– Hemos venido a ver a Danny Gunzer -dije dirigiéndome a Spiro-. Ha sido agradable hablar contigo, pero más vale que entremos, antes de que los Caballeros de Colón ocupen todos los asientos buenos.
– Lo entiendo perfectamente. El señor Gunzer está en la sala verde.
La sala verde solía ser el locutorio. La idea era que fuese una de las mejores estancias de la funeraria, pero Stiva la había pintado de un verde bilioso y había instalado luces tan potentes que habrían podido iluminar un campo de fútbol.
– Odio esa sala -comentó la abuela Mazur, siguiéndome-. Está tan iluminada que a una se le ven todas las arrugas. Eso es lo que pasa cuando dejan que Walter Dumbowski se encargue de la instalación eléctrica. Esos hermanos Dumbowski no saben nada de nada. Oye, si Stiva trata de amortajarme en la sala verde, tú me llevas a casa. Preferiría que me pusieras en la acera para que me recogiese el basurero. Si eres importante te toca una de las nuevas salas de atrás, con las paredes revestidas de madera. Todo el mundo lo sabe.
Betty Szajack y su hermana se hallaban al lado del ataúd abierto. La señora Goodman, la señora Gennaro, la anciana señora Ciak y su hija ya se habían sentado. La abuela Mazur se apresuró y colocó su bolso en una silla plegable de la segunda fila. Una vez asegurado su lugar, se dirigió con paso vacilante hacia Betty Szajack y le dio el pésame, mientras yo me quedaba en la parte de atrás de la sala, hablando con algunas personas. Me enteré de que Gail Lazar estaba embarazada, que el departamento de sanidad había citado a comparecer a Barkalowski, el de la tienda de ultramarinos, y que a Biggy Zaremba lo habían detenido por exhibicionismo. Nada sobre Kenny Mancuso.
Me mezclé entre la concurrencia. Sudaba bajo mi camisa de franela y mi jersey de cuello de cisne e imaginé que mi cabello debía de estar rizándose a causa del calor y la humedad. Para cuando llegué al lado de la abuela Mazur, resollaba como un perro.
– Mira esa corbata. -La abuela observaba fijamente a Gunzer-. Tiene cabecitas de caballo. ¿No es fantástico? Casi me hace desear ser hombre, para que me entierren con una corbata como ésa.
En la parte trasera de la sala se oyó el movimiento de pies al arrastrarse y las conversaciones cesaron al aparecer los Caballeros de Colón. Se adelantaron en parejas y la abuela Mazur se puso de puntillas y giró sobre sus tacones a fin de verlos bien. Un tacón se enganchó en la alfombra y la abuela se inclinó hacia atrás con el cuerpo rígido como una tabla.
Antes de que yo pudiese evitarlo, cayó sobre el ataúd; agitó los brazos en busca de apoyo y finalmente se aferró a un pedestal sobre el que había un gran florero de cristal lleno de gladiolos. El pedestal aguantó el peso, pero el florero se tambaleó y fue a parar estrepitosamente sobre Danny Gunzer, a quien golpeó en la frente. El agua se metió en las orejas de Gunzer y goteó por su barbilla. Los gladiolos se esparcieron sobre el traje gris oscuro. Todos los presentes quedaron sin habla, casi como si esperaran que Gunzer se levantara y gritase, pero éste no hizo nada.
La abuela Mazur era la única que no había quedado petrificada. Se enderezó y se alisó el vestido.
– Bueno, qué suerte que esté muerto -observó-. Así no hay problema.
– ¿Que no hay problema? ¿Que no hay problema, dice? -chilló la viuda de Gunzer, fuera de sí -. Mire su corbata. Está hecha un asco. Pagué un suplemento por esa corbata.
Me disculpé en nombre de la abuela y ofrecí pagar la corbata, pero la señora Gunzer estaba demasiado histérica para oírme.
Amenazó a la abuela con un puño cerrado.
– Deberían encerrarla. A usted y a la chiflada de su nieta. ¡Cazadora de fugitivos! ¿Quién ha oído hablar de algo así?
– ¿Qué ha dicho? -Entrecerré los ojos y puse los brazos en jarras.
La señora Gunzer dio un paso atrás (probablemente temía que le disparara) y yo retrocedí. Cogí a la abuela Mazur del codo, reuní sus pertenencias, la guié hacia la puerta y, con las prisas, casi eché a Spiro al suelo.
– Fue un accidente -explicó la abuela dirigiéndose a Spiro-. Mi tacón se enganchó en la alfombra. Podía haberle pasado a cualquiera.
– Claro. Estoy seguro de que la señora Gunzer se habrá dado cuenta.
– No me he dado cuenta de nada -tronó la señora Gunzer-. Esta mujer es una amenaza pública.
Spiro nos condujo hacia el vestíbulo.
– Espero que este incidente no les impida regresar. Nos gusta que nos visiten las mujeres bonitas. -Se inclinó hacia mí y, con tono conspirador, me susurró al oído-: Quisiera hablar contigo en privado acerca de un negocio del que necesito que te encargues.
– ¿Qué clase de negocio?
– Necesito que encuentres algo, y me han dicho que eres muy buena buscando. He hecho algunas averiguaciones después de que me interrogaras acerca de Kenny.
– Ahora estoy bastante ocupada. Y no soy una investigadora privada.
– Mil dólares de comisión si lo encuentras.
El tiempo pareció detenerse por un instante, mientras me gastaba el dinero mentalmente.
– Claro que, si lo mantenemos en secreto, no veo por qué no ayudar a un amigo. -Bajé, la voz-. ¿Qué buscas?
– Ataúdes -susurró Spiro-. Veinticuatro ataúdes.
Cuando llegué a casa, Morelli estaba esperándome en el pasillo, con la espalda apoyada contra la pared y las piernas cruzadas.
– Deja que adivine -dijo-. Sobras.
– Vaya, ahora sé cómo lograste convertirte en detective.
– Puedo hacerlo mejor. -Olfateó-. Pollo.
– Pareces un sabueso.
Cogió la bolsa mientras yo abría la puerta.
– ¿Has tenido un día difícil?
– A las cinco de la tarde ya no podía serlo más. Si no me quito esta ropa pronto, me llenaré de moho.
Se apartó, entró en la cocina y sacó de la bolsa un trozo de pollo envuelto en papel de aluminio, además de un recipiente con relleno, otro de salsa y otro de puré de patatas. Metió la salsa y el puré en el microondas, y preguntó:
– ¿Cómo te ha ido con la lista?
Le di un plato y cubiertos y saqué una cerveza de la nevera.
– Mal. Nadie lo ha visto.
– ¿Tienes idea de qué podemos hacer ahora?
– No.
¡Sí! ¡El correo! Había olvidado que tenía el correo de Kenny en mi bolso. Lo saqué y lo extendí sobre la encimera de la cocina: una factura de la compañía telefónica, una factura de la tarjeta de crédito, un montón de propaganda y una tarjeta recordando a Kenny que le tocaba la revisión dental.
Morelli echó una ojeada a la vez que añadía salsa al relleno, al puré y al pollo frío.
– ¿Es tu correo?
– No mires.
– ¡Mierda! ¿No hay nada sagrado para ti?
– La tarta de manzana de mi madre. Bueno, ¿qué debo hacer? ¿Debería abrir los sobres con vapor o algo así?
Morelli dejó caer los sobres al suelo y los restregó con el zapato. Los recogí y los examiné. Estaban rotos y sucios.
– Ya estaban así cuando los entregaron -dijo-. La factura del teléfono primero.
Eché un vistazo a la factura y sorprendió descubrir que había cuatro llamadas al extranjero.
– ¿Qué te parece esto? ¿Conoces los prefijos?
– Los dos primeros son de México.
– ¿Puedes averiguar a quién pertenecen?
Morelli dejó su plato en la encimera, levantó la antena de mi teléfono móvil y marcó un número.
– Oye, Murphy, necesito que me consigas los nombres y las direcciones de unos números de teléfono.
Leyó los números en voz alta y comió mientras esperaba. Unos minutos después, Murphy volvió a hablar y Morelli le agradeció la información. Al colgar el auricular, me miró con la expresión impasible propia de un poli.
– Los otros dos son de El Salvador. Es todo lo que Murphy ha podido averiguar.
Cogí un trozo de pollo de su plato y le di un bocado.
– ¿Por qué llamaría a México y a El Salvador?
– Quizá esté planeando tomarse unas vacaciones.
No confiaba en Morelli cuando se ponía afable. Normalmente, sus emociones se dibujaban en su cara.
Abrió la factura de la tarjeta de crédito.
– Kenny ha estado ocupado. El mes pasado hizo compras por valor de casi dos mil dólares.
– ¿Algún billete de avión?
– Ningún billete de avión. -Me entregó la factura-. Míralo.
– Casi todo es ropa. Toda en tiendas locales. -Dejé las facturas sobre la encimera-. Acerca de esos números de teléfono…
Morelli hurgaba el contenido de la bolsa de comestibles.
– ¿Eso que veo es tarta de manzana?
– Si la tocas eres hombre muerto.
Morelli me dio un golpecito en la barbilla.
– Me encantas cuando te pones en plan duro. Me gustaría quedarme y oír más, pero tengo que irme.
Salió del apartamento y se metió en el ascensor. Cuando las puertas de éste se cerraron, me di cuenta de que se había largado con la factura de teléfono de Kenny. Me di un golpe en la frente con la palma de la mano.
– ¡Maldición!
Me quité la ropa mientras me dirigía hacia el cuarto de baño y tomé una ducha muy caliente. Después cogí un camisón de franela, me lo puse, me sequé el cabello con una toalla y, descalza, fui a la cocina.
Comí dos porciones de tarta de manzana, di a Rex dos trocitos y me acosté, pensando en los ataúdes de Spiro. No me había dado más información. Sólo que habían desaparecido y que tenía que encontrarlos. No estaba segura de cómo podía uno perder veinticuatro ataúdes, pero supongo que todo es posible. Le había prometido que regresaría sin la abue la Mazur para hablar de los detalles.
A las siete de la mañana me levanté de la cama y eché una ojeada por la ventana. Ya no llovía, pero el cielo seguía nublado, y lo bastante oscuro para dar la impresión de que era el fin del mundo. Me puse shorts, una camiseta y mis zapatillas de deporte. Lo hice con el mismo entusiasmo con que me enfrentaría al cadalso. Trataba de correr al menos tres veces por semana. Nunca se me ocurrió que podía disfrutar con ello. Corría para compensar la ingesta ocasional de cerveza y porque era bueno ser más veloz que los chicos malos.
Corrí poco más de cuatro kilómetros, entré tambaleándome en el vestíbulo y subí a mi apartamento en el ascensor. No había motivo para exagerar con eso del ejercicio.
Preparé café y me di una ducha rápida. Me puse unos vaqueros y una camisa tejana, engullí una taza de café y me cité con Ranger para desayunar media hora más tarde. Yo tenía acceso al submundo del barrio, pero él tenía acceso al submundo del submundo. Conocía a camellos, chulos y traficantes de armas. El caso de Kenny empezaba a preocuparme, y quería saber por qué. No es que afectara mi trabajo. Mi misión era muy clara: encontrar a Kenny y entregarlo. Mi problema era Morelli. No confiaba en él y odiaba la idea de que dispusiese de más información que yo.