– Recordáis lo que es, ¿no es así, Hank?…

Hank afirmó, mientras decía:

– Un contador Geyger… Pero no sé cómo funciona…

– Yo tampoco sé por qué funciona -contestó el Viejo-, pero sólo él os podrá indicar si hay peligro en vuestro camino. Colgó del hombro de Hank la correa que sujetaba la caja y añadió:

– Debéis llevar el tubo siempre delante de vosotros, de tal modo que no piséis más que los sitios que hayan sido detectados. El tubo trasmite a la caja la presencia de radiactividad y, cuando pasa sobre una zona peligrosa, se enciende esta luz. En los primeros años de vida en el valle, nos sirvió para encontrar alimentos. Cada vez que cazábamos un lagarto o un conejo, el contador nos decía si podíamos comerlo… Mirad aquí -y señaló los diales-. Esta flecha indica la cantidad de peligro. Porque puede haber radiactividad y no ser peligrosa… Sólo lo es si la flecha traspone esta señal roja… Si es así, no sigáis adelante.

Hank y sus compañeros pasaron el resto de la noche en vela con el Viejo, estudiando los caminos posibles que podrían seguir y lo que debían buscar si hallaban ruinas en alguna parte. A tres días de marcha hacia el Norte hubo una ciudad que ahora estaría totalmente asolada. Probablemente, quedarían restos de caminos que les harían más accesible la marcha. Les indicó que hubo otra ciudad mucho más lejos, hacia el Este, y algunos núcleos de población a mitad del camino. Pero el Viejo sabía que sólo encontrarían ruinas y, entre las ruinas…

– … Buscad arados, y azadones, y todo cuanto pueda seros luego útil para sembrar semillas y hacer que germinen los campos en los próximos años… ¡Algo tiene que haberse salvado del desastre! Y necesitamos tantas cosas que no pudimos traer entonces…

Sobre un papel amarillento por los años trazó unas líneas convencionales e inseguras que les llevarían hacia su destino. Fijaron los puntos donde debían encontrarse las ruinas y las rayas aproximadas de los caminos que conducirían hasta ellas.

– ¿Y… si encontramos a otros hombres?

– Si sucediera, que no es probable, decidles dónde estamos… y ofrecedles nuestra amistad. Siempre seremos más fuertes si somos muchos…

Los preparativos de la marcha les ocuparon un día más. Hank dejó que Hilla dispusiese el saco de provisiones que llevaría durante la marcha y luego, al atardecer, cansado de una noche entera sin dormir, se tumbó junto al cauce del riachuelo mientras Hilla meditaba, la mirada perdida en una lejanía que traspasaba las rocas desnudas del valle. Lejos se escuchaban las voces de los niños y tres cazadores descendían la pendiente sur con las escasas piezas que habían logrado cobrar aquel día.

– Hank…

– Sí -rumió Hank, casi entre sueños.

– ¿Regresaréis pronto?

– Supongo…

– Tengo miedo…

– Bah…

– Eres lo único que tengo…

– Regresaremos, déjame dormir…

Transcurrió un silencio pesado. Una escolopendra surgió de entre las piedrecillas y sus cuarenta tentáculos la arrastraron hasta la tierra removida de más allá. Las escolopendras se habían salvado también del desastre, pero no servían para comer y nadie reparaba en ellas.

Al amanecer del tercer día, acompañados hasta la desembocadura del valle por la mujer de Phil y por Hilla, los cuatro hombres emprendieron la marcha, siguiendo el curso del riachuelo. Hank y Wil volvieron la cabeza por última vez y la visión que ambos se llevaron consigo fue la misma: Hilla.

***

Rad dio un grito de alegría que resonó kilómetros y kilómetros en torno de ellos:

– ¡¡Libres!!…

Y comenzó a saltar entre los matojos resecos, adelantándose inconscientemente a Hank, que llevaba al hombro el contador Geyger. En su alegría no veía más que el inmenso horizonte que se abría ante él, invitándole a correr hasta alcanzar la línea más lejana. A Rad no le había crecido aún el pelo de la cara y su vitalidad rebasaba cualquier prudencia. Hank sabía que había que tratarle a gritos:

– ¡Rad!… ¡Vuelve aquí!…

Había dado orden de que los otros tres siguieran siempre detrás de él, para que ninguno de ellos se adelantase a las señales del contador.

Rad volvió, pidiendo perdón y, durante horas, caminaron en silencio. De tiempo en tiempo, Rad y Phil se detenían para contemplar un nuevo camino en ruinas, un cambio imperceptible del paisaje, un árbol muerto o el esqueleto de una res, calcinado por el sol de largos años. Ellos nunca habían visto animales mayores que los conejos y los lagartos que cazaban con piedras en los límites del valle y aquellos esqueletos de animales que sólo conocían por referencias, les parecieron monstruosos.

Phil, por el contrario, caminaba con la cabeza baja. Seguía a sus compañeros porque sentía que debía hacerlo, porque se había visto envuelto en el viaje y no había encontrado palabras para negarse. Pero Phil habría preferido quedarse en el valle, junto a su mujer y su chico.

– Si quieres, puedes regresar -le había dicho Hank, cuando estaban a la salida del valle y Phil contemplaba a lo lejos todo lo que dejaba, con ojos brillantes.

Pero Phil negó fuertemente con la cabeza. No habría podido responder, aunque tenía como un nudo en la garganta que no lograba hacerle pronunciar ni una palabra. Desde entonces, caminó en silencio, sin mirar en torno más que lo estrictamente necesario, con sus pensamientos vueltos hacia lo que dejaba atrás.

Cuando el sol estaba en lo más alto alcanzaron el gran camino, la destrozada carretera que se extendía como una cinta interminable, hasta perderse más allá de las colinas de arena y rocas desnudas que dominaban el horizonte. El contador señaló que la carretera estaba libre de radiactividad, pero los cuatro hombres, tras haberlo hollado durante un trecho optaron por caminar por el borde, porque la cinta de asfalto quemaba como brasas sus pies aun a través del gastado calzado de goma deshilachada, impidiéndoles dar un paso.

Así siguieron hasta que la noche les cubrió, sin detenerse más que el tiempo imprescindible para comer unas pocas provisiones. Estaban habituados al hambre y con muy poco les bastaba. Cuando el sol se ocultó detrás del lejano horizonte monótono, buscaron un lugar resguardado, recogieron ramas secas de un arbusto muerto y, con pedernal y yesca, tal como el Viejo les había enseñado tantos años antes, encendieron una fogata.

Los cuatro se sintieron intimidados ante lo desconocido que les rodeaba. Algo -ninguno de ellos habría sabido decir qué- les transmitía una sensación de inseguridad, como si la lejanía del valle y de sus gentes les dejase indefensos en medio de un mundo hostil y muerto que les amenazaba con su sequedad y su silencio. Ahora, el fuego y la mutua compañía, unidos a la excitación de todo lo nuevo que habían contemplado a lo largo del día, les había quitado el sueño. Hank consultó largo rato el mapa rudimentario que trazaron con la ayuda del Viejo y pudo comprobar que habían avanzado mucho más de lo previsto.

– Si seguimos al ritmo de hoy -dijo-, antes de que se ponga el sol mañana habremos llegado a la ciudad.

Rad levantó la cabeza, ansioso de saber.

– ¿Cómo será la ciudad?

Wil se encogió de hombros.

– Ya puedes imaginarlo: un montón de piedras y arena.

– Tal vez haya aún muertos.

– Huesos -dijo, sordamente, Hank.

– Ni eso siquiera -completó Wil.

Pero Rad era muy joven y aquello de los muertos se le olvidó pronto, ante la excitación por lo desconocido.

– A lo mejor encontramos una de aquellas máquinas voladoras de que nos hablaba el Viejo, ¿no?… ¡Me gustaría contemplar la Tierra desde arriba… como las águilas!

Hank se tumbó junto al fuego y lo avivó con una rama.

– Del cielo vino la muerte y la destrucción… Eran máquinas malditas…

– Eran máquinas -completó Phil-. Y nunca hemos visto una de cualquier clase. Si las tuviéramos, no sabríamos ni cómo manejarlas…

Rad guardó silencio un instante muy corto. Luego siguió soñando.

– Pero las máquinas daban poder…

– Y muerte.

– Y había miles de personas en una ciudad… Millones… Y todas tenían máquinas… para hacerlo todo.

Calló de nuevo. Sus compañeros dormían o parecían dormir. En cualquier caso, nadie le atendía. Se echó junto al fuego a su vez y respiró hondo, completando para sí su pensamiento.

– Y las máquinas servían a la gente… y les daban una fuerza que nunca tendremos nosotros… Bueno, al fin y al cabo, no les sirvió de nada… Todos han muerto.

– Tal vez no -musitó Wil, desde su rincón entre las rocas.

Wil había vivido siempre solo. Su madre sobrevivió al desastre apenas el tiempo suficiente para echarle al mundo. Wil se había criado entre los demás chicos de la comunidad del valle, pero, mientras los otros tenían una madre hacia quien correr cuando barruntaban peligro, Wil tenía que buscar solo un saliente de roca donde ocultarse. Toda su vida la había pasado buscando a alguien a quien amar y, cuando había encontrado a Hilla, la muchacha le había postergado prefiriendo a Hank, que un día -nadie lo dudaba -sería el jefe de la comunidad. Wil había sido siempre el más atento oyente del Viejo, cuando reunía en torno suyo a los niños y a los jóvenes para contarles del mundo pasado, de aquel mundo del que, probablemente, ya nada quedaba en pie más que la colonia de seres famélicos del Valle de las Rocas. Y Wil había asimilado en su interior todos los conocimientos que para muchos otros pasaban desapercibidos y que el Viejo les transmitía, como leyendas, sin que para nadie más que para él -y, tal vez, para Hank, pero eso él mismo lo ignoraba- tuvieran un sentido. Wil, inconscientemente, estaba seguro de que un día habría de volver a existir aquel mundo remoto, con sus gentes por las calles, sus vehículos automóviles, sus casas construidas con cemento para preservar del frío y de la canícula, los alimentos variados en las tiendas… la fruta … el pescado … y hasta aquello que nunca había llegado a comprender totalmente, el dinero , que servía para tener cosas y para pagarse comodidades… Tal vez para tener también a Hilla, pensó alguna vez, aunque tenía que rechazar aquel pensamiento, convencido de que Hilla prefería a Hank porque tenía que ser así y no de otro modo…

– Sí, tal vez encontremos a alguien más… -murmuraba Hank en aquel momento, desde su puesto en la orilla de la fogata.

Todo quedó luego en silencio en torno a ellos. El silencio de la muerte del mundo, apenas turbado por el crepitar de los rescoldos.


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