Lo más impresionante de nuestra visita, sin embargo, era que cada diez o quince minutos aquellos letreros parecían cobrar vida con los temblores profundos que sacudían la tierra. La valla quería salirse del suelo, las maderas crujían en los goznes y se oían tintineos de copas y metales como en un balandro a la deriva, y uno tenía la impresión de que era el mundo entero el que se estremecía con tanto amor sembrado en el jardín de la casa.

A la hora de la verdad, todas nuestras precauciones fueron inútiles. Nadie decomisó las cámaras ni impidió el paso de nadie, porque los carabineros se habían ido a almorzar. Filmamos todo, no sólo lo que estaba previsto sino mucho más, pues Ugo estaba como embriagado por los temblores dentro del mar, y se metía hasta la cintura en el oleaje que reventaba con un estruendo prehistórico contra las rocas. Arriesgaba la vida, porque aun sin terremotos ese mar indomable lo habría arrastrado hasta los cantiles. Pero nadie podía impedirlo. Ugo filmaba sin parar, sin dirección, delirando en el visor, y todo el que conoce por dentro el oficio del cine sabe muy bien que es imposible dirigir ni controlar a un camarógrafo en trance.

Tal como lo habíamos previsto, cada rollo que se filmaba era mandado de urgencia a Santiago, para que Grazia lo llevara a Italia esa misma noche. La fecha de su viaje no fue escogida al azar. Desde hacía una semana estábamos estudiando la manera de sacar de Chile todo el material filmado hasta entonces, pero no habíamos podido concretar las vías clandestinas previstas en el plan inicial. En esas estábamos cuando se divulgó la noticia de que llegaba de Roma el nuevo cardenal de Chile, monseñor Francisco Fresno, en reemplazo del cardenal Silva Henríquez, quien se había jubilado al cumplir los setenta y cinco años. Este último, inspirador de la Vicaría de la Solidaridad, dejaba un sentimiento de gratitud popular y una conciencia de lucha en el clero que le quitaba el sueño a la dictadura.

No era para menos. En las poblaciones más pobres hay curas que trabajan como carpinteros, como albañiles, como menestrales puros, mano a mano con los pobladores, y algunos de ellos han sido muertos por la policía en manifestaciones callejeras.

No tanto por su complacencia con el nuevo cardenal -cuyo pensamiento político era todavía un enigma- como por el júbilo que le causaba el retiro del cardenal Silva Henríquez, el gobierno interrumpió por un día las restricciones del estado de sitio e hizo un llamado por todos los medios oficiales de difusión para que se diera una bienvenida colosal a monseñor Fresno. Pero al mismo tiempo, por si acaso, el general Pinochet se fue en un viaje de dos semanas por el norte del país, con su familia y con toda su corte de jóvenes ministros desconocidos, sin duda para que ni él ni ninguno de ellos se viera obligado a participar en la recepción impredecible. Confundida la ciudad por las decisiones oficiales contradictorias, sólo dos mil personas acudieron a la Plaza de Armas, donde caben y se esperaban por lo menos seis mil.

“Grazia ascendió a los cielos”

En todo caso, era fácil prever que aquella tarde de incertidumbre oficial era la más propicia para sacar del país la primera remesa de rollos expuestos. Esa misma noche nos llegó a Valparaíso el mensaje cifrado: Grazia ascendió a los cielos. Así fue: llegó a un aeropuerto acordonado como nunca, pero también más abarrotado y anárquico que nunca, y los propios policías la ayudaron a registrar las maletas y a embarcarse sin pérdida de tiempo en el mismo avión en que acababa de llegar el cardenal.

7 – La policía en acecho: el círculo empieza a cerrarse

Elena había pasado un fin de semana angustioso mientras yo andaba filmando en Concepción y Valparaíso sin hacer contacto con ella. Su deber era denunciar mi desaparición, pero se dio más tiempo del previsto sabiendo que yo era un improvisador impenitente. Esperó toda la noche del sábado. El domingo, viendo que no llegaba, se puso en contacto sin ningún resultado con quienes pudieran tener alguna pista. Se había fijado como plazo último hasta las doce del día del lunes para dar la voz de alarma, cuando me vio entrar en el hotel con cara de mal dormir y sin afeitar. Había cumplido muchas misiones muy importantes y arriesgadas, y me juró que nunca había sufrido tanto con un falso esposo indomable como había sufrido conmigo. Pero esa vez tenía un motivo adicional y justo. Al cabo de diligencias incontables, de encuentros fallidos y de una planificación milimétrica, tenía concertada para las once de la mañana de ese mismo día la entrevista secreta con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

Era, sin duda, la más difícil y peligrosa de cuantas habíamos previsto, y la más importante. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez está integrado casi en su totalidad por miembros de una generación que apenas salía de la escuela primaria cuando Pinochet asaltó el poder. Se ha declarado partidario de la unidad de todos los sectores de oposición, para el derrocamiento de la dictadura y el regreso a una democracia que le permita al pueblo chileno decidir con una autonomía integral su propio destino. El nombre le viene de un personaje alegórico de la independencia chilena de 1810, que parecía tener poderes sobrenaturales para burlar todos los controles, tanto internos como externos, y mantuvo la comunicación constante entre el ejército libertador que operaba en Mendoza, del lado argentino, y las fuerzas clandestinas que resistían en el interior de Chile, después de que los patriotas fueron derrotados y el poder reconquistado por los realistas. Muchos elementos de las condiciones de entonces tienen semejanzas más que notables con la situación de Chile.

Entrevistar a los dirigentes del Frente Patriótico es un privilegio con el que sueña cualquier buen periodista. Yo no podía ser una excepción. Alcancé a llegar en el último instante, después de situar a los miembros del equipo en los distintos lugares acordados. Llegué solo a un paradero de buses de la calle Providencia con la clave de identificación: El Mercurio de ese día y un ejemplar de la revista ¿Qué Pasa? No tenía nada más qué hacer hasta que alguien se me acercara a preguntarme: “¿Va usted para la playa?”. Yo debía contestar: “No, voy al zoológico”. La clave me parecía absurda, porque a nadie se le ocurriría ir a la playa en otoño, pero los dos oficiales de enlace del Frente Patriótico me dijeron más tarde con toda la razón que justo por ser absurda no había ninguna posibilidad de que alguien la usara por error o por casualidad. A los diez minutos, cuando ya sentía que mi presencia era demasiado notoria en un lugar tan concurrido, vi acercarse a un muchacho de estatura mediana, muy delgado, que cojeaba de la pierna izquierda y llevaba una boina que me hubiera bastado para identificarlo como un conspirador. Se dirigió a mí sin ningún disimulo, y yo le salí al paso antes de que me diera el santo y seña.

– ¿No podías disfrazarte de otra cosa? -le dije riendo-. Porque así como estás hasta yo te reconocí.

Más que sorprendido, él me miró muy triste.

– ¿Se me nota mucho?

– A la legua -dije.

Era un muchacho con sentido del humor, sin ningunas ínfulas de conspirador, y esto alivió la tensión desde el primer contacto. Tan pronto como se me acercó, una camioneta de carga con el letrero de una panadería se estacionó enfrente de mí, y yo subí en el asiento junto del conductor. Entonces dimos varias vueltas por el centro de la ciudad y fuimos recogiendo en distintos puntos a los miembros del equipo italiano. Más tarde nos dejaron a todos en cinco lugares distintos, volvieron a desplazarnos por separado en otros automóviles, y al final volvieron a reunirnos en otra camioneta donde ya estaban las cámaras, las luces y el equipo de sonido. Yo no tenía la impresión de estar viviendo una aventura seria y grave de la vida real, sino jugando a una película de espías. El enlace de la boina y la cara de conspirador había desaparecido en alguna de las tantas vueltas, y nunca más lo vi. En su lugar apareció un conductor de talante bromista, pero de un rigor inquebrantable. Yo me senté a su lado, y el resto del equipo detrás, en el compartimiento de carga.

– Los voy a llevar de paseo -nos dijo-, para que sientan el olorcito del mar chileno.

Puso la radio a todo volumen y empezó a dar vueltas por la ciudad, hasta que ya no supe dónde estábamos. Sin embargo, a él no le bastó con eso, sino que nos ordenó cerrar los ojos con un modismo chileno que yo había olvidado: “Bueno chiquillos, ahora van a hacer tutito”. En vista de que no hacíamos caso, insistió de un modo más directo:

– Apúrenle, pues, no más cierren los ojitos y no los abran hasta que yo les diga, porque si no, hasta ahí va a llegar el cuento.

Nos contó que tenían para esas operaciones un modelo especial de anteojos ciegos, que desde fuera se veían como lentes de sol, pero que no se podía ver a través de ellos. Sólo que esa vez los había olvidado. Los italianos que iban detrás no entendían su jerga chilena, y tuve que traducirles.

– Duérmanse -les dije.

Entonces parecieron entender menos.

– ¿Dormir?

– Como lo oyen -les dije-, acuéstense, cierren los ojos, y no los abran hasta que yo les avise.

La distancia exacta: diez boleros

Se acostaron apelotonados en el suelo de la camioneta, y yo seguí tratando de identificar la barriada que empezábamos a atravesar. Pero el conductor me notificó sin más vueltas:

– Con usted también va la cosa, compañero, así que hágase tutito no más.

Entonces apoyé la nuca en el espaldar del asiento, cerré los ojos, y me dejé llevar por la corriente de los boleros que fluían sin cesar de la radio. Boleros de siempre: Raúl Shaw Moreno, Lucho Gatica, Hugo Romani, Leo Marini. El tiempo pasaba, las generaciones se sucedían, pero el bolero permanecía invencible en el corazón de los chilenos, más que en ningún otro país. La camioneta se detenía cada cierto tiempo, se oían murmullos incomprensibles, y luego la voz del conductor: “Chao, nos vemos”. Pienso que hablaba con otros militantes apostados en sitios cruciales, que le daban informes sobre el recorrido. Yo hice alguna vez un intento de abrir los ojos, pensando que no me veía, y entonces descubrí que él había movido el espejo retrovisor de tal modo que podía conducir o hablar con sus contactos sin quitarnos la vista de encima.

– ¡Cuidadito! -nos dijo-. Al primero que abra los ojos nos volvemos para la casa y se acabó el paseo.


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