Juan G. Atienza
La Maquina De Matar
LA MAQUINA DE MATAR
Por fin, después de tantos años de hambre y de privaciones, granaron unas pocas espigas de maíz.
Toda la comunidad de las cuevas acudió a ver el milagro. Un centenar de personas andrajosas, de niños desnudos y famélicos, de hombres barbudos en estado próximo al salvajismo, de mujeres enflaquecidas por el hambre bajaron desde las cavernas de la ladera del cañón, cuando Hank gritó desde el fondo del valle, haciendo que el eco repitiera su grito por las abruptas paredes de roca.
Se aproximaron lentamente, unidos por el miedo y la emoción ante lo a un tiempo desconocido y ansiado. Todos habían oído una y otra vez, de labios del Viejo, la descripción de lo que había sido el maíz en otras épocas, del aspecto dorado de las mazorcas, del dulzor de los granos; pero nunca, hasta ahora, habían podido contemplar juntas cinco espigas que el año próximo podrían convertirse en un campo entero, con mazorcas suficientes para no pasar hambre en todo el invierno, si además se daba bien la caza de lagartos y roedores que los jóvenes traerían del otro lado de los montes. Ahora, mientras bajaban, vivían todos intensamente la vida pequeña de aquellos cereales, que había sido seguida por la comunidad, día a día, desde que las primeras hierbecillas brotaron raquíticas de la tierra seca. Y aquello era sólo el principio.
Habían sido cincuenta años de vivir en las cavernas del valle, cincuenta años de comer lagartos y raíces, cincuenta años de no poder trasponer los muros de roca de aquella garganta donde se habían refugiado los primeros. Cincuenta años de temor constante a que las radiaciones les alcanzasen.
Pero ahora, si el maíz había logrado granar, aquello significaba que la mazorca que los jóvenes trajeron el invierno anterior del otro lado de las rocas no estaba tampoco contaminada, que la radiactividad comenzaba a desaparecer lentamente, ¡que la vida podría salir de nuevo de las cavernas y expandirse por la superficie de la Tierra…!
Entre los que ahora formaban la comunidad de las cuevas, quedaban ya muy pocos que hubieran conocido otro mundo distinto al Valle de las Rocas y sus alrededores. El Viejo, que desde el más remoto recuerdo de todos había ostentado el mando único de aquella débil agrupación de seres hambrientos, tenía ya más de ochenta años y todos sabían que, si no sus días, sus meses estaban contados. Había resistido ya bastante tiempo, a pesar del hambre y de todas las privaciones, manteniendo la unidad de su gente, librándoles a lo largo de los años, una y otra vez, de las tentaciones de suicidio o de la locura, ayudándoles y enseñándoles, a medida que nacían los nuevos, a formar un mundo del que todo, absolutamente todo, estaba aún por hacer, porque lo demás, lo de afuera, había sido totalmente destruido por las bombas de hidrógeno.
Para los jóvenes, el mundo que fue era ya casi una leyenda. El Viejo, a lo largo de innumerables noches de frío y de hambre, pasadas al amor de una hoguera raquítica -porque hasta la leña debía racionarse para sobrevivir- les había hablado de ciudades de millones de habitantes, de potentes máquinas voladoras, de extrañas comodidades cuya utilidad apenas alcanzaban a comprender. Y les había hablado también de la ambición sin límites de los hombres que provocaron la destrucción, de su creciente sabiduría técnica y del paulatino olvido en que habían caído, año tras año, antes de la gran Catástrofe, las cosas del alma, hasta que ya nada hubo que les pudiera contener y se arrojaron unos contra otros, medio mundo contra el otro medio, con toda la potencia ofensiva que habían ido acumulando a lo largo de años, quemando hasta las raíces toda la vida sobre la superficie del planeta, borrando hasta el último vestigio de aquella civilización que se había convertido en maldita para los pocos supervivientes que ahora tenían que esconderse en las entrañas de la tierra, en valles aislados que se habían librado milagrosamente de las radiaciones nucleares, como la comunidad del Valle de las Rocas, que ignoraba siquiera si otras comunidades como aquella se habrían librado también del Gran Desastre.
– Pero no podemos ser los únicos -les había repetido, una y otra vez.
Ahora podrían comprobarlo. Mientras la comunidad contemplaba con arrobo el primer fruto del maíz, Hank apretó fuertemente la mano de Hilla y dejó escapar para ella sus intenciones.
– Ahora podremos salir de aquí… Buscaremos a los otros, a quienes se hayan salvado y…
– Pero puede ser peligroso… -interrumpió Hilla, alzando su rostro delgado hacia él-. El suelo puede estar aún contaminado…
Hank negó con la cabeza.
– Si el maíz ha crecido, no. Eso quiere decir que puede haber vida más allá del valle. Y, si hay vida, debemos ir en su busca…
Hilla tuvo miedo por Hank. Tuvo miedo, pero un nudo en la garganta le impidió hablar. Hank se desprendió de su mano y corrió entre la gente que se apretaba para poder contemplar el milagro del maíz. Al otro lado del denso grupo había adivinado la presencia de sus amigos y quería comunicarles lo que había pensado, lo que había decidido al ver las mazorcas nuevas. Sabía que Phil y Rad y Wil y tal vez algún otro, querrían seguirle.
Phil era un poco mayor que Hank, pero ambos, como Rad y Wil, habían nacido ya en el Valle de las Rocas y todos ellos eran hijos de los que se salvaron de la catástrofe siendo aún niños. Pero sus padres habían sabido muy poco de lo que fue el mundo anterior. Les habían contado únicamente las visiones de horror y la larga huida hasta el valle y, luego, la penuria, la miseria, el hambre, la muerte lenta de los que llegaron contaminados, el frío horroroso de los inviernos… y el miedo. Sobre todo les habían trasmitido el miedo, el gran miedo que hoy ahogaba a toda la comunidad y que le impedía trasponer las cumbres para enfrentarse con lo que había más allá, con lo desconocido, con la muerte del mundo.
Y fue así como, en la comunidad, el amor se había convertido en un afán de supervivencia y la vida en un vegetar casi animal, en lucha constante contra todas las fuerzas de la naturaleza, sin armas, sin casi utensilios, sólo con la fe ancestral en la propia fuerza. Era esa fe y esa necesidad de protección las que habían hecho que Hilla se acercase a Hank, como había acercado a los hombres y a las mujeres desde que se constituyó la comunidad del Valle de las Rocas. Hilla veía en Hank al hombre fuerte que sucedería sin duda al Viejo cuando el Viejo abandonase la vida. Hank significaba para ella la protección y el sobrevivir, la seguridad de tener a su lado al hombre que un día no lejano sería el jefe de todos. Y eso mismo había hecho que la muchacha se apartase del mejor amigo de Hank. Y Wil había comprendido que una mujer no podía ni debía ser nunca entre ellos motivo de rivalidades, porque había muchas cosas más importantes que la enemistad provocada por una mujer. Y así, Hilla estaba destinada a Hank y Wil, aun sin poder apartar muchas veces sus ojos codiciosos de ella, había aceptado como irreversible la suerte adversa.
Y ahora, Hank se acercaba a ellos y les gritaba:
– ¡Phil!… ¡Rad, Wil!… ¿Os dais cuenta?… Esto significa que podremos salir de aquí…
Los otros se miraron un instante. No habían pensado en esa eventualidad. Sus pensamientos se habían limitado a la alegría inmediata de un invierno sin hambre, ya no muy lejano, o a la remota intuición de un futuro en el que tal vez la lucha por la subsistencia se haría más llevadera.
Pero salir del valle…
– ¿Salir? ¿Para qué? -preguntó Phil.
– !Para saber qué hay más allá!… Para buscar a los otros, a los que se hayan refugiado en otros valles…
Rad rió, incrédulo:
– ¡Pero eso son monsergas del Viejo!… Si hubiera alguien más, lo habríamos sabido, ¿no?…
– Bien… Tal vez sean monsergas, pero… digo yo: no vamos a pasar aquí dentro toda nuestra vida, sin saber qué hay más allá…
El entusiasmo de Hank prendió pronto en Rad y en Wil. Los tres miraron a Phil, que se mantenía en silencio.
– ¿Y tú, qué piensas?
Phil miró hacia su mujer y su hijo de corta edad, que contemplaban las mazorcas unos metros más lejos.
– No lo sé…
– Has de venir -casi ordenó Hank. Y Phil asintió en silencio. Y, mientras la comunidad celebraba con canciones malamente aprendidas o peor recordadas la fiesta del maíz granado, los cuatro compañeros subieron hasta la caverna del Viejo.
El Viejo, aquel día, tampoco había salido de su cueva, ni siquiera al saber la buena nueva. Había dejado que se la contasen y se alegró con todos, pero no salió. Quedó pensativo, con la mente fija en el pasado y sintiendo en los pulsos su vieja vida escapándose lentamente. Ahora, al menos, tenía la alegría de saber que, en adelante, las cosas irían mejor para todos y que, cuando él no estuviera entre ellos, ya no sería tan necesaria su presencia como hasta entonces. Los suyos, poco a poco, habían aprendido a sobrevivir y él había sabido inculcarles el horror a la violencia y hacia las formas de vida que habían originado el Gran Caos. Más adelante, con los jóvenes como Hank, aquello ya no había sido necesario. La lucha por la vida fue lo bastante dura para ellos, desde el día mismo de su nacimiento y así pudieron ver con sus propios ojos que la violencia entre ellos era inútil, porque cada uno necesitaba de todos los demás para sobrevivir. Lo ocurrido era para ellos apenas una leyenda en boca de los más viejos, pero la lección les había sido trasmitida por el Viejo, día a día. Y, sobre todo, aquella existencia era la única que conocían y su intuición les decía sin lugar a dudas que la fraternidad tenía que ser su única guía.
El Viejo acogió a los jóvenes con una sonrisa. Apreciaba especialmente a Hank y, desde que el muchacho tuvo discernimiento, había visto en él madera de jefe y sabía que se podría contar con él para regir a la comunidad del valle cuando su vida se apagase. Ahora, al verles, adivinó la idea que les traía a su presencia.
– Queréis salir del valle, ¿no es cierto?
Hank le miró con asombro:
– ¿Cómo lo has sabido?
– Porque también yo siento el mismo deseo, sólo que mis fuerzas ya no me lo permitirían…
– Pero el maíz granado significa que es posible, ¿verdad?
El Viejo meditó un instante:
– Tal vez… De todos modos, no es seguro.
– ¿Podemos intentarlo? -le preguntó Hank, pisándole las palabras.
– Ten calma, Hank…
El Viejo se incorporó lentamente de su jergón, rebuscó entre las viejas mantas deshilachadas que eran toda su hacienda y extrajo de entre ellas una caja metálica a la que iba adherido un hilo y un tubo brillante. Los jóvenes lo habían visto en sus manos más de una vez, cuando les contaba cómo aquel aparato les ayudó a encontrar el Valle de las Rocas.