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Carlo Cipriani repasaba el periódico sin levantar la vista para no ponerse nervioso con los interminables paseos de Mercedes por la sala de espera.

Hans Hausser había encendido su vieja pipa y dejaba vagar la mirada por las volutas de humo que parecían perderse en sus pensamientos. Mientras, Bruno Müller permanecía sentado sin mirar a ninguno de sus compañeros.

Luca Marini les había citado a la una; era ya la una y media y la secretaria se negaba a darles ninguna información, ni siquiera si Luca se encontraba en la oficina.

Pasaban de las dos menos cuarto cuando el ex policía entró en la sala y con rostro serio les invitó a pasar al despacho.

– Acabo de tener una reunión con el director general de la Seguridad. Me habría gustado no tenerla -fueron sus primeras palabras.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió Carlo.

– Pues que el Gobierno no quiere dar por buena la versión iraquí, que es la que nos conviene a nosotros. Necesita algo más porque le viene muy bien para poder seguir convenciendo a los italianos de que Sadam es lo que es, un monstruo. De esa manera el Gobierno abona el terreno para que la opinión pública le apoye si decide mandar tropas a Irak.

– Lo siento, amigo -alcanzó a decir Carlo Cipriani-, te hemos metido en un buen lío.

– Si pudiéramos decir la verdad… -insistió Luca-, si me dijerais de qué va todo esto.

– Por favor, no insistas -le pidió Cipriani desconsolado.

– Bien, os diré cómo están las cosas. Antes de ver al director general de la Seguridad, estuve con otros amigos del Departamento. Me pidieron lo que yo os pido a vosotros: que les dijera la verdad para cubrirme. De manera que les di la versión que vosotros acordasteis y me miraron como si les estuviera tomando el pelo. Me presionaron, claro, pero mantuve lo dicho; incluso bromeé diciéndoles que por absurdo que parezca ésa era la verdad. No sé si la llamarán, Mercedes, puede que lo hagan, aunque sólo sea para dar respuesta a la curiosidad que les provoca que una persona de su edad ande enviando detectives a Irak. En cuanto a ti, Carlo, el director de la Seguridad te conoce de oídas, de manera que no creo que te molesten.

– Nosotros no hemos cometido ningún delito -dijo Mercedes con tono de enfado.

– Desde luego que no, ni ustedes ni yo, pero tenemos dos hombres muertos y nadie sabe por qué. Bueno, supongo que ustedes sí lo saben o al menos lo sospechan. Seguramente mis amigos de la policía italiana estarán pidiendo a sus colegas de España un informe sobre usted. Como imagino que desde España responderán que es usted una persona intachable, nos dejarán en paz. Pero ya les digo que tampoco confío en que lo hagan porque el director de la Seguridad me ha dicho que el ministro exigía saberlo todo; está muy conmocionado. Personalmente nunca he visto a un político conmocionado por nada, más bien pienso lo que les he dicho: alguien cree que puede obtener rédito político, pero para eso necesitan una historia.

– Que es lo que en ningún caso les vamos a dar -afirmó profesor Hausser.

– Creo que lo mejor es que regresemos a casa -propuso Bruno Müller.

– Sí, sería lo mejor -asintió Luca-, porque no me cabe la menor duda de que nos están siguiendo a todos. De manera que no saldrán juntos de este edificio, sino de uno en uno y espaciadamente. Lo siento, alguno de ustedes tendrá que quedarse a almorzar en la sala de juntas, y aun así…

– ¿De quién no se fía? -preguntó Mercedes.

– ¡La eterna intuición femenina! En principio me fío de mi gente; muchos trabajaron conmigo en Sicilia, otros son gente joven, preparada, que he ido seleccionando personalmente. Pero sé cómo es este negocio. Nos conocemos todos y mis antiguos colegas conocen a mis hombres. No sé el grado de amistad que pueden tener unos con otros, de manera que siempre es posible una filtración. En todo caso, esto ya no tiene remedio.

– ¿Qué propone que hagamos ahora?

A Bruno Müller se le notaba incómodo con la situación.

– Señor Müller -respondió Marini-, lo mejor es actuar con naturalidad. ¿No decían que no hemos hecho nada? Pues creámoslo así; no hemos hecho nada, de manera que no tenemos que hacer nada especial.

– Me gustaría que viniesen a casa a cenar para despedirnos -dijo Carlo.

– Amigo mío, yo me dejaría de cenas de despedida. El profesor Hausser y el señor Müller deberían irse a sus respectivas casas donde quiera que estén. En cuanto a la señora Barreda, en su caso sí me parece más lógico que vaya a tu casa a cenar, e incluso que se quede un par de días más. Dígame, Mercedes, ¿qué contarán de usted desde España?

– Que soy una vieja excéntrica. Una empresaria de la construcción que se sube a los andamios y conoce a todos sus obreros personalmente. No he tenido jamás un problema con nadie, ni siquiera de tráfico.

– Una persona intachable -murmuró Luca Marini.

– Le aseguro que soy intachable.

– Siempre he temido a los intachables -afirmó el ex policía.

– ¿Por qué? -quiso saber el profesor Hausser.

– Porque esconden algo, aunque sea en lo más recóndito del corazón.

Se quedaron en silencio durante unos segundos, cada cual perdido en sus pensamientos. Después, el profesor Hausser se hizo con la situación.

– Como las cosas están así, lo mejor es que las afrontemos. Usted, señor Marini, continuará diciendo la verdad, porque no sé si se ha dado cuenta de que es lo que ha hecho hasta ahora.

– No, no he contado toda la verdad -protestó Luca.

– Sí, ha contado todo lo que sabe; lo que no puede contar es lo que ignora -afirmó el profesor-. En cuanto a nosotros, deberíamos hablar antes de separarnos. Creo, Bruno, que exageras cuando dices que debemos volver todos a casa. Claro que tenemos que volver, pero no ahora mismo, no corriendo como si fuéramos fugitivos. Somos todos respetables ancianos, viejos amigos. De manera, Carlo, que yo gustosamente acudiré a tu casa a cenar si me invitas, y creo que deberíamos ir todos. Si la policía quisiera hablar con nosotros diremos la verdad, que somos un grupo de amigos que nos hemos encontrado en Roma y que Mercedes, que es muy audaz, ha decidido que Irak es un buen lugar para hacer negocios porque en cuanto termine la guerra habrá que reconstruir lo que los norteamericanos destruyan. No tiene nada de malo que ella que tiene una empresa de construcción quiera un trozo de esa tarta. Que yo sepa, no ha encabezado ninguna manifestación llevando una pancarta contra la guerra ¿o sí lo has hecho, querida?

– No, por ahora no, aunque realmente pensaba ir a las manifestaciones que se van a convocar en Barcelona -explicó Mercedes.

– Bueno, pues no podrás hacerlo -afirmó el profesor Hausser-; otra vez será.

– Me asombra usted, profesor -dijo Luca-. Parece que no me ha escuchado: el director de la Seguridad quiere que haya caso, porque arriba quieren que haya caso.

– Italia es un Estado de derecho, de manera que si no hay caso no pueden inventar uno -insistió el profesor Hausser.

– Pero es que hay caso: tenemos dos cadáveres -respondió enfadado Marini.

– ¡Basta! -exclamó Carlo Cipriani-. Soy de la opinión de Hans; no podemos comportarnos como criminales porque no hemos hecho nada. Nosotros no hemos matado a nadie. Si es necesario, hablaré con algunos amigos del Gobierno que son pacientes míos. Pero no actuaremos como si fuéramos criminales, huyendo o saliendo de esta oficina por separado. No, me niego a tener un sentimiento de culpa. Y, tú, Bruno…

– Sí, tienes razón, nunca me lo he terminado de arrancar…

– Os veo muy seguros… Bien, mejor así. Para mí el caso está cerrado salvo que mis antiguos colegas me vuelvan a llamar o que nos veamos todos en la televisión. Si hay algo ya os llamaré.

Se despidieron sin decirse mucho más. Ya en la calle, Carlo les propuso ir a su casa a almorzar.

– Llamaré para que nos preparen algo. Estaremos más cómodos en casa para poder hablar.

Comieron prácticamente en silencio, diciendo alguna que otra generalidad mientras el ama de llaves de Carlo Cipriani les servía el improvisado almuerzo.

Cuando pasaron al salón para tomar café, Carlo cerró la puerta y pidió que no les molestaran.

– Tenemos que tomar una decisión -afirmó Cipriani.

– Ya está tomada -le recordó Mercedes-. Lo que hay que hacer es contratar a una de esas compañías de las que hablamos y mandar a un profesional que encuentre a Tannenberg y haga lo que tiene que hacer. No hay más.

– ¿Seguimos estando todos de acuerdo en eso? -preguntó Cipriani.

La respuesta afirmativa de sus tres amigos no se hizo esperar.

– Tengo el teléfono de una empresa, Global Group. El dueño, un tal Tom Martin, es amigo de Luca. Él me dijo que le podía llamar de su parte.

– Carlo, no sé si es buena idea seguir metiendo a Luca en esta historia.

– Puede que tengas razón, Mercedes, pero no conocemos a nadie que se encargue de estas cosas, así que soy partidario de llamar a ese Tom Martin; espero que Luca me perdone.

– Deberías de avisarle de que vas a llamar a Tom Martin y si te pide que no lo hagas, ya buscaremos otro. Luca es tu amigo, no debes ponerle contra la pared.

– Tienes razón, Hans; le llamaré. Y lo haré ahora.

– No seáis tontos -les interrumpió Mercedes-, dejemos a Luca en paz, bastante ha tenido con nosotros. Podemos llamar a esa empresa sin referirnos a él, sin comprometerle. Si Luca te ha dicho que esa empresa es adecuada para lo que queremos, entonces no lo pensemos más.

– Bueno, exactamente no sabe lo que queremos -matizó Carlo.

– Sí, ya me imagino que no le has dicho que queremos matar a un hombre. Por favor, reaccionemos, sé que estamos todos abrumados por el asesinato de esos dos muchachos, pero siempre supimos que lo que nos proponíamos no era fácil, qué podía morir gente por el camino, que podían asesinarnos a nosotros. Llevamos toda la vida preparándonos para este momento. Sé que nos hemos imaginado mil situaciones y que ninguna es como la que estamos viviendo, pero sé que somos capaces de hacer frente a esto.

Acordaron llamar a Tom Martin. Lo haría Hans Hausser. Le pediría una cita e iría a verle a Londres. Lo que iban a encargarle era sencillo: tendría que enviar a un hombre a Irak; ya sabían dónde vivía Clara Tannenberg, de manera que a través de ella tarde o temprano llegaría a Alfred. Después, debía encontrar el mejor momento para matarle. Para un profesional eso no debería de suponer ningún problema.

Bruno insistió en su deseo de regresar a Viena cuanto antes: No se sentía tranquilo en Roma.


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