Ranger ya se encontraba sentado a una mesa cuando llegué a la cafetería. Vestía téjanos negros, botas negras de piel de serpiente, muy brillantes -y hechas a mano- y una camiseta negra ceñida que hacía resaltar su torso y sus bíceps. En el respaldo de su silla, había una cazadora de cuero negra, medio ladeada debido al ominoso peso de un arma.
Pedí chocolate caliente y tortitas de arándano con mucho jarabe de arce.
Ranger pidió café y medio pomelo.
– ¿Qué hay?
– ¿Te has enterado del tiroteo en la gasolinera Delio's, en la calle Hamilton? -pregunté.
Asintió con la cabeza.
– Alguien se cargó a Moogey Bues.
– ¿Sabes quién fue?
– No tengo un nombre.
La camarera apareció con el chocolate y el café. Esperé a que se marchara antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Qué tienes, entonces?
– Muy malas vibraciones.
Tomé pequeños sorbos del chocolate caliente.
– Yo también las tengo. Morelli dice que busca a Kenny Mancuso para hacerle un favor a la madre de éste. Creo que hay más.
– ¡Ay, ay, ay! ¿Has estado leyendo novelas policiacas otra vez?
– Bueno, ¿qué crees? ¿Has oído algo raro acerca de Kenny Mancuso? ¿Crees que es el responsable de la muerte de Moogey Bues?
– Creo que eso no tiene por qué importarte. Tu misión es encontrarlo y entregarlo.
– Por desgracia, no tengo ninguna pista.
La camarera trajo mis tortitas y el pomelo de Ranger.
– Caray, eso parece delicioso -comenté mirando el pomelo, mientras echaba jarabe de arce sobre mis tortitas-. Puede que la próxima vez pida uno.
– Ándate con cuidado. No hay nada más feo que una vieja blanca gorda.
– No estás ayudándome mucho.
– ¿Qué sabes de Moogey Bues?
– Sé que está muerto.
Ranger comió un gajo de pomelo.
– Podrías investigarlo.
– Y mientras lo investigo, tú podrías parar las orejas.
– Kenny Mancuso y Moogey no solían moverse por mi barrio.
– De todos modos, no se perdería nada.
– Eso es cierto.
Acabé mi chocolate caliente y mis tortitas y deseé haberme puesto un jersey para poder bajarme la cremallera de los téjanos. Eructé discretamente y pagué la cuenta.
Regresé a la escena del crimen y le dije al propietario de la gasolinera, Cubby Delio, quién era y qué hacía.
– No lo entiendo -dijo-. Hace veintidós años que tengo esta gasolinera y nunca he tenido problemas.
– ¿Cuánto tiempo llevaba Moogey trabajando para usted?
– Seis años. Empezó cuando iba al instituto. Lo echaré de menos. Era simpático y uno podía fiarse de él. Siempre abría por las mañanas. Nunca tuve que preocuparme por nada.
– ¿Alguna vez le habló de Kenny Mancuso? ¿Sabe usted por qué estaban peleados?
Negó con la cabeza.
– ¿Qué hay de su vida privada? -pregunté.
– No sé mucho acerca de ella. Era soltero y, que yo sepa, no tenía novia. Vivía solo. -Revolvió unos papeles en su escritorio y encontró una lista de empleados muy ajada y manchada-. Ésta es su dirección en Mercerville, cerca del instituto. Acababa de mudarse. Había alquilado una casa.
Apunté la información, le di las gracias y regresé a mi jeep. Enfilé Hamilton, doblé en Klockner, pasé por delante del instituto Stienert y giré a la izquierda hacia una calle de chalets. Los jardines estaban bien cuidados y cercados para proteger a niños pequeños y perros. Las casas eran casi todas blancas con contraventanas de colores pastel. En los caminos de acceso había pocos coches. Era un barrio de familias en que trabajaban los dos miembros de la pareja. Todos estaban trabajando, ganando suficiente dinero para pagar al jardinero, a la sirvienta y la guardería de sus hijos.
Miré los números de las casas hasta llegar a la de Moogey. No se diferenciaba de las demás y nada indicaba que acababa de ocurrir una tragedia.
Aparqué, crucé el jardín y llamé a la puerta. Nadie acudió a abrir. No esperaba que lo hicieran. Eché un vistazo a través de una ventana estrecha que flanqueaba la puerta, pero vi muy poco: un vestíbulo con suelo de madera, escalera alfombrada, un pasillo que iba del vestíbulo a la cocina. Todo parecía en orden.
Regresé a la acera y me dirigí hacia el garaje. Miré dentro. Había un coche y supuse que era de Moogey. Un BMW rojo. Se me antojó un poco caro para un tipo que trabajaba en una gasolinera, pero ¿qué sabía yo? Apunté el número de la matrícula y volví a mi jeep.
Me encontraba sentada al volante, preguntándome qué hacer a continuación, cuando sonó mi teléfono móvil.
Era Connie, la secretaria de la agencia de fianzas.
– Tengo un caso fácil para ti. Pásate por la oficina cuando puedas y te daré el expediente.
– ¿De verdad es tan fácil como dices?
– Se trata de una vagabunda. La viejecita de la estación de ferrocarril. Roba ropa interior y se olvida de que debe presentarse en el juzgado. Lo único que tienes que hacer es recogerla y llevársela al juez.
– ¿Quién paga su fianza si no tiene hogar?
– Un grupo de una iglesia la ha adoptado.
– Voy para allá.
Vinnie tenía su despacho en la calle Hamilton. Vincent Plum, Agencia de Fianzas. Aparte de su inclinación por el sexo duro, Vinnie era una persona respetable. En general mantenía a las ovejas descarriadas de las familias trabajadoras de Trenton fuera de los calabozos. Ocasionalmente le tocaba un criminal de los de verdad, pero esos casos rara vez caían en mis manos.
La abuela Mazur se había formado de los agentes de recuperación una imagen de película de vaqueros, e imaginaba que entrábamos en las casas disparando contra todo lo que se movía. La realidad era que yo pasaba casi todo el día obligando a unos pobres tontos a subir a mi coche y conduciéndolos a la comisaría de policía, donde, tras fijar una nueva fecha para el juicio, los dejaban otra vez en libertad. Entregaba a muchos conductores en estado de ebriedad y alteradores del orden público y, ocasionalmente, un ratero o un ladrón de coches. Vinnie me había encargado el caso de Kenny Mancuso porque al principio parecía muy sencillo. Era su primer delito y pertenecía a una familia respetable del barrio. Además, Vinnie sabía que Ranger me echaría una mano.
Aparqué delante de la tienda de ultramarinos de Fiorello. Pedí a éste que me preparara un bocadillo de atún y me dirigí hacia la oficina de Vinnie, que estaba al lado.
Connie alzó la mirada de un escritorio que parecía puesto adrede para obstaculizar la entrada al despacho de Vinnie. Se había hecho la permanente y una especie de nido de ratas le enmarcaba el rostro. Era un par de años mayor que yo y unos diez centímetros más baja, pesaba catorce kilos más y, como yo, tras un divorcio desalentador usaba su apellido de soltera. El suyo era Rosolli, apellido que la gente del barrio evitaba desde que su tío Jimmy se echó un polvo. Jimmy ya tenía noventa y dos años y no podría encontrarse la polla ni aunque brillara en la oscuridad, y, sin embargo, se echó un polvo.
– Hola. ¿Qué tal te va? -me preguntó.
– Es una pregunta difícil de contestar. ¿Tienes el expediente de la vagabunda?
Connie me entregó varios formularios grapados.
– Eula Rothridge. La encontrarás en la estación de ferrocarril.
Hojeé el expediente.
– ¿No hay foto?
– No la necesitas. Estará sentada en el banco más cercano al aparcamiento, tomando el sol.
– ¿Alguna sugerencia?
– Trata de no deprimirte.
Hice una mueca y me marché.
Trenton era un lugar ideal para la industria y el comercio por estar situado a orillas del río Delaware. Con los años, el Delaware fue perdiendo importancia como vía fluvial, y eso supuso la decadencia de Trenton, que quedó perdido en medio de un nudo de autopistas estatales. Sin embargo, recientemente se había instalado en él un club de béisbol de segunda división, de modo que todos confiábamos en obtener pronto fama y fortuna.
El gueto se había apoderado lentamente de los alrededores de la estación, así es que resultaba casi imposible llegar sin pasar por calles flanqueadas de deprimentes casitas adosadas habitadas por personas crónicamente deprimidas. En verano, los barrios se impregnaban de sudor y descarada agresividad. Cuando la temperatura descendía, el carácter de la gente se tornaba sombrío y la animosidad se ocultaba detrás de las paredes.
Conduje por esas calles con las portezuelas y las ventanillas bien cerradas. Lo hacía más por costumbre que por un deseo consciente de protegerme, puesto que cualquiera que tuviese a mano un mondador de patatas podía rajar la capota de lona.
La estación de ferrocarril de Trenton es pequeña y no especialmente memorable. Al frente hay una entrada para coches, donde la gente se baja de los taxis, éstas esperan y un poli monta guardia. Varios bancos la bordean.
Eula se hallaba sentada en el banco más alejado. Vestía varios abrigos de invierno, un gorro de lana morado y zapatillas de deporte. Su rostro estaba surcado de arrugas; del gorro salían algunos mechones desiguales de cabello gris. Sus piernas parecían salchichas de tan hinchadas, y las tenía cómodamente abiertas, dejando a la vista cosas que más valía no ver.
Detuve el jeep delante de ella, en una zona donde estaba prohibido aparcar, y el poli me dirigió una mirada de advertencia.
Agité los formularios de la fianza.
– Tardaré sólo un minuto -dije-. He venido a llevar a Eula al juzgado.
Por la expresión de su rostro supuse que me deseaba buena suerte, y volvió a sumirse en sus pensamientos.
Eula se aclaró la garganta.
– No pienso ir a ningún juzgado.
– ¿Por qué?
– Hay sol. Necesito mi vitamina D.
– Le compraré un litro de leche. La leche tiene mucha vitamina D.
– ¿Qué más vas a comprarme? ¿Un bocadillo?
Saqué de mi bolso el bocadillo de atún.
– Iba a comérmelo, pero se lo regalo.
– ¿De qué es?
– De atún. Lo compré en la tienda de Fiorello.
– Fiorello prepara buenos bocadillos. ¿Has comprado pepinillos también?
– Sí, he comprado pepinillos.
– No sé… ¿Qué será de mis cosas?
Detrás de ella había un carrito de supermercado. En él había metido dos bolsas de basura negras, llenas de quién sabe qué.
– Las guardaremos en la consigna de la estación.
– ¿Quién va a pagar? Tengo ingresos fijos, ¿sabes?
– Yo pagaré.
– Tendrás que cargar con mis cosas. Soy coja.
Miré al poli, que sacudía la cabeza y sonreía.
– ¿Quiere algo de esas bolsas antes de que las guarde? -pregunté a la anciana.