Es increíble la velocidad que puede tomar la sucesión de hechos a partir de uno que se diría inmóvil. Es un vértigo; directamente los hechos ya no se suceden: se hacen simultáneos. Es el recurso ideal para desembarazarse de la memoria, para hacer de todo recuerdo un anacronismo. A partir de aquel lapsus mío, todo empezó a pasar a la vez. En especial para Delia Siffoni, la madre de Omar. La desaparición de su hijo la afectó mucho, le afectó la mente, cosa que habría debido sorprenderme porque no era de tipo emocional; era de esas mujeres, tan abundantes entonces en Pringles, en las afueras pobres donde vivíamos, que antes de dejar de parir para siempre tenían un solo hijo, un varón, y lo criaban con cierto desapego severo. Todos mis amigos eran hijos únicos, todos más o menos de la misma edad, todos con esa especie de madres. Eran maniáticas de la limpieza, no dejaban tener perros, parecían viudas. Y siempre: un solo hijo varón. No sé cómo después llegó a haber mujeres en la Argentina.

Delia Siffoni había sido amiga de mi madre en su infancia. Después se había ido del pueblo, y cuando volvió, casada y con un hijo de seis o siete años, vino a alquilar por pura casualidad una casa al lado de la nuestra. Las dos amigas se reencontraron. Y nosotros dos, Omar y yo, nos hicimos inseparables, todo el día juntos en la calle. Nuestras madres en cambio mantenían esa distancia teñida de malevolencia típica de las mujeres locales. Mamá le encontraba muchos defectos, pero eso era casi un pasatiempo para ella. En primer lugar, que estaba loca, desequilibrada: todas lo estaban, cuando se ponía a pensarlo. Después la manía de limpieza; hay que reconocer que Delia era un dechado. Mantenía herméticamente cerrada la salita, a la que nadie entraba nunca bajo ningún pretexto. El único dormitorio resplandecía, y la cocina también. En esos tres ambientes se terminaba la casa, que era una réplica exacta de la nuestra. Barría varias veces por día los dos patios, el delantero y el trasero, incluyendo el gallinero; y la vereda, de tierra, estaba siempre asperjada. Se dedicaba a eso. Le habíamos puesto de apodo "la paloma", por la nariz y los ojos; mi madre era especialista en encontrar parecido con animales. Ahí contribuía el modo de hablar de Delia, un poco susurrante y precipitado, lo mismo que sus modales y desplazamientos cuando estaba en la vereda (siempre estaba afuera: otro defecto), esos pasitos ligeros con los que parecía alejarse, y volvía hacia su interlocutora, mil veces, se iba, volvía, se acordaba todavía de algo más que decir…

Delia tenía una profesión, un oficio, y en eso era una excepción entre las mujeres del barrio, sólo amas de casa y madres, como era el caso de la mía. Era costurera (costurera, justamente, ahora me doy cuenta de la coincidencia), podría haberse ganado la vida con su trabajo y de hecho lo hacía porque su marido tenía no sé qué empleo vago de transportes y en líneas generales no podía decirse que trabajara. Ella era una costurera de fama, confiable y prolijísima, aunque de un gusto pésimo. Lo hacía perfecto, pero había que darle instrucciones muy precisas, y vigilarla hasta el último minuto para que no lo echara a perder siguiendo su inspiración nefasta. Pero rápida, era rapidísima. Cuando las clientas iban a probarse… Había cuatro pruebas, eso era canónico en la costura pringlense. Con Delia, las cuatro pruebas se confundían en un instante, y además la prenda ya estaba hecha antes. Con ella no había tiempo de cambiar de idea, ni mucho menos. Había perdido mucha clientela por ese motivo. Siempre estaba perdiendo clientas; era un milagro que le quedaran. Es que siempre estaban apareciendo nuevas. Su velocidad sobrenatural las atraía, como la luz de una vela a las polillas.

En el verano, me despertaban los pájaros. Teníamos un solo dormitorio para toda la familia, en la parte delantera de la casa, a la calle. Mi camita estaba bajo la ventana. Mis padres, gente de campo, tenían el hábito de dormir con la ventana cerrada; pero yo había leído en el Billiken que era más sano tenerla abierta de noche, así que cuando todos dormían me ponía de pie en la cama y la abría, un centímetro apenas, sin hacer el menor ruido. El griterío de los pajaritos en los árboles de enfrente me caía encima antes que a nadie. Era el primero en despertarme, sobresaltado por ese polvillo de puntos agudos, así como había sido el último en dormirme al cabo de una interminable sesión de horrores mentales. Pero siempre sucedía que mi mamá se había dormido después que yo, y se había despertado antes. Me enteraba indirectamente, por algún comentario, y además sabía que ella se quedaba levantada hasta después de la medianoche, tejiendo, cosiendo, escuchando la radio, tocando el piano -curiosa ocupación esta última, pero ella había sido concertista de pueblo, de día no tenía tiempo ni ganas de practicar, y a mí no me despertaba. Cuando me despertaban los pájaros a la mañana ella ya trajinaba desde hacía rato. No sé cómo podía ser, porque sin negar una realidad, yo seguía creyendo en la otra: yo velaba mientras ella dormía, inclusive la veía dormir (creo verla todavía), dormir profundamente, abandonada al sueño, que la embellecía. Su vigilia se traspapelaba en el sueño. ¿No sería sonámbula? Apuntaba en ese sentido el hábito tan curioso de tocar el piano (Clementi, Mozart, Chopin, Beethoven, y una transcripción de Lucia de Lammermoor ) en lo profundo de la noche. Eso nunca lo oí, ella debía de asegurarse de que yo estuviera bien dormido, pero hasta hoy puedo evocar la sensación sobrenaturalmente sedante de esa música nocturna, cada nota desatando todos los nudos de mi vida. De ahí debe de datar mi pasión torturada por la música, por la música que no entiendo, la más extraña, absurda, vanguardista -ninguna me parece lo bastante avanzada e incomprensible. De adulto, descubrí que mi madre dormía inmensamente, era una privilegiada, una Reina del Sueño, de las que podrían dormir siempre, toda la vida, si se lo propusieran. Pero entonces, ella tenía la coquetería del insomnio, y cuando por casualidad se refería a la noche era para decir "No pegué un ojo". Como todos los chicos, yo debí de creerle al pie de la letra. Yo también he sido un Rey del Sueño, un verdadero lirón.

En verano me despertaba tempranísimo, con los pájaros, porque amanecía muy temprano, mucho más que ahora. Antes no se cambiaba la hora según las estaciones, y además Pringles estaba muy al sur, donde los días eran más largos. A las cuatro, creo, empezaba el coro de los pájaros. Pero había uno, un pájaro, que era el que me despertaba en esos amaneceres de verano, un pájaro con el canto más bello y extraño que pueda soñarse. Nunca volví a oír algo así. Era un gorjeo atonal, locamente moderno, una melodía de notas al azar, agudas, límpidas, cristalinas. Las hacía tan especiales lo inesperadas que eran, como si existiera una escala, y el pájaro escogiera cuatro o cinco notas de ella en un orden que burlaba por sistema cualquier expectativa. Pero el orden no podía ser inesperado siempre, no hay un método así; el azar mismo debía contribuir a que se cumpliera alguna expectativa, la ley de las probabilidades lo exige. Y sin embargo, no.

En realidad no era un pájaro. Era el camión del señor Siffoni, cuando le daba manija. En aquel entonces a los autos había que darles manija por delante para poner en marcha el motor. Éste era un vehículo viejísimo, un camioncito cuadrado, de lata roja, que no se sabía bien cómo podía seguir funcionando. Después del trino maravilloso, venían las toses patéticas del motor. Me pregunto si no sería eso lo que me despertaba, e imaginaba el canto previo. Suelo tener, todavía hoy, esas ensoñaciones del despertar. Aquello les dio el modelo.

El camioncito rojo se recortaba en los colores limpios y hermosos del amanecer pringlense, el cielo perfecto de azul, el verde de los árboles, el dorado de la tierra de nuestra calle. El verano era la única estación en que Ramón Siffoni trabajaba en cargas. El resto del año descansaba. Tampoco en la temporada trabajaba mucho, según mis padres, que lo criticaban por eso. Ni siquiera se levantaba temprano, decían (pero yo sabía la verdad).

Justo al lado de casa, del otro lado, vivía un camionero de profesión, uno verdadero. Tenía un camión modernísimo, enorme, con acoplado (en ese acoplado justamente habíamos jugado aquel mediodía fatídico Omar y yo), y hacía largos viajes hasta los más lejanos confines de la Argentina. No sólo en verano, esas cargas de ocasión y buen clima de Siffoni en su camión de juguete, sino en serio. Se llamaba Chiquito, era medio pariente nuestro, y a veces cuando yo salía para la escuela en pleno invierno, con el cielo todavía oscuro, él me había dejado un muñeco de nieve en la puerta, señal de que había partido en un largo viaje.

El muñeco de nieve… La bella postal del camioncito rojo en el amanecer celeste y verde… La fiesta de los sentidos. Y todo eso se balanceó de pronto en la desaparición.

Mis padres eran gente realista, enemiga de las fantasías. Todo lo juzgaban por el trabajo, su patrón universal para medir al prójimo. Todo lo demás se inclinaba ante ese criterio, que yo heredé en bloque y sin discusión: siempre he venerado el trabajo por encima de cualquier otra cosa; el trabajo es mi dios y mi juicio universal; pero nunca trabajé, porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y mi devoción me eximió de trabajar por mala conciencia o por el qué dirán.

En las conversaciones familiares en mi casa era habitual pasar revista a los méritos de vecinos y conocidos. Ramón Siffoni era uno de los que salían mal parados en ese escrutinio. Su esposa no escapaba a la condena porque mis padres, realistas como eran, nunca hacían de las esposas víctimas del ocio de los maridos. Que ella también trabajara, cosa rarísima en nuestro medio, no la eximía, por el contrario la hacía más sospechosa. Esa costurera delgada, pequeña, con rasgos de pájaro, neurótica en grado sumo, de la que era imposible adivinar los horarios de costura ya que siempre estaba en la puerta comadreando, ¿qué hacía en realidad? Misterio. El misterio era parte del juicio, porque mis padres, por realistas, no podían ignorar que las recompensas del trabajo eran caprichosas, con demasiada frecuencia inmerecidas. La divinidad enigmática del trabajo se encarnaba, en una suspensión negativa del juicio, en Delia Siffoni. Mi mamá podía reconocer las prendas hechas por ella en cualquier mujer del pueblo (es cierto que las conocía a todas), perfectas, prolijas hasta la locura, sobre todo los sábados a la noche en la "vuelta al perro", y después se lo comentaba a Delia; a mí me parecía un poco hipócrita, pero no entendía bien sus mecanismos. Con todo, las epifanías, y la hipocresía, son parte del tratamiento divino.


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