Di media vuelta y tomando una escalera de caracol bajé a los almacenes. Abajo, botellas y cajones se hacinaban en el estrecho corredor. Planchas de metal desnudo, de reflejos azulados, revestían las paredes. Avancé un poco más y los tubos escarchados del sistema de refrigeración aparecieron bajo una bóveda. Los seguí hasta el fondo del corredor y allí desaparecieron.

Abrí la pesada puerta, de dos pulgadas de espesor y revestida de espuma aisladora, y un frío glacial me invadió el cuerpo. Me estremecí. Yo estaba de pie en el umbral de una gruta tallada en un témpano, y de las grandes bobinas que parecían relieves esculpidos colgaban estalactitas. También aquí, sepultados bajo una capa de nieve, se amontonaban los cajones y cilindros, y en las estanterías laterales había cajas y bolsas transparentes que contenían una materia amarilla y oleosa. E1 techo abovedado descendía poco a poco, y una cortina escarchada ocultaba el fondo de la gruta. La aparté. Un cuerpo alargado, cubierto con una lona, yacía sobre « una mesa rodante de aluminio. Alcé el borde de la lona y vi el rostro petrificado de Gibarían. Los cabellos negros, lacios, cruzados por un mechón gris, parecían pegados al cráneo. Los cartílagos de la garganta le sobresalían como aristas. Los ojos sin brillo miraban fijamente la bóveda, y había en la comisura de cada uno de los párpados una lágrima de hielo opaco. El frío era tan intenso que tuve que apretar los dientes. Sostuve el sudario con una mano, y rocé con la otra la mejilla de Gibarían. Fue como tocar el tronco de un árbol petrificado, erizado de pelos negros y punzantes. La curva de los labios parecía expresar una paciencia infinita, desdeñosa. Al soltar la tela observé, asomadas entre los pliegues que cubrían los pies de Gibarían, cinco perlas negras, ordenadas de mayor a menor. Quedé paralizado.

Había reconocido los dedos, la pulpa oval de los cinco dedos de un pie; bajo la arrugada mortaja, aplastada contra el cuerpo de Gibarían, estaba acostada la mujer negra.

Lentamente retiré la lona. La cabeza, coronada de cabellos crespos, enroscados en pequeños mechones, descansaba en el hueco de un brazo negro y macizo. La piel de la espalda relucía, tensa, en las aristas de las vértebras. Ningún movimiento animaba a ese cuerpo colosal. Observé una vez más las plantas de los pies; no estaban aplastadas ni deformadas por el peso del cuerpo; la marcha no le había endurecido la piel, intacta y tersa como en las manos o en los hombros.

Tuve que esforzarme de veras para atreverme a tocar ese pie desnudo. Hice entonces otra comprobación inverosímil: ese cuerpo, abandonado en una cámara congeladora, ese falso cadáver vivía y se movía. La mujer había retirado el pie, como un perro dormido cuando uno intenta tomarle una pata.

« Se va a helar… » pensé confusamente. Pero la carne estaba tibia y yo había creído sentir en las yemas de los dedos el latido regular del pulso. Retrocedí, el cortinado cayó, y huí precipitadamente.

Fuera de la gruta blanca, el calor me pareció sofocante. Avancé por el corredor y subí la escalera, que me llevó nuevamente a la plataforma exterior.

Me senté sobre las argollas de un paracaídas plegado y me tomé la cabeza entre las manos. Me sentía abrumado. Las ideas se me escapaban: imposible retenerlas, caían resbalando por una abrupta pendiente… ¿Qué me ocurría? Si la razón flaqueaba, cuanto antes perdiera la conciencia mejor que mejor. La idea de una extinción inmediata despertó en mi una esperanza inexpresable, irrealizable.

No valía la pena ir en busca de Snaut o Sartorius, nadie podía comprender plenamente lo que yo acababa de vivir, lo que había visto, lo que había tocado con mis propias manos. Había una única explicación, una única salida: la locura. Sí, era eso, desde mi llegada aquí me había vuelto loco. Las emanaciones del océano me habían atacado el cerebro; las alucinaciones se sucedían; de nada servía que tratara de resolver enigmas ilusorios. Tenía que solicitar auxilio médico, llamar por radio al Prometeoo alguna otra nave, enviar un S.O.S.

Un cambio inesperado se operó en mí: el pensamiento de que me había vuelto loco me devolvió la calma.

Sin embargo, yo había oído claramente las palabras de Snaut… Si era que Snaut existía, y si yo había hablado alguna vez con él. Era posible que las alucinaciones hubieran comenzado mucho antes. ¿Me encontraba quizá a bordo del Prometeo? Una enfermedad mental me había atacado de pronto, y yo enfrentaba ahora las creaciones de un cerebro delirante. No obstante, si yo estaba enfermo, podía pensar al menos que quizá me curaría, y alentar una esperanza de liberación, esperanza a la que debía renunciar si atribuía alguna realidad a aquellas embrolladas pesadillas.

Lo primero que yo podía hacer, me pareció, era idear alguna prueba —experimentum crucis—que revelase si yo en verdad había enloquecido, y era víctima de los espejismos de mi imaginación, o que mis experiencias habían sido reales, aunque parecieran absurdas e inverosímiles. Mientras daba vueltas a todo esto en mi cabeza, yo miraba el monorriel que elevaba la rampa de lanzamiento: una viga de acero de color verde pálido que corría a un metro por encima del suelo. En algunos sitios el barniz se descascaraba, desgastado por el frotamiento de los transportadores de cohetes. Toqué el acero, sentí cómo se calentaba bajo mis dedos, y lo golpeé con mis nudillos. ¿Era posible que el delirio alcanzara un nivel de realidad semejante? Sí, me respondí a mí mismo. Al fin y al cabo, ese era mi dominio, yo conocía el tema.

Pero ¿era posible idear un experimento clave? No, me dije, es imposible, pues mi cerebro enfermo (si está enfermo) creará las ilusiones que yo le pida. Aun en sueños, y disfrutando de buena salud, hablamos con desconocidos, les hacemos preguntas, y escuchamos las respuestas. Además, aunque nuestros interlocutores sean en realidad creaciones de nuestra propia actividad psíquica, desarrolladas mediante un proceso seudoindependiente, mientras esos inter-locutores no nos han hablado, ignoramos qué frases nos dirán. Y sin embargo, esas frases han sido formuladas por una parte distinta de nuestra mente; tendríamos que conocerlas en el instante mismo en que las pensamos para ponerlas en labios de criaturas ficticias. No importaba pues el experimento, ni el modo de llevarlo a cabo. Yo siempre podía comportarme como si estuviese soñando. Si Snaut o Sartorius no existían realmente, de nada servía hacerles preguntas.

Pensé en tomar alguna droga poderosa, peyote, por ejemplo, u otra preparación que provocara alucinaciones coloreadas. Si yo luego tenía visiones, esto probaría que había vivido de veras los sucesos recientes, y que éstos eran parte de la realidad material circundante. Y en seguida pensé que no, que ésa no sería una experiencia clave, pues yo conocía los efectos de la droga (que elegiría yo mismo), y mi imaginación podía sugerirme una doble ilusión: haber ingerido la droga, y experimentar sus efectos.

Daba vueltas y vueltas y el círculo siempre se cerraba; no había modo de escapar. Nadie podía pensar sino con el propio cerebro, nadie podía verse desde el exterior y verificar el adecuado funcionamiento de los procesos internos… De pronto, se me ocurrió una idea, tan simple como eficaz.

Me levanté de un salto y corrí hasta la cabina de radio. La sala estaba desierta. Eché una ojeada al reloj eléctrico de pared. Faltaba poco para las cuatro, la cuarta hora en la noche, artificial de la Estación; afuera brillaba el sol rojo. Conecté rápidamente la transmisora de largo alcance, y mientras el aparato se calentaba, recapitulé mentalmente las principales etapas del experimento.

No recordaba la señal para llamar a la estación automática del satélite, pero la encontré en una cartulina que colgaba encima del tablero central. Envié el llamado en morse, y ocho minutos después me llegó la respuesta. El satélite, es decir, el cerebro electrónico del satélite, se anunció con una señal pulsátil.


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