Todo esto puede parecer muy surrealista, pero yo no tengo la culpa. Me doy cuenta de que parece una acumulación de elementos disparatados, según el método surrealista, de modo de obtener una escena que lo tuviera todo de la perfecta invención, sin el trabajo de inventarla. Esos elementos. Breton y sus amigos los traían de cualquier parte, de lo más lejano, de hecho los preferían tan lejanos como fuera posible, para que la sorpresa fuera mayor, el efecto más efectivo. Es interesante observar que en su busca de lo lejano hayan ido, por ejemplo en los "cadáveres exquisitos", apenas hasta lo más cercano: el colega, el amigo, la esposa. Por mi parte, no voy ni cerca ni lejos, porque no busco nada. Es como si todo hubiera sucedido ya. En realidad sucedió; pero a la vez es como si no hubiera sucedido, como si estuviera sucediendo ahora. Es decir, como si no sucediera nada.

Durante el viaje en taxi Delia no cosió una puntada, ni abrió la boca. Iba tiesa en el asiento trasero, con la vista fija en el camino, esperando el camión, contra toda esperanza. El silencio de Zaralegui, que tampoco habló, tenía otra densidad, porque ésa fue la última tarde de su vida. Podría haber dicho sus últimas palabras, pero se las guardó para él. Iba concentrado en la conducción, que si no exigía demasiada atención por la cantidad de vehículos circulando (ninguno) sí lo hacía por lo poceado del camino. Era un buen profesional. Debía de estar intrigado, o al menos confuso, por lo que estaba pasando. Nunca antes lo habían tomado para un trayecto tan inexplicable, y debía de estar preguntándose hasta dónde, hasta cuándo. No se lo preguntaría mucho tiempo más, el pobre, porque muy pronto iba a morir.

Sucedió que, muchas horas de marcha después, de pronto un camión enorme se precipitó contra ellos, contra Zaralegui al volante, bien de frente. Salvo que no de frente para el camión, sino de atrás. O sea que fueron ellos los que se precipitaron contra el camión, y a toda velocidad, a esa velocidad multiplicada que sólo sucede cuando dos vehículos vienen muy rápido y chocan. Quién sabe cómo pudo ser, si los dos iban en el mismo sentido. Quizás el camión aminoró un poco la velocidad, muy poco, y eso ya equivalía a una fantástica aceleración en contra para el que venía atrás. (Para explicarme este episodio, como tantos otros, estoy presuponiendo, con poco realismo, grandes velocidades.) Lo cierto es que el Chrysler se incrustó de la manera más salvaje contra la parte trasera del acoplado del camión, y quedó deshecho, reducido a un cascarón de lata retorcida. No sólo eso: quedó pegado, como un meteorito que hubiera hecho impacto en un planeta. Y siguió viaje allí, colgado. El camionero, treinta metros adelante, no lo advirtió siquiera. Aquellos camiones eran realmente como planetas. El que los conducía no podía saber jamás lo que pasaba en sus extremos inabarcables. Sobre todo cuando llevaba un acoplado, que era otro planeta a la rastra.

Zaralegui murió en el acto, no tuvo tiempo de pensar nada. A Delia, que iba atrás ocupada en pegar una valenciana con sus puntadas minúsculas, no le pasó nada. Pero el choque, el salto, la adhesión al planeta, y sobre todo el brinco hacia atrás que dio Zaralegui, ya muerto, que vino a quedar en sus brazos, en el pimpollo de tules, como un bebé, le produjeron un shock de proporciones. Perdió el conocimiento, y siguió viaje dormida, sin ver el paisaje. Más que sueño fue un coma histérico, del que salió distinta, loca por tercera vez. Ni se enteró, pero el camionero estacionó al borde del camino y durmió toda la noche en la cucheta, en el pequeño departamento que tenían aquellos camiones detrás de la cabina, prosiguió la marcha al amanecer, y no se detuvo en todo el día siguiente.

Cuando Delia se despertó, el sol se ponía sobre la provincia de Santa Cruz.

La Patagonia… El confín del mundo… Sí, de acuerdo; pero el confín del mundo sigue siendo el mundo. Todo el cielo rosa como el pétalo de una flor titánica, la tierra azul, un disco inmóvil sin otro límite que la línea… Eso era el mundo entonces. Eso era todo el mundo, ese lugar al que Delia había sido llevada por accidente, por la fuerza loca de los hechos, y del que parecía totalmente impensable que fuera a salir alguna vez. Primero se sintió como una niña en una calesita, montada en el lomo de un escarabajo de cristal negro. Hasta le parecía oír la música, y la oía realmente, sólo que era el silbido del viento.

Después, de pronto, la horrible circunstancia de la que era víctima y protagonista se le hizo presente. Soltó un grito y agitó los brazos espantada, con lo que el cadáver de Zaralegui abandonó su regazo y salió volando. Un bache debió de haber contribuido, porque ella no tenía tanta fuerza.

Y además del bache, con toda seguridad, el torbellino del viento. El camión en plena marcha desplazaba una masa de aire del volumen y peso de una montaña. Las montañas que no había en esa meseta infinita las creaba el aire. Pero también había viento, y no poco; la Patagonia es la tierra del viento. En realidad había varios, que se disputaban el polvo que levantaba el camión, y combatían fieramente con el viento propio del vehículo, la envoltura de su velocidad. A ese paquete lo desplegaban mil veces por segundo, con un ruido de papeles de aire, deshacían los moños de gravedad, desgarraban, en el apuro, como niños apremiados por ver los juguetes, sus pliegos acartonados y fluidos a la vez.

Zaralegui dio dos vueltas carnero a cuatro metros de alto; con la columna rota como la tenía, sus piruetas no habría podido imitarlas ningún acróbata del mundo. Después salió volando hacia un costado. Como los brazos se movían, agitados por la misma fuerza que lo transportaba, parecía vivo. ¡Qué espectáculo! Pero la conjunción de bache y torbellino debió de ser toda una mecánica de lanzamiento, porque Zaralegui no fue el único en salir volando: le siguieron el vestido, Delia, y la carcaza del auto, en ese orden. Cuando el vestido abrió su enorme ala blanca, la cola, y se elevó, a una velocidad supersónica, hacia el costado, Delia se sintió despojada. Era su trabajo el que se iba, y ella quedaba fuera del juego, sin función. Pensó que no lo recuperaría nunca. Ahora bien, cuando fue ella misma la que levantó vuelo, todos sus sentimientos se contrajeron en el terror. Era la primera vez que volaba.

La tierra se alejó, el camión también (lo último que vio de él fue la pared trasera de la caja, de la que se desprendía el capullo negro que había sido el Chrysler para echarse a volar a su vez), el cielo se acercó vertiginosamente. Cerró los ojos y al cabo de un instante los volvió a abrir.

El sol, que ya se había puesto en la superficie, se le apareció otra vez allá en el fondo del mundo; era la primera vez que volvía a ver el sol después de que se hubiera puesto. Era rojo como una pelota de hule rojo mojada de aceite luminoso. Y estaba en un lugar extraño: aunque visible, seguía bajo la línea del horizonte, en un nicho. Era el sol de la noche, que nadie había visto nunca.

Y no es que Delia se demorara en la contemplación. Ni siquiera podría decirse que lo haya mirado. Ni siquiera pensaba, lo que siempre es previo a mirar. Volar era una ocupación absorbente para ella. Tanto, tan absorbente de vida, que se le hizo una convicción absoluta que no sobreviviría. ¿Y cómo iba a sobrevivir? Los giros contradictorios del viento la habían llevado, en dos o tres volteretas, a más de cien metros de altura. El círculo del horizonte cambiaba de posición como si el compás hubiera caído en manos de un loco. Los vientos parecían gritar, excitadísimos: "Tomala vos", "Dámela a mí", entre carcajadas escalofriantes. Y Delia saltaba de aquí para allá, vibrando, vibrando, como un corazón en los altos y bajos de un amor, o en el vacío.

"Son mis últimos segundos", se gritaba a sí misma sin mover los labios. Los últimos segundos de su vida, y después no habría más que la negra noche de la muerte… Su angustia era indecible. Hablar de segundos era una retórica, pero también una gran verdad. Esos vientos locos parecían tener cuerda suficiente para hacer de los segundos minutos, y hasta horas, y no estaba fuera de lugar decir días, si se les antojaba. Pero aun así serían segundos, porque la angustia comprime el tiempo, cualquier lapso de tiempo, a la dimensión dolorosa de los segundos.

Debería aprovechar al menos esta experiencia, ya que no habría otra que la siga, pudo haberse dicho.

Pero eso era de todo punto de vista imposible. Gozar es imposible cuando todo es imposible; además, no había punto de vista alguno; no lo tenía el espectáculo que estaba dando, sin nadie que lo viera. Daba tantas vueltas, a una velocidad que superaba la del sonido, allí en las alturas límpidas del crepúsculo, que ya no tenía posiciones relativas. Era un collage, una figura recortada y movida por un artista caprichoso, filmada en cámara rápida, sobre el fondo más rosa y liso del mundo, o del cielo, iluminada por un reflector rojo. La experiencia inmediatamente anterior a la muerte no se disfruta, nunca. Ahora bien, como la muerte es lo inesperado por excelencia, de ninguna experiencia puede decirse que sea la última. Siempre está la posibilidad de que sea la anteúltima. Ese fue un error de Delia (¡sus últimos segundos!), el primero de una serie inusitada que la llevaría muy lejos.

Hay cosas que parecen eternas, y sin embargo pasan. La muerte misma lo hace. Delia había perdido de vista la tierra hacía rato, ya no sabía si estaba al derecho o al revés, si caía o se elevaba, si seguía la vertical o se iba de costado… ¿Qué importancia tenía, a esa altura? Siempre había un viento nuevo para tomarla en sus manos y jugar al yo-yo con ella. ¿De dónde salían, los vientos? Parecía haber un agujero en el cielo, de donde salía el chorro. Ese agujero era invisible.

Pero, como digo, de pronto había pasado. Delia se encontraba de vuelta en la tierra, y caminando. No sabía realmente cómo podía ser. Estaba caminando sobre sus dos piernas, en la tierra llana, despojada. No se veía un árbol, una altura, nada. Se olvidó de inmediato del peligro de muerte que había corrido.

Delia adoraba hacer el papel de la fatalista a ultranza, la dama de la muerte, cada tarde dispuesta a pasarse la noche en un velorio; su conversación estaba llena de cáncer, ceguera, parálisis, coma, infarto, viudas, huérfanos. Había encarnado con tanto entusiasmo ese personaje que ya era ella, era su temática, su posición. Era una preferencia electiva, porque la vida segura y protegida que llevaba, el capullo de la clase media pueblerina, la ponía al margen de cualquier prueba seria en la que estuviera en juego su supervivencia. El deseo de vivir quedaba exento de cualquier comprobación. Eso también formaba parte de su ser definitivo. Mientras volaba, sin tiempo para pensar o reaccionar (que es lo mismo) se había aferrado a su retórica personal. Ahora que estaba caminando sana y salva el tiempo se abría bajo sus pasos; sus piernas eran la tijera que recortaba el pimpollo traslúcido del tiempo, y seguían abriéndolo y desplegándolo. Con lo que se vio ante la perentoria necesidad de dar curso a ciertas ideas sobre la realidad y renunciar momentáneamente a ese "qué me importa, total ya estoy muerta" que constituía su elegancia.


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