Yo volví a cerrarlos, y empecé a cantar con la

radio: Que te quiero, sabrás que te quiero.

Los italianos acostados en el compartimento de carga me hicieron coro. El conductor se entusiasmó.

– Eso, chiquillos, canten no más, que lo hacen muy bien -dijo-. Van en manos seguras.

Antes del exilio había algunos lugares de Santiago que identificaba con los ojos cerrados: el matadero por el olor de la sangre vieja, la comuna de San Miguel por los olores a aceites de motor y materiales de ferrocarril. En México, donde viví muchos años, sabría que estoy cerca de la salida de Cuernavaca por el olor inconfundible de la fábrica de papel, o en el sector de Azcapotzalco por los humos de la refinería. Aquel medio día en Santiago no encontré ningún olor conocido, a pesar de que los buscaba por pura curiosidad mientras cantábamos. Al cabo de diez boleros, la camioneta se de

tuvo.

– No abran los ojitos -se apresuró a decirnos el conductor-. Vamos a bajar muy formales, cogidos de las manos unos con otros para que no se vayan a romper el culito.

Así lo hicimos, y empezamos a subir y bajar por un sendero de tierra suelta, quizás escarpado y sin sol. Al final nos sumergimos en una oscuridad menos fría y olorosa a pescado fresco, y por un momento pensé que habíamos bajado a Valparaíso, en la orilla del mar. Pero no habíamos tenido tiempo. Cuando el conductor nos ordenó que abriéramos los ojos nos encontramos los cinco en una habitación estrecha, con muros limpios y muebles baratos pero muy bien mantenidos. Frente a mí estaba un hombre joven, bien vestido, con unos bigotes postizos pegados de cualquier manera. Solté la risa.

– Arréglate mejor -le dije-, que esos bigotes no te los cree nadie.

También él soltó una carcajada y se los quitó.

– Es que estaba muy apurado -dijo.

El hielo se rompió por completo, y todos pasamos bromeando a la otra habitación, donde yacía en aparente sopor un hombre muy joven con la cabeza vendada. Sólo entonces comprendimos que estábamos en un hospital clandestino muy bien equipado, y que el herido era Fernando Larenas Seguel, el hombre más buscado de Chile.

Tenía veintiún años y era un militante activo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Dos semanas antes regresaba para su casa de Santiago a la una de la madrugada, solo y desarmado, manejando su coche, cuando fue rodeado por cuatro hombres de civil con fusiles de guerra. Sin ordenarle nada, sin hacerle ninguna pregunta, uno de ellos disparó a través del cristal, y el proyectil le atravesó el antebrazo izquierdo y lo hirió en el cráneo. Cuarenta y ocho horas después, cuatro oficiales del Frente Manuel Rodríguez lo rescataron a tiros de la Clínica de Nuestra Señora de las Nieves, donde estaba en estado de coma bajo vigilancia policial, y lo llevaron a uno de los cuatro hospitales clandestinos del movimiento. El día de la entrevista estaba ya en vía de recuperación, y tuvo suficiente dominio para contestar nuestras preguntas.

Pocos días después de este encuentro, fuimos recibidos por la dirección suprema del Frente Patriótico, con las mismas precauciones casi cinematográficas, pero con una diferencia significativa: en vez de un hospital clandestino, nos encontramos en una casa de clase media, alegre y cálida, con una abrumadora colección de discos de los grandes maestros y una excelente biblioteca literaria con libros ya leídos, lo cual no es muy frecuente en muchas buenas bibliotecas. La idea original era filmarlos encapuchados, pero al final decidimos protegerlos con recursos técnicos de iluminación y encuadre. El resultado -como se ve en la película- es más convincente y humano, y desde luego mucho menos truculento que las entrevistas tradicionales a dirigentes clandestinos.

Terminados los diversos encuentros con personalidades públicas y secretas, Elena y yo decidimos de común acuerdo que ella regresara a sus actividades normales en Europa, donde vivía desde hacía algún tiempo. Su trabajo político es demasiado importante para someterla a más riesgos de los indispensables, y la experiencia adquirida hasta entonces me permitía terminar sin su ayuda los tramos finales de la película, que suponía menos peligrosos. No volví a encontrarla hasta hoy, pero cuando la vi alejarse hacia la estación del tren subterráneo, de nuevo con su falda escocesa y sus mocasines de escolar, comprendí que iba a echarla de menos, más de lo que me imaginaba, después de tantas horas de amores fingidos y sobresaltos comunes.

En previsión de que los equipos extranjeros tuvieran que salir de Chile por fuerza mayor, o les prohibieran trabajar, un sector de la resistencia interna me ayudó a formar un equipo de cineastas jóvenes extraídos de sus filas. Fue un acierto. Este equipo hizo un trabajo tan rápido y con tan buenos resultados como el de los otros, mejorado además por el entusiasmo de saber lo que hacían, pues su organización política nos dio seguridades de que no sólo eran de absoluta confianza sino que estaban bien entrenados para el riesgo. Al final, cuando ya los extranjeros no eran suficientes, fue necesario tener más personal para filmar en las poblaciones, y este equipo se ocupó de crear otros, y éstos a otros, hasta el punto de que en la última semana llegamos a tener seis equipos chilenos trabajando al mismo tiempo en distintos lugares. A mí me sirvieron, además, para medir mejor el grado de determinación, y la eficacia de la generación nueva que está empeñada, sin prisa y sin ruido, en liberar a Chile del desastre militar. A pesar de la edad temprana, todos tienen más que una visión del futuro. Tienen ya un pasado de hazañas incógnitas y victorias ocultas, que llevan guardado en el corazón con una gran modestia.

El círculo empieza a cerrarse

Por los días en que entrevistamos a la dirección del Frente Patriótico, llegó a Santiago el equipo francés, después de cubrir con resultados excelentes el programa previsto. Era indispensable, pues el norte es una zona histórica en la formación de los partidos políticos de Chile. Allí se aprecia mejor la continuidad ideológica y política, desde Luis Emilio Recabarren, creador del primer partido obrero en el amanecer del siglo, hasta Salvador Allende. En esa zona está una de las minas de cobre más ricas del mundo, que fue industrializada por los ingleses en el siglo pasado al mismo tiempo que la revolución industrial, y esto dio origen a nuestra clase obrera. De allí parte además el movimiento social chileno, sin duda el más importante de América Latina. Cuando Allende subió al poder, su medida más importante, y la más peligrosa, fue la nacionalización del cobre. Una de las primeras de Pinochet fue su restitución a los dueños tradicionales.

El informe de trabajo del director del equipo francés, Jean Claude, fue muy detallado y amplio. Tenía que imaginármelo en pantalla para no estropear la unidad de la película, pues no podría ver las pruebas hasta que volviera a Madrid con todo terminado, y entonces sería demasiado tarde para cualquier ajuste.

En parte por razones de seguridad, pero más que nada por el placer de estar en Chile, no nos reunimos en un lugar fijo, sino que recorrimos la ciudad en otra de las mañanas de ese otoño crucial. Caminamos por el centro, subimos a los autobuses menos usuales, tomamos café en los sitios más visibles, comimos mariscos con cerveza, y ya entrada la noche nos encontramos tan lejos del hotel, que nos metimos en el tren subterráneo.

Yo no lo conocía, pues había sido inaugurado por la Junta Militar, aunque la construcción la inició el gobierno de Frei y la continuó el de Allende. Me sorprendió su limpieza y su eficacia, y la naturalidad con que mis compatriotas se habían acostumbrado a viajar por debajo de la tierra. Era un mundo que hasta entonces no había descubierto, porque carecíamos de un argumento convincente para solicitar el permiso de filmación. El hecho de que hubiera sido construido por los franceses, nos dio la idea de que el equipo de Jean Claude pudiera filmarlo. Estábamos hablando de esto cuando llegamos a la estación Pedro Valdivia, y en la escalera de salida tuve la impresión inequívoca de que alguien nos estaba mirando. Así era: un policía de civil nos observaba con tanta atención, que su mirada y la mía se encontraron a mitad de camino.

Para entonces ya era capaz de reconocer a un policía civil entre la muchedumbre. Aunque ellos mismos se creen vestidos de paisano, tienen un aspecto inconfundible, con un chaquetón azul oscuro de tres cuartos, pasado de moda, y el pelo cortado casi a ras como los reclutas. Sin embargo, lo que primero los delata es su manera de mirar, pues los chilenos no miran a nadie en la calle sino que caminan o viajan en los autobuses con la vista fija. De modo que cuando vi al hombre corpulento que seguía mirándome aún después de que se supo descubierto, lo identifiqué al instante como un policía de civil. Tenía las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta de paño, el cigarrillo en los labios, y el ojo izquierdo medio cerrado por la molestia del humo, en una imitación lastimosa de los detectives de las películas. No sé por qué me pareció que era el Guatón Romo, un sicario de la dictadura que se había hecho pasar por un izquierdista ardoroso, y denunció a numerosos activistas clandestinos que luego fueron sacrificados.

Reconozco que mi error grave fue mirarlo, pero había sido inevitable, porque no fue un acto voluntario sino un impulso inconsciente. Luego, por la misma fuerza instintiva, miré primero a mi izquierda, y en seguida a mi derecha, y vi a otros dos. “Háblame de cualquier cosa”, le dije a Jean Claude en voz muy baja. “Háblame, pero no gesticules, no mires, no hagas nada”. El comprendió, y seguimos caminando con la naturalidad de los inocentes, hasta que salimos a la superficie. Era ya de noche, pero el aire se había hecho tibio y más claro que los días anteriores, y había mucha gente que regresaba a casa por la Alameda. Entonces me aparté de Jean Claude.

– Desaparécete -le dije-. Yo te ubico después.

El corrió hacia la derecha y yo me perdí en la muchedumbre en sentido contrario. Tomé un taxi que pasó frente a mí en ese momento como mandado por mi madre, y entonces alcancé a ver a los tres hombres sorprendidos que acabaron de salir de la estación subterránea y no sabían a quién seguir, si a Jean Claude o a mí, y se los tragó la muchedumbre. Cuatro cuadras más adelante descendí, tomé otro taxi en el sentido opuesto, y luego otro y otro, hasta que me pareció imposible que me estuvieran siguiendo. Lo único que no entendí, ni he podido entender todavía, es por qué habían de seguirnos.


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