E l filósofo alemán Nietzsche dijo en una ocasión: «No vale la pena vivir discutiendo sobre todo; forma parte de la condición humana errar de vez en cuando.» Dice el maestro: Hay gente que se asegura mucho de estar en lo cierto en los más pequeños detalles. Nosotros mismos, muchas veces, no nos permitimos equivocarnos. Lo que conseguimos con esta actitud es el pavor a seguir adelante. El miedo a equivocarnos es la puerta que nos encierra en el castillo de la mediocridad. Si conseguimos vencer este miedo, estamos dando un paso importante hacia nuestra libertad.

U n novicio preguntó al padre Nisteros, del monasterio de Sceta: -¿Qué es lo que debo hacer para agradar a Dios? -Abraham aceptaba a los extranjeros, y Dios se alegró. A Elías no le gustaban los extranjeros, y Dios se alegró. David estaba orgulloso de lo que hacía, y Dios se alegró. Juan Bautista se marchó al desierto, y Dios se alegró. Jonás se marchó a la gran ciudad de Nínive, y Dios se alegró.«Pregúntale a tu alma qué quiere hacer. Cuando el alma camina de acuerdo con sus sueños, ella alegra a Dios.

U n maestro budista viajaba a pie con sus discípulos, cuando se dio cuenta de que discutían entre ellos quién era el mejor. -Practico la meditación desde hace quince años -decía uno. -Hago caridad desde que salí de la casa de mis padres -decía otro. -Siempre he seguido las enseñanzas de Buda -decía un tercero. Al mediodía, pararon debajo de un manzano para descansar. Las ramas estaban cargadas, y llegaban al suelo con el peso de las frutas. Entonces el maestro habló: -Cuando un árbol está cargado de fruta, sus ramas se doblan y tocan el suelo. Así, el verdadero sabio es aquel que es humilde. «Cuando un árbol no tiene frutos, sus ramas son arrogantes y altivas. Así, el loco siempre se cree mejor que su prójimo.

E n la Última Cena Jesús acusó, con la misma gravedad y con la misma frase, a dos de sus apóstoles. Ambos habían cometido los pecados previstos por Jesús. Judas Iscariote se dio cuenta y se condenó. Pedro también se dio cuenta, después de negar tres veces todo aquello en lo que creía. Pero, en el momento decisivo, Pedro entendió el verdadero significado del mensaje de Jesús. Pidió perdón, y siguió adelante, aunque humillado. Él también podía haber escogido el suicidio. En vez de eso, se encaró con otros Apóstoles, y debió de decir algo así: «Vale, hablad de mi error mientras dure la raza humana. Pero dejadme corregirlo.» Pedro comprendió que el Amor perdona. Judas no entendió nada.

U n famoso escritor caminaba con un amigo cuando un muchacho cruzó la calle sin ver que un camión se acercaba a toda velocidad. El escritor, en una fracción de segundo, se tiró delante del vehículo y consiguió salvarlo. Pero, antes de que nadie lo felicitase por el heroico acto, le dio un cachete al niño: -No te dejes engañar por las apariencias, hijo mío -dijo él-. ¡Sólo te salvé para que no puedas evitar los problemas que vas a tener cuando seas adulto! Dice el maestro: A veces tenemos vergüenza de hacer el bien. Nuestro sentimiento de culpa intenta siempre decirnos que, cuando actuamos con generosidad, lo que estamos intentando hacer es presionar a los demás, «sobornar» a Dios, etc. Parece difícil aceptar que nuestra naturaleza es esencialmente buena. Ocultamos los buenos gestos con ironía y desinterés, como si amor fuese sinónimo de flaqueza.

É l miró la mesa, pensando en el mejor símbolo de su estancia en la Tierra. Tenía ante él las granadas de Galilea, las especias de los desiertos del Sur, los frutos secos de Siria, los dátiles de Egipto. Debió de extender Su mano para consagrar una de estas cosas cuando, de repente, recordó que el mensaje que llevaba era para todos los hombres, de todos los lugares. Y tal vez, las granadas y los dátiles no existiesen en determinados lugares del mundo. Volvió a mirar a Su alrededor, y se le ocurrió otra idea: en las granadas, en los dátiles, en los frutos secos, el milagro de la Creación se manifestaba por sí mismo, sin ninguna interferencia del ser humano. Entonces cogió el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de Él, porque éste es Mi cuerpo.» Porque había pan en todas partes. Y porque el pan, al contrario que los dátiles, las granadas y los frutos secos de Siria, era el mejor símbolo del camino hacia Dios. El pan era el fruto de la tierra Y DEL TRABAJO del hombre.

E l malabarista se detiene en medio de la plaza, coge tres naranjas y comienza a lanzarlas al aire. La gente se agrupa a su alrededor, presta atención a la gracia y a la elegancia de sus gestos. -La vida es más o menos así -comenta alguien con el viajero-. Siempre tenemos una naranja en cada mano, y una suelta en el aire; ahí está la diferencia. Fue lanzada con habilidad y experiencia, pero tiene su propio rumbo. Al igual que el malabarista, lanzamos un sueño al mundo, pero no siempre tenemos el control sobre él. En esos momentos, es preciso saber entregárselo a Dios y rogar que, a su debido tiempo, él cumpla con dignidad su recorrido y caiga, realizado, en nuestras manos.

U no de los más poderosos ejercicios de crecimiento interior consiste en prestar atención a cosas que hacemos automáticamente, como respirar, parpadear o fijarnos en los objetos que hay a nuestro alrededor. Cuando hacemos esto, permitimos que nuestro cerebro trabaje con más libertad, sin interferencias de nuestros deseos. Ciertos problemas que parecían no tener solución acaban resolviéndose, ciertas obras que juzgábamos insuperables se disiparon sin esfuerzo. Dice el maestro: Cuando tengas que enfrentarte a una situación difícil, procura usar esta técnica. Exige un poquito de disciplina, pero los resultados son sorprendentes.

U n individuo está en el mercado vendiendo jarrones. Se acerca una mujer y mira la mercancía. Algunas piezas no tienen dibujo, otras están decoradas cuidadosamente. La mujer pregunta el precio de los jarrones. Para su sorpresa, descubre que todos cuestan lo mismo. -¿Cómo el jarrón decorado puede costar lo mismo que un jarrón sin dibujo? -pregunta ella-. ¿Por qué cobrar igual por un trabajo que llevó más tiempo hacer? -Soy un artista -responde el vendedor-. Puedo cobrar por el jarrón que he hecho, pero no puedo cobrar por la belleza. La belleza es gratis.

E l viajero se sentía solo al salir de una misa. De repente, fue abordado por un amigo. -Necesito hablar contigo -dijo. El viajero vio en aquel encuentro una señal, y se entusiasmó tanto que empezó a hablar sobre todo lo que consideraba importante. Habló de las bendiciones de Dios, de amor, dijo que su amigo era una señal de su ángel, pues se sentía solo minutos antes, y ahora tenía compañía. El otro lo escuchó todo en silencio, se lo agradeció, y se marchó. En vez de alegre, el viajero se sintió más solo que nunca. Más tarde se dio cuenta de que con todo su entusiasmo no había prestado atención a la petición de aquel amigo: hablar. El viajero miró al suelo y vio sus palabras tiradas en la acera, porque el universo quería otra cosa en aquel momento.

T res hadas fueron invitadas al bautizo de un príncipe. La primera le concedió el don de encontrar el amor. La segunda le dio dinero para que hiciese lo que le gustase. La tercera le dio la belleza. Pero como en toda historia infantil, apareció la bruja. Furiosa por no haber sido invitada, lanzó la maldición: -Como ya lo tienes todo, yo te voy a dar todavía más. Tendrás talento para todo aquello que hagas. El príncipe creció siendo apuesto, rico y apasionado. Pero jamás consiguió cumplir su misión en la Tierra. Era un excelente pintor, escultor, escritor, músico, matemático, pero no conseguía terminar ninguna tarea, porque enseguida se distraía, y quería hacer algo diferente. Dice el maestro: Todos los caminos van al mismo lugar. Pero escoge el tuyo, y ve hasta el final. No intentes recorrer todos los caminos.

U n texto anónimo del siglo XVIII habla de un monje ruso que buscaba un guía espiritual. Un día le dijeron que en una aldea había un ermitaño que se dedicaba día y noche a la salvación de su alma. Al oír esto, el monje se fue a buscar al hombre santo. -Quiero que me guíes en los caminos del alma -dijo el monje. -El alma tiene su propio camino, y el ángel la guía -respondió el ermitaño-. Reza sin parar. -No sé rezar de esa manera. Quiero que me enseñes. -Si no sabes rezar sin parar, entonces reza pidiéndole a Dios que te enseñe a rezar sin parar. -No me estás enseñando nada -respondió el monje. -No hay nada que enseñar, porque no se puede transmitir Fe como se transmiten los conocimientos de matemáticas. Acepta el misterio de la Fe, y el universo se revelará.

D ice Antonio Machado: «Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar.»

D ice el maestro: Escribe. Ya sea una carta o un diario, o unas notas mientras hablas por teléfono, pero escribe. Escribir nos acerca a Dios y al prójimo. Si quieres entender mejor tu papel en el mundo, escribe. Procura plasmar tu alma por escrito, aunque nadie lo lea; o, lo que es peor, aunque alguien acabe leyendo lo que no querías. El simple hecho de escribir nos ayuda a organizar el pensamiento y a ver con claridad lo que nos rodea. Un papel y un bolígrafo hacen milagros, curan dolores, consolidan sueños, llevan y traen la esperanza perdida. La palabra tiene poder.

L os monjes del desierto afirmaban que era necesario dejar que la mano de los ángeles actuase. Para ello, de vez en cuando, hacían cosas absurdas, como hablar con las flores o reírse sin razón. Los alquimistas siguen las «señales de Dios»; pistas que muchas veces no tienen sentido, pero que terminan llevándonos a algún lugar. Dice el maestro: No tengas miedo de que te llamen loco; haz algo hoy que no concuerde con la lógica que aprendiste. Altera un poco ese comportamiento serio que te enseñaron a tener. Ese pequeño detalle, por insignificante que sea, puede abrir las puertas a una gran aventura, humana y espiritual.

U n sujeto conduce un lujoso Mercedes Benz cuando se le pincha una rueda. Al intentar cambiarla, descubre que le falta el gato. «Bueno, voy hasta la primera casa que encuentre y pido uno prestado -piensa, mientras camina en busca de ayuda-. Tal vez, el sujeto, al ver mi coche, quiera cobrarme algo por el gato -dice para sus adentros-. Un coche como éste, y yo buscando un gato; me va a cobrar diez dólares, tal vez me cobre cincuenta, porque sabe que necesito el gato. Se va a aprovechar, tal vez me cobre cien dólares.» Y, a medida que anda, el precio va subiendo. Cuando llega a la casa, y el dueño abre la puerta, el sujeto grita: -¡Es usted un ladrón! ¡Un gato no vale tanto! ¡Puede quedárselo! ¿Quién de nosotros puede decir que nunca se ha comportado de esta manera?


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