Las diferentes secciones del océano llevaban los nombres de los sabios que las habían explorado. Yo estudiaba la región acuosa de Thexall, que baña los archipiélagos ecuatoriales, cuando de pronto tuve la impresión de que alguien me miraba.

Yo seguía inclinado sobre el mapa, pero ya no lo veía; una somnolencia invencible había invadido todos mis miembros. Unas cajas y un armario pequeño defendían la puerta, frente a mí. Es un robot, me dije; sin embargo, no había encontrado ninguno en el cuarto, y ninguno hubiera podido entrar sin que yo lo notara. En la nuca y la espalda, me ardía la piel; el peso de esa mirada insistente, inmóvil, me era ya insoportable. La cabeza hundida entre los hombros, me apoyaba cada vez más contra la mesa, que empezó a deslizarse lentamente; ese movimiento me liberó. Di media vuelta.

La habitación estaba vacía. No había allí nada más que la amplia ventana convexa, y del otro lado la noche. Pero la impresión persistía. La noche me miraba, la noche amorfa, ciega, inmensa, sin fronteras. Detrás del vidrio, ninguna estrella iluminaba la oscuridad. Corrí las cortinas. No hacía ni una hora que me encontraba en la estación y ya mostraba síntomas mórbidos. ¿Sería un efecto de la muerte de Gibarían? Yo hubiera dicho en otro tiempo que Gibarían no era hombre que perdiera fácilmente la cabeza. Ahora no estaba tan seguro.

Yo seguía de pie en el centro del cuarto, junto a la mesa. Ya respiraba mejor; el sudor se me enfriaba en la frente. ¿En qué había pensado un instante antes? Ah, sí, ¡en los robots! Me sorprendía no haber tropezado con ninguno. ¿Dónde podían estar? El único que se había comunicado conmigo — desde lejos— pertenecía a los servicios de recepción de vehículos. ¿Y los otros?

Miré mi reloj. Era hora de reunirme con Snaut.

Unos filamentos luminosos que corrían a lo largo del cielo raso alumbraban tenuemente la ro-tonda. Me aproximé a la puerta de Gibarían y me quedé allí inmóvil, largo rato. El silencio era total. Tomé el picaporte. En realidad, no tenía intención de entrar, pero el picaporte cedió, la puerta se entreabrió, mostrando una hendedura negra; en seguida se encendieron las lámparas. Traspuse rápidamente el umbral, y sin ruido, volví a cerrar la puerta. Luego me volví.

Rocé con los hombros el batiente de la puerta. La habitación era más grande que la mía; una cortina tachonada de florecillas rosadas y azules, traída sin duda de la Tierra con los efectos personales, y no prevista en el equipamiento de la Estación, velaba tres cuartas partes de la ventana panorámica. A lo largo de las paredes se alineaban las estanterías, separadas entre sí por armarios. Los armarios y bibliotecas, pintados con un esmalte de color verde pálido y reflejos de plata, estaban vacíos, y había pilas de cosas hacinadas entre los sillones y las banquetas. A mis pies, dos mesas rodantes derribadas obstruían el paso, sepultadas bajo un montón de periódicos que escapaban de unos abultados portafolios, de costuras reventadas. Los libros, de folios desplegados en abanico, estaban manchados con líquidos de colores que se habían derramado de retortas y botellas rotas, de tapones corroídos; recipientes de un vidrio tan grueso que una simple caída, aun desde una altura considerable, no hubiera podido destrozarlos de esa manera. Debajo de la ventana había un escritorio volcado, aplastando una lámpara articulada. Dos patas de un taburete se hundían en un cajón entreabierto. Una verdadera inundación de papeles de todos los tamaños cubría el piso. Reconocí la letra de Gibarían. Mientras me inclinaba a recoger las hojas sueltas, advertí que mi mano proyectaba una sombra doble.

Me enderecé rápidamente. El cortinado rosa flameaba, atravesado por una línea incandescente de color blanco azulado, cada vez más ancha. Descorrí la cortina. Un resplandor insoportable avanzaba por el horizonte, persiguiendo a un ejército de sombras espectrales que se levantaban entre las olas y se alargaban hacia la estación. Amanecía. Luego de una hora nocturna, el segundo sol del planeta, el sol azul, subía en el cielo.

Cuando volví al montón de papeles, el interruptor automático apagó las lámparas. Tropecé ante todo con la minuciosa descripción de un experimento decidido tres semanas antes: Gibarían tenía la intención de exponer el plasma a una radiación extremadamente intensa de rayos X. De acuerdo con el tenor del texto, comprendí que estaba destinado a Sartorius, quien organizaría las operaciones: lo que yo tenía en mis manos era una copia del proyecto.

La blancura de las páginas me lastimaba los ojos. Ese nuevo día era distinto del anterior. A la tibia claridad del sol anaranjado, unas brumas rojizas habían planeado por encima del sol negro, de reflejos sanguinolentos, y una cortina purpúrea había velado casi constantemente las olas, las nubes, el cielo. Ahora, el sol azul atravesaba con una luz de cuarzo la tela floreada. Mis manos bronceadas parecían grises. La habitación había cambiado: todos los objetos de reflejos rojizos parecían empañados, y eran de un color gris pardusco, mientras que los objetos blancos, verdes y amarillos tenían un brillo más intenso, como si irradiaran una luz propia. Entornando los ojos, me aventuré a echar otra ojeada por la abertura del cortinado: una superficie de metal fluido vibraba y palpitaba bajo un cielo de llamas blancas. Cerré los ojos, y retrocedí. Sobre la repisa del lavabo (de borde recientemente mellado) encontré un par de grandes anteojos negros; me cubrían la mitad de la cara. La cortina irradiaba ahora una luz de sodio. Juntando las hojas y colocándolas sobre la única mesa utilizable, continué leyendo. Había lagunas en el texto; en vano recorrí una y otra vez las páginas dispersas.

Encontré un informe de las experiencias ya realizadas y me enteré de que durante cuatro días consecutivos Gibarían y Sartorius habían sometido el océano a una radiación intensa en una cierta zona, a dos mil kilómetros de la posición actual de la Estación. Ahora bien, el empleo de rayos X estaba prohibido por una convención de la ONU (los efectos eran demasiado nocivos) y yo tenía la absoluta certeza de que nadie había pedido a la Tierra que lo autorizaran a llevar a cabo estos experimentos. Levantando la cabeza, vi mi imagen en el espejo de la puerta entreabierta de un armario: un rostro macilento enmascarado con anteojos negros. También el cuarto, poblado de reflejos blancos y azules, tenía un aspecto curioso. De pronto oí un chirrido prolongado: unas celosías exteriores, herméticas, se deslizaron por delante de la ventana. Hubo un instante de oscuridad, y en seguida se encendieron las luces, que me parecieron muy débiles. Hacía cada vez más calor; la monótona cadencia de los aparatos de refrigeración era un chillido exasperado. Sin embargo, el calor sofocante no dejaba de aumentar.

Oí pasos. Alguien caminaba en la rotonda. De dos saltos silenciosos estuve junto a la puerta. Los pasos se hacían más lentos; el desconocido estaba detrás de la puerta. El picaporte bajó; maquinal, irreflexivamente, lo sujeté; la presión no aumentó ni se debilitó. Nadie, del otro lado de la puerta, alzó la voz. Nos quedamos así un momento. Aferrados los dos al picaporte. De pronto, la manija se levantó, y se me escapó de las manos. Los pasos se alejaron sigilosos. Escuché de nuevo, la oreja pegada al panel. No oí nada más.


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