió los faros.
Nos hallábamos sentados bajo un halo de luz en una zona vacía del camino. No era precisamente un buen lugar para rezagarnos. Sobre todo si Morelli no podía vernos.
– Arranca -le dije-. A Kenny le resultaría demasiado fácil pillarnos aquí.
Spiro encendió el motor, pero no arrancó.
– ¿Qué harías si Kenny apareciese de pronto y te apuntara con una pistola? -preguntó.
– No lo sé. Nunca se sabe lo que uno hará en una situación como ésa hasta enfrentarse a ella.
Spiro reflexionó por un instante. Dio otra calada a su cigarrillo y puso el coche en marcha.
Nos detuvimos en un semáforo en la esquina de Hamilton y Gross. Spiro miró con el rabillo del ojo la gasolinera de Delio. El despacho y la zona de surtidores estaban iluminados. El taller se hallaba a oscuras y sus puertas cerradas. Frente a él había aparcados varios coches y un camión. A primera hora de la mañana el mecánico los revisaría.
Spiro siguió mirando, en silencio y con cara inexpresiva.
La luz del semáforo cambió a verde y atravesamos el cruce. De pronto, mi mente se iluminó.
– ¡Dios mío! Vuelve a la gasolinera.
Spiro frenó y se detuvo junto al bordillo.
– No habrás visto a Kenny, ¿verdad?
– No. ¡Vi un camión! ¡Un camión grande y blanco con letras negras en el lado!
– ¡Venga ya! Tiene que haber más que eso.
– Cuando hablé con la administradora del guardamuebles, me dijo que recordaba haber visto un camión blanco con letras negras pasar varias veces cerca del depósito donde estaban tus ataúdes. En ese momento era demasiado vago, y no significó mucho.
Spiro esperó a que hubiese un vacío en el tráfico y giró en redondo. Aparcó detrás de los vehículos que esperaban frente al taller de la gasolinera. La posibilidad de que Sandeman se encontrara todavía en la gasolinera era casi nula, pero me esforcé por ver el interior de la pequeña oficina. No quería una confrontación con Sandeman, si podía evitarla.
Salimos y examinamos el camión. Pertenecía a la mueblería Macko. Conocía la tienda, un pequeño negocio propiedad de una familia que se había aferrado a su local aun cuando las demás se habían ido a centros comerciales al borde de las autopistas.
– ¿Te dice algo? -pregunté.
Spiro negó con la cabeza.
– No. No conozco a nadie en Macko.
– Su tamaño es adecuado para transportar ataúdes.
– Debe de haber cincuenta camiones como ése en Trenton.
– Sí, pero éste está en la gasolinera donde trabajaba Moogey. Y Moogey sabía lo de los féretros. Fue a Braddock a recogerlos y te los trajo.
La chica da información al chico malo, pensé. Vamos, chico malo. Baja la guardia. Dame algo de información a cambio.
– Así que crees que Moogey estaba compinchado con alguien de la mueblería Macko y decidieron robar mis ataúdes.
– Es posible. O puede que, mientras el camión estaba aquí para que lo reparasen, Moogey lo tomara prestado.
– ¿Para qué quería Moogey veinticuatro ataúdes?
– Dímelo tú.
– Aun con ayuda de una plataforma hidráulica se necesitan dos tíos para moverlos.
– No me parece que eso sea un problema. Encuentras a un bruto grandote, le pagas unos pocos dólares y él te ayuda a mover los ataúdes.
Spiro había metido las manos en los bolsillos.
– No lo sé. Me cuesta creer que Moogey hiciera algo así. Era tan leal como gilipollas, un grandullón sin cerebro. Kenny y yo dejábamos que nos acompañara porque nos divertía. Hacía cualquier cosa que le pidiéramos. Si le decíamos: «Oye, Moogey, ¿qué te parece si pasas una cortadora de césped por encima de tu polla?», él contestaba: «Bueno, ¿queréis que me la ponga dura primero?»
– Puede que no fuera tan tonto como creíais.
Spiro permaneció en silencio por unos segundos y luego giró sobre los talones y regresó al Lincoln. Durante el resto del viaje no pronunciamos palabra. Al llegar al aparcamiento de Spiro no resistí hacer otro comentario acerca de los ataúdes.
– Es raro eso que hay ente tú, Kenny y Moogey. Kenny cree que tú tienes algo que le pertenece. Y ahora nosotros creemos que cabe la posibilidad de que Moogey tuviese algo tuyo.
Spiro aparcó y se volvió hacia mí. Puso el brazo izquierdo sobre el volante; su abrigo se entreabrió y tuve el atisbo de una sobaquera y la culata de una pistola.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Sólo pensaba en voz alta. Pensaba que tú y Kenny tenéis mucho en común.
Nuestras miradas se encontraron y un frío pavor recorrió mi espalda y se deslizó hacia mi estómago. Morelli tenía razón. Spiro era muy capaz de meterme una bala en la cabeza sin inmutarse. Esperaba no haberlo presionado demasiado.
– Me parece que más vale que dejes de pensar en voz alta. No; mejor deja de pensar, y punto.
– Como te cabrees tendré que aumentar mi tarifa.
– ¡Cristo! Ya te pago demasiado. Por cien dólares la noche podrías darme una mamada, como mínimo.
Lo que iba a darle era un largo tiempo entre rejas. La idea me consoló y me sostuvo mientras hacía de guardaespaldas en su apartamento, encendía luces, revisaba armarios, contaba pelusas bajo su cama y tenía náuseas al ver la espuma de jabón reseca detrás de la cortina de la ducha.
Di el visto bueno, regresé a la funeraria con el Lincoln y lo cambié por mi Buick.
Cuando me hallaba a media manzana de la casa de mis padres vi a Morelli por el espejo retrovisor. Se quedó frente a la casa de los Smulens hasta que aparqué. Cuando salí del coche, avanzó y paró el suyo detrás del mío. No podía culparlo por ser cauteloso, supongo.
– ¿Qué hacías en la gasolinera de Delio? Seguro que hablándole a Spiro del camión para presionarlo.
– Tienes razón.
– ¿Algún resultado?
– Dijo que no conocía a nadie de la mueblería Macko. Y descartó la posibilidad de que Moogey hubiese cogido los ataúdes. Al parecer, Moogey era el idiota del grupo. No creo que estuviese mezclado en esto.
– Moogey trajo los ataúdes a Nueva Jersey.
Me apoyé contra el Buick.
– Puede que Kenny y Spiro no lo incluyeran en sus planes, pero que él se haya enterado en algún momento y haya decidido meterse en el asunto.
– Y crees que cogió el camión de la tienda de muebles para sacar los ataúdes.
– Es una teoría. -Me separé del Buick y me ajusté la correa del bolso en el hombro-. A las ocho de la mañana pasaré a recoger a Spiro para llevarlo al trabajo.
– Te alcanzaré en el aparcamiento. Entré en la casa, que estaba a oscuras, y me quedé por un rato en el vestíbulo. El mejor momento de esa casa era cuando todos dormían. Al final del día el lugar tenía cierto aire de satisfacción. Quizá el día no hubiese sido precisamente una maravilla, pero se había vivido intensamente, y la casa había estado allí para su familia.
Colgué mi cazadora en el armario del vestíbulo y entré de puntillas en la cocina. En mi cocina nunca se sabía si habría comida. En la de mi madre, seguro que algo había. Oí crujir los peldaños de la escalera y, por los pasos, supe que era mi madre.
– ¿Qué tal te fue en la funeraria?
– Bien. Ayudé a Stiva a cerrar y lo llevé a su casa.
– Supongo que le cuesta conducir con esa muñeca herida. He oído decir que le dieron veintitrés puntos.
Saqué jamón dulce y queso Provolone. -Deja. -Mi madre me quitó el jamón y el queso y cogió de la encimera una barra de pan. -Puedo hacerlo -dije.
Mi madre sacó el cuchillo de trinchar del cajón de los cuchillos.
– Tú no cortas las rebanadas lo bastante finas.
Una vez que hubo preparado bocadillos para las dos, sirvió un par de vasos de leche y lo colocó todo en la mesa de la cocina.
– Podrías haberlo convidado a un bocadillo. -¿A Spiro? -A Joe Morelli.
Mi madre nunca deja de sorprenderme. -Hubo un tiempo en que lo habrías sacado de la casa con el cuchillo de trinchar. -He cambiado.
Di un bocado a mi emparedado. -Eso dice él.
– Me han dicho que es un buen poli. -Ser un buen poli no es lo mismo que ser una buena persona.