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Clara Tannenberg y Ahmed Huseini esperaban impacientes un taxi en la puerta del Excelsior. Ninguno de los dos prestó atención a un hombre delgado, con el cabello castaño que, nervioso, se bajaba de otro taxi y entraba como una exhalación en el hotel.
Su taxi llegó un minuto después, de manera que tampoco vieron a ese mismo hombre salir corriendo del Excelsior gritando en dirección al taxi que les transportaba.
El hombre volvió a entrar y se dirigió a la recepción.
– Se han ido, ¿les importaría decirme si iban al aeropuerto, si dejaban Roma?
El recepcionista le miró con desconfianza a pesar de que el aspecto del hombre sólo delataba normalidad. Rasgos amables, pelo cortado a navaja, porte elegante, a pesar de ir vestido de sport…
– Señor, yo no le puedo dar esa información.
– Es muy importante que hable con ellos.
– Entiéndame, señor, nosotros no sabemos dónde van nuestros clientes cuando dejan el hotel.
– Pero al pedir un taxi habrán dicho para dónde… Por favor, se lo ruego, es muy importante.
– Verá, yo no sé qué decirle, déjeme consultar…
– Si usted fuera tan amable de decirme sólo si se dirigían al aeropuerto…
Algo en la voz y en la mirada del hombre llevó al veterano recepcionista a romper su código profesional.
– De acuerdo, iban al aeropuerto. Esta mañana cambiaron la fecha del vuelo a Ammán, su avión sale dentro de una hora. Llegaban tarde, la señora se retrasó y…
El hombre de nuevo corría en dirección a la entrada, donde se metió en el primer taxi que pasaba.
– ¡Al aeropuerto, rápido!
El taxista, un viejo romano, miró a través del retrovisor. Seguramente era el único taxista de toda Roma que no se contagiaba por la prisa de los clientes, así que condujo con toda parsimonia hasta Fiumicino, a pesar de la desesperación que vería reflejada en el rostro de su pasajero.
Una vez en el aeropuerto, buscó un monitor con la salida de los vuelos a Ammán y se dirigió veloz hacia la puerta por donde debían embarcar los pasajeros con destino a Jordania.
Demasiado tarde. Todos los pasajeros habían pasado ya la aduana y el carabiniere se negó a dejarle pasar.
– Son unos amigos, no he podido despedirme de ellos, es un minuto. ¡Por Dios, déjeme pasar!
El carabiniere se mostró irreductible y le pidió que se marchara.
Comenzó a caminar por el aeropuerto sin rumbo, sin saber qué hacer ni en quién confiar. Sólo sabía que debía hablar con aquella mujer fuera donde fuese, le costara lo que le costase, aunque la tuviera que seguir al fin del mundo.
En la escalerilla del avión sintieron el golpe de calor mezclado con aroma de especias. Volvían a casa, volvían a Oriente.
Ahmed bajaba por la escalerilla del avión delante de Clara, cargado con una bolsa de Vuitton. Detrás de ella, un hombre no la perdía de vista aunque intentaba pasar inadvertido.
No tuvieron ningún problema para pasar la aduana. Los pasaportes diplomáticos les abrían todas las puertas y Ammán, por más que juraba lealtad a Washington, tenía su propia política, y ésta no pasaba por plantar cara a Sadam, por poco que le gustara el dictador iraquí. Pero Oriente es Oriente, y la muy occidentalizada familia real jordana era experta en la diplomacia más sutil.
Un coche que esperaba a Clara y Ahmed a la salida del aeropuerto les condujo al Marriot. Ya era tarde, de manera que cenaron en la habitación. Continuaba la tensión entre ellos.
– Voy a llamar a mi abuelo.
– No es una buena idea.
– ¿Por qué? Estamos en Ammán.
– Con los norteamericanos vigilando por todas partes. Mañana cruzaremos la frontera. ¿No puedes esperar?
– Realmente no; tengo ganas de hablar con él.
– ¿Sabes?, estoy cansado de tu comportamiento caprichoso.
– ¿Te parece un capricho que quiera hablar con mi abuelo?
– Deberías ser más prudente, Clara.
– ¿Por qué? Llevo toda la vida escuchando que debo de ser discreta y prudente, ¿por qué?
– Pregúntaselo a tu abuelo -respondió Ahmed malhumorado.
– Te lo estoy preguntando a ti.
– Eres inteligente, Clara, caprichosa pero inteligente, y supongo que a lo largo de los años habrás sacado tus propias conclusiones por más que tu abuelo te siga tratando como a una niña.
Clara quedó en silencio. En realidad, no sabía si quería que le dijeran todo lo que intuía. Pero había tantos cabos sueltos… Había nacido en Bagdad, como su madre, y pasado su infancia y adolescencia entre El Cairo y Bagdad. Amaba ambas ciudades por igual. Le costó mucho convencer a su abuelo para que le permitiera terminar sus estudios en Estados Unidos. Al final lo logró, sabiendo que a su abuelo le causaba una gran inquietud.
Lo había pasado bien en California, San Francisco era la ciudad en la que se había convertido en una mujer, pero siempre supo que no se quedaría a vivir allí. Echaba de menos Oriente, el olor, los sabores, el sentido del tiempo… y hablar árabe. Ella pensaba en árabe, sentía en árabe. Por eso se enamoró de Ahmed. Los chicos norteamericanos le parecían insulsos por más que le habían descubierto todo lo que en Oriente le estaba vedado por ser mujer.
– De todas maneras le llamaré.
Pidió a la telefonista que le pusiera con Bagdad. Tardó unos minutos en escuchar la voz de Fátima.
– ¡Fátima, soy Clara!
– ¡Mi niña, qué alegría! Enseguida aviso al señor.
– ¿No estará dormido?
– No, no; está leyendo en su estudio, se pondrá contento de hablar con usted…
A través del teléfono le llegaba la voz de Fátima llamando a Ali, el criado de su abuelo, para que avisara a éste.
– Clara, querida…
– Abuelo…
– ¿Estáis en Ammán?
– Acabamos de llegar. Tengo ganas de verte, de estar en casa.
– ¿Qué te ha pasado?
– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te extraña que quiera verte?
– No, pero te conozco. De pequeña siempre corrías a refugiarte en mí cuando te pasaba algo, aunque no me dijeras de qué se trataba.
– No ha ido bien lo de Roma.
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabes?
– Sí, Clara, lo sé.
– Pero ¿cómo lo sabes?
– ¿Te vas a poner a hacerme preguntas ahora?
– No, pero…
El hombre suspiró cansado.
– ¿Y Ahmed?
– Está aquí.
– Bien, he dispuesto todo para que tengáis un buen regreso a casa. Di a tu marido que se ponga.
Clara tendió el teléfono a Ahmed y éste conversó brevemente con el abuelo de su esposa. Les quería cuanto antes en Bagdad.
A primera hora de la mañana, Clara y Ahmed estaban en el vestíbulo aguardando el coche que iba a trasladarles a Irak. Ninguno de los dos se dio cuenta de que cuatro hombres, que aparentemente no se conocían entre ellos, les vigilaban. La noche anterior habían enviado su informe a Marini. Hasta ese momento no se había producido ninguna novedad.
Cruzar la frontera no supuso ningún problema para Ahmed y Clara, pero sí para los hombres de Marini. Se habían dividido de dos en dos, y pagado para que expertos conductores les trasladaran al otro lado. No había sido fácil, porque nadie que no tuviera familia en Irak o se dedicara al contrabando, tenía mayor interés en cruzar la frontera.
Lo habían conseguido pagando con generosidad a sus chóferes recomendados por el hotel de Ammán a los que habían dado una prima para no perder de vista a un Toyota todoterreno de color verde que iba delante de ellos.
No había mucho tráfico en la carretera hasta Bagdad, pero sí el suficiente para darse cuenta de que por allí salía y entraba de todo.
Cuando llegaron a Bagdad ya era de noche. Uno de los coches siguió al Toyota hasta un barrio de la ciudad y el otro se dirigió al hotel Palestina. Les habían dicho que allí era donde estaban la mayoría de los occidentales, y al fin y al cabo ellos se presentaban como hombres de negocios, por mucho que resultara cuando menos sospechoso afirmar que en esas circunstancias políticas iban a hacer negocios a Bagdad.
El Toyota frenó al lado de una verja y aguardó a que ésta se abriera. Los hombres de Marini no se pararon. Ya sabían dónde vivía Clara Tannenberg. Al día siguiente irían a dar un vistazo.
La casa de dos plantas, custodiada por unos invisibles hombres armados, estaba en medio de un jardín muy cuidado. La Casa Amarilla, como era conocida por el color dorado con que siempre estaba primorosamente pintada, estaba situada en un barrio residencial. Anteriormente había sido residencia de un comerciante británico.
Fátima esperaba en el vestíbulo, sentada en una silla y dormitando. El ruido de la puerta la despertó. Clara se fundió en un abrazo con ella. La mujer era shií y había cuidado a Clara desde pequeña. Al principio le daban miedo los ropajes negros de Fátima, pero se había acostumbrado y más tarde encontró en ella la dulzura que le faltaba a su madre.
Fátima se había quedado viuda muy joven. Tuvo que vivir en casa de su suegra, donde nunca fue ni bien recibida ni bien tratada. Pero aguantó su destino sin decir una palabra, mientras criaba a su único hijo.
Un día su suegra la envió a aquella casa donde vivía un extranjero con su joven esposa, una egipcia, la señora Alia. Y allí se quedó para siempre. Sirvió a Alfred Tannenberg y a su esposa, los acompañó en sus desplazamientos a El Cairo, donde la pareja tenía otra residencia, y sobre todo se hizo cargo primero del hijo del matrimonio, Helmut, y después de la hija de éste, Clara.
Ahora ya era una anciana que había perdido a su hijo en la maldita guerra con Irán. No le quedaba nada excepto Clara.
– Niña, tienes mala cara.
– Estoy cansada.
– Deberías dejar de viajar y empezar a tener hijos, que te estás haciendo vieja.
– Tienes razón; cuando encuentre la Biblia de Barro lo haré -respondió riendo Clara.
– ¡Ay, niña, cuida de que no te pase lo que a mí! Tuve un solo hijo y como lo perdí estoy sola.
– Me tienes a mí.
– Sí, es verdad, te tengo a ti; de lo contrario, no sé de qué me serviría estar viva.
– Vamos, Fátima, no te pongas trágica, que acabo de llegar. Y mi abuelo?
– Descansa. Hoy estuvo fuera todo el día y llegó cansado y preocupado.
– ¿Dijo algo?
– Sólo que no quería cenar; se encerró en su cuarto y ordenó que no le molestáramos.
– Entonces le veré mañana.
Ahmed se dirigió a su habitación mientras las dos mujeres seguían hablando. Estaba cansado. Al día siguiente iría a trabajar al ministerio, donde tendría que presentar un informe sobre el congreso de Roma. ¡Menudo fracaso! Pero él era un privilegiado. No lo olvidaba por más que sentía náuseas de serlo. Hacía años que se sentía incómodo en su piel. Primero fue al descubrir que la suya era una familia que pertenecía a la élite de un régimen dictatorial. Pero no había tenido el valor de renunciar a tantos privilegios y prefirió engañarse diciéndose que su lealtad era para con su familia, no hacia Sadam. Luego había conocido a Clara y a los Tannenberg y su vida había caído en el abismo para siempre. Se había corrompido como no pensó que lo haría jamás. No podía echarle la culpa a Alfred. Él había aceptado integrarse en su organización y heredarle sabiendo lo que eso significaba. Si su posición con Sadam era sólida a cuenta de sus lazos familiares, con Alfred se había convertido en intocable, ya que éste tenía amigos poderosos en el entorno del dictador.