Con tendencia a engordar, de pequeña estatura y morena, muy morena. El color de la piel de Emma era casi negro, una piel apagada, carente de suavidad. No se parecía a Alicia.
Alicia era negra. Totalmente negra y bella, escandalosamente bella. Llevaban quince años juntos. La había conocido en el bar de aquel hotel de Río mientras esperaba a uno de sus socios. La chica había ido al grano, ofreciéndose sin tapujos. Se la había quedado para siempre. Era suya, le pertenecía, y ella sabía la suerte que podía correr si se atrevía a engañarle con otro.
Él era un viejo, sí, y por eso le pagaba espléndidamente. Cuando él muriera, Alicia podría gastarse la fortuna que iba a dejarle en herencia, además del hermoso ático de Ipanema y las joyas que le había ido regalando.
Cuando la conoció, Alicia acababa de cumplir veinte años; era casi una niña de piernas largas y cuello interminable; él era un hombre de setenta que no asumía su ancianidad. Podía permitirse una chica como ésa: tenía suficiente dinero para que algunas mujeres hicieran la pantomima de considerarle aun un hombre.
Llamaría a Alicia e iría a visitarla a Río. Que estuviera preparada.
En realidad, no le gustaba salir demasiado de la inmensidad de su hacienda, situada en los límites de la selva. Allí se sentía seguro, con sus hombres recorriendo día y noche los muchos kilómetros del perímetro, protegido además por un sofisticado sistema de sensores y otros artilugios que hacían imposible la irrupción de intrusos.
Pero pensar en Alicia le había producido una sacudida de vitalidad y a su edad eso era impagable. Además, tenía que ir a Nueva York, así que de todas maneras tenía que pasar por Río.