En aquel preciso momento de su vida profesional, y de su vida a secas, Delia había caído en una especie de trampa hecha a su medida. Silvia Balero, la profesora de dibujo, pretendida mosca muerta y candidata a solterona, se casaba de apuro. En nombre de las apariencias, lo haría por iglesia, de blanco. Y el encargo del vestido de novia se lo llevó a Delia. Como era artista, la Balero hizo ella misma el diseño, atrevido, nunca visto, y trajo de Bahía Blanca, adonde viajaba con frecuencia en su autito, los quintales de tules y plumetí, todo de nylon, que era la última novedad. Trajo hasta el hilo para coserlo, también sintético, trencilla de banlon perlado. Sus dibujos contemplaban hasta el menor detalle, y además se hizo el deber de estar presente en el corte y los hilvanes preliminares: ya se sabía que a la costurera había que vigilarla de cerca. Ahora bien, Delia era especialmente mojigata, más que el común. Era casi malévola en ese sentido; durante años había estado atenta a cada irregularidad moral en el pueblo. Y cuando las conocidas, con las que departía el día entero, empezaron a hacerle preguntas (porque del caso Balero se hablaba con fruición) se sintió molesta y empezó a hacer amenazas, por ejemplo de no coser ese vestido, el traje hipócrita de la ignominia blanca… ¡Pero sí que iba a coserlo! Un pedido así, se daba una vez por año, o menos. Y con el inútil de marido que tenía, según el consenso del barrio, no estaba para moralismos. La situación estaba cortada a medida para ella, porque una velocidad se superponía a la otra. Ya dije que cuando ella ponía manos a la obra las pruebas se superponían a la puntada final… Un embarazo tenía plazo y velocidad fijas, es decir una lentitud; pero aquí no se trataba del ajuar de un bebé; en el caso de Silvia Balero había un anacronismo de precisión, al que en la vida de pueblo se le hacía mucho caso. La ceremonia, el vestido blanco, el marido… Todo debía realizarse de pronto, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, y sólo así funcionaba. En realidad no funcionaba, porque ya todos los detentadores de opinión que a Silvia podían importarle estaban sobre aviso. Es como para ponerse a pensar, por qué se tomaba tanto trabajo. Probablemente porque estaba obligada.

Era una chica cuyos veinte años habían pasado, sin novio, sin casamiento. Una profesional, a su modo. Había estudiado dibujo, o algo así, en una academia de Bahía Blanca; daba clases en el colegio de monjas (su empleo estaba en peligro), en el Colegio Nacional, y a alumnos privados, organizaba exposiciones, todo eso. No sólo era profesora de dibujo diplomada, sino una amiga de las artes, casi una vanguardista. Es cierto que había llegado hasta los Impresionistas nada más, pero no hay que ser demasiado severos en ese punto. A los pringlenses en aquel entonces había que explicarles el Impresionismo, y recomenzar toda la historia, con valentía. A ella no le faltaba valor, aunque quizás sólo fuera su inconsciencia de tonta. Y era linda, inclusive muy linda, una rubia alta con maravillosos ojos verdes, pero a las solteronas siempre les pasaba eso: ser lindas sin ningún efecto. Haberlo sido, en vano.

El verdadero problema no era ella, sino el marido. ¿Quién sería? Misterio. Para casarse se necesitan dos. Ella se casaba, por amor según decía (o le hacían decir en los relatos: todo era muy indirecto), no por necesidad… Muy bien, era mentira pero muy bien. Al menos era coherente. Salvo que, ¿con quién? Porque el sujeto, el responsable, era casado, y tenía tres hijas. Histéricas de las que se tomaban sus fantaseos nupciales por realidad era lo que sobraba entre las solteronas de Pringles. Representaban casi una magia. Y de la Balero bien podía esperarse algo así, aunque nadie se lo hubiera esperado antes. Todo esto eran suposiciones, comentarios, chismes, pero convenía prestarle atención porque por regla general eran ciertos como la verdad.

Loca ya, a Delia Siffoni la desaparición de su único hijo la volvió loca. Entró en un frenesí. Espectáculo prodigioso, postal perenne, cine trascendental, escena de las escenas: ver a una loca volverse loca. Es como ver a Dios. La historia de estas últimas décadas ha hecho más y más rara esa ocasión. Aunque fui testigo, no me atrevería a intentar una descripción. Me remito al juicio del barrio; en él, la última palabra la tenían los miembros del mismo sexo que el enjuiciado. Los hombres se hacían cargo de los hombres, las mujeres de las mujeres. Mi mamá era entusiasta partidaria de la desesperación, tratándose de los hijos. Según ella, no quedaba otra cosa: aullar, perder la cabeza, hacer escenas. Nunca tuvo que hacerlas, por suerte; tenía sangre alemana, era en extremo discreta y reservada, no sé cómo se las habría arreglado. Cualquier otra cosa equivalía a ser "tranquila", lo que en su idioma alusivo, pero muy preciso, significaba no amar a su prole. Más allá de la desesperación no veía nada. Después sí vio, vio demasiado, cuando nuestra felicidad se hizo pedazos; pero en aquel entonces era muy estricta: la escena, el telón del grito, y atrás nada. En realidad, ni a ella ni a ninguna de sus conocidas le había sido necesario nunca volverse locas de angustia; la vida era muy poco novelesca entonces… La locura de una madre sólo podía desencadenarla, hipotéticamente, algún accidente horrendo que les pasara a los hijos. A nosotros los chicos, libres y salvajes, nos pasaba de todo, pero no lo definitivamente horrendo. No nos perdíamos, no desaparecíamos… ¿Cómo perderse en un pueblito en el que todos se conocían, y casi todos estaban más o menos emparentados? Extraviar un hijo sólo podía pasar en laberintos que no existían entre nosotros. Aun así, aun siendo un temor nada más, el accidente existía: una fuerza invisible lo arrastraba hacia la realidad, y seguía arrastrándolo aun allí, dándole las formas más caprichosas, reordenando todo el tiempo sus detalles y circunstancias, creándolo, aniquilándolo, con toda la potencia inaudita de la ficción. En eso consistía, y debe de seguir consistiendo, la felicidad de Pringles.

No puede extrañar entonces que, en el trance aquel, Delia se haya visto ante el abismo, ante los campos magnéticos del abismo, y se haya precipitado. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El abismo que se abrió ante Delia Siffoni tenía (y sigue teniendo) un nombre: la Patagonia. Cuando les digo a los franceses que yo vengo de ahí (mintiendo apenas) abren la boca, me admiran, casi incrédulos. Hay mucha gente en todo el mundo que sueña con viajar alguna vez a la Patagonia, ese extremo del planeta, desierto bellísimo e incomunicable, en el que podrían pasar todas las aventuras. Todos están más o menos resignados a no llegar nunca tan lejos, y en eso debo darles la razón. ¿Qué irían a hacer allá? Y además, ¿cómo llegar? Se interponen todos los mares y ciudades, todo el tiempo, todas las aventuras. Es cierto que hoy las compañías de turismo simplifican mucho los viajes, pero por alguna razón sigo pensando que ir a la Patagonia no es tan fácil. Lo veo como algo distinto de cualquier otro viaje. Mi vida fue llevada a la Patagonia de un soplo, en un momento, aquel día de mi infancia, y se quedó allí. Creo que viajar no vale la pena si uno no lleva consigo su vida. Es algo que estoy confirmando a mis expensas durante estos días melancólicos en París. Es paradójico, pero un viaje se soporta sólo si es insignificante, si no cuenta, si no deja huella. Uno viaja, se va al otro lado del mundo, pero deja su vida en casa, guardada y lista para recuperarla a la vuelta. Salvo que cuando uno está lejos se pregunta si por casualidad no habrá traído su vida consigo, sin querer, y allá no habrá quedado nada. Basta con la duda para crear un miedo atroz, insoportable, sobre todo porque es un miedo a nada, una melancolía.

Siempre se usa una razón para precipitarse. Para eso sirven las razones. La que usó Delia no sólo era correcta en sí: también se adecuaba a lo que había pasado, en líneas generales, haciendo a un lado algún detalle. Ese mediodía, justo cuando estábamos jugando en la calle, el Chiquito había partido en su camión con rumbo a Comodoro Rivadavia, a cargar no sé qué, seguramente lana. Mi tía Alicia, que le daba pensión en su casa, lo había visto partir, después de un almuerzo temprano preparado para él solo. En efecto, había montado al camión ya listo para la travesía, el tanque lleno (se había ocupado de eso a la mañana), lo puso en marcha y partió rápido… ¿Qué más natural que un chico que estuviera jugando en la caja vacía quedara aprisionado del movimiento, no atinara a hacerse oír, y fuera llevado sin querer, quién sabe hasta dónde, en un rapto perfectamente involuntario? No era probable que el camionero se detuviera hasta la noche, ya pasado el Río Negro, en plena Patagonia. El Chiquito era de una resistencia formidable, un toro, y en este caso inclusive había hecho algún comentario (si no lo había hecho, Alicia bien podía inventarlo), en el sentido de la urgencia con que lo esperaban para esa carga, la conveniencia de salir después de un buen almuerzo para hacer un trecho larguísimo todo de una vez, etcétera.

Ya habían pasado varias horas, y el barrio entero estaba en ascuas por el caso del niño perdido. El señor Siffoni había tomado cartas en el asunto, aunque más no fuera para disminuir la histeria de su esposa. Pero justo cuando estaba ausente hizo crisis la suposición, nada descabellada, de la partida forzada en la caja del camión o el acoplado. Fue algo casi demasiado obvio. Las vecinas fueron un poco culpables de presentárselo así a Delia. Hicieron entonces algo absolutamente insólito: llamar un taxi, para no perder un solo minuto más y dar caza al camión. En Pringles había dos taxis, que se usaban sólo para ir a la estación del Ferrocarril Roca. Uno de ellos, el de Zaralegui, acudió llamado por teléfono. No debió de entender bien de qué se trataba, de otro modo no habría agarrado viaje. Era absurdo, porque su viejo Chrysler de los años treinta no podría alcanzar nunca la velocidad crucero de un camión un cuarto de siglo más moderno. Pero no les pareció extraño que el perseguidor fuera más lento que el perseguido. Por el contrario, les parecía que según la lógica del largo plazo tenía que alcanzarlo, ¿qué otra cosa podía pasar?

En el apuro de la partida, Delia, que estaba como loca, le dio un zarpazo al vestido de novia en el que estaba trabajando, y a su costurero, porque se le ocurrió que podía seguir trabajando durante el viaje, ya que la labor comportaba tanta urgencia. Ahora, si tal era el caso, si el trabajo urgía, pudieron preguntarse las vecinas, ¿por qué no trabajaba, en lugar de pasarse el día en la calle, manteniéndose al tanto de todo lo que pasaba? No estaba en sus cabales en ese momento crítico; un enorme vestido de novia, con su superposición de blancuras vaporosas y su volumen que superaba al de Delia, tan escaso, era lo más incómodo que podía haber escogido para llevar. (Quiero dejar anotada aquí una idea que más adelante puede ser útil: el único maniquí adecuado que se me ocurre para el vestido de novia es un muñeco de nieve.) Además, coser un vestido de novia en el asiento trasero de un taxi, bamboleándose por esos caminos de tierra que iban hacia el sur… Adónde iría a parar su famosa prolijidad. Y allí partió, como loca… Las vecinas la vieron irse y se quedaron donde estaban, haciendo comentarios y esperando que volviera. Tan irracional era la situación que realmente pensaban que estaría de vuelta en cualquier momento. Es que ni siquiera había cerrado la casa, ni siquiera le había avisado al marido… Eso justificaba que las vecinas se quedaran en corrillo en la vereda, esperando a Ramón Siffoni para decirle que su mujer había partido, desesperada, loca (como una buena madre) y todavía no regresaba…


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