Más abajo hay un lugar que se llama La Calera, famosa porque cada familia fabrica un vino excelente que le dan a probar a todo el que pasa, para que diga cuál es el mejor. Fue así como La Calera se convirtió en una época en el

paraíso de los borrachos de todo el país.

Matilde llevó a Palmilla las primeras revistas ilustradas, por las cuales tuvo siempre una afición insaciable, y prestaba el huerto de enfrente para los circos, los teatros ambulantes y los titiriteros.

Fue allí donde se proyectaban también las pocas películas que pasaban de vez en cuando por aquellos andurriales, y donde se me reveló la vocación desde que vi la primera, a los cinco años, sentado en las rodillas de la abuela. Era Genoveva de Bravante, y el recuerdo que conservo de ella es más bien de pavor, pues habían de pasar muchos años antes de que entendiera cómo era que galopaban los caballos y se asomaban aquellas caras enormes en una sábana colgada en medio de los árboles.

La casa donde llegamos Ricardo y yo aquella noche era la del abuelo griego, donde ahora vive mi madre, Cristina Cucumides, y donde viví hasta la adolescencia. Fue construida en el año cero, y conserva aún el estilo tradicional del campo chileno, con corredores largos, pasadizos sombríos, habitaciones laberínticas, cocinas enormes, y más allá el establo y los potreros. El lugar donde está se llama Los Naranjos, y se siente de veras un olor inmóvil de naranjas agrias, y hay una fronda de bugambilias y toda clase de flores luminosas.

La emoción de encontrarme allí fue tan intensa, que me bajé del carro antes de que frenara. Entré por los pasillos desiertos, crucé el patio en tinieblas, y el único que salió a recibirme fue un perro bobalicón que se me enredó entre las piernas, pero seguí caminando sin percibir el menor vestigio humano. A cada paso rescataba un recuerdo, una hora de la tarde, un olor olvidado. Al final de un largo pasillo me asomé a la puerta de la sala alumbrada apenas por una luz pálida, y allí estaba mi madre.

Fue una visión extraña. La sala es muy grande, de techos altos y paredes lisas, y no había más muebles que un sillón donde estaba sentada mi madre, de espaldas a la puerta y con un brasero a su lado, y otro sillón igual donde estaba sentado su hermano, mi tío Pablo. Permanecían en silencio, ambos mirando un mismo punto en la candidez complacida con que hubieran mirado la televisión, pero en realidad no miraban nada más que la pared desnuda. Caminé hacia ellos sin tratar de no hacer ruido, y en vista de que no se movían, dije:

– Bueno, pero aquí no saluda nadie, caray.

Entonces mi madre se levantó.

– Debes ser un amigo de mis hijos -dijo-. Te doy un abrazo.

El tío Pablo no me veía desde que me fui de Chile doce años antes, y no se movió siquiera en el sillón. Mi madre me había visto en septiembre del año anterior en Madrid, pero aun cuando se levantó para abrazarme seguía sin reconocerme. Así que la agarré por los brazos y la sacudí tratando de sacarla del estupor.

– Pero mírame bien, Cristina -le dije, mirándola a los ojos-, soy yo.

Ella volvió a mirarme con otros ojos pero no pudo identificarme.

– No -dijo-, no sé quién eres.

– Pero cómo no vas a conocerme -dije, muerto de risa-. Soy tu hijo, Miguel.

Entonces volvió a mirarme, y el rostro se le descompuso con una palidez mortal.

– Ay -dijo-, voy a desmayarme.

Tuve que sostenerla para que no se cayera, mientras el tío Pablo se incorporaba en el mismo estado de conmoción.

– Esto es lo último que esperaba ver -dijo-, ya puedo morirme en paz ahora mismo.

Me precipité a abrazarlo. Parecía un pajarito, con la cabeza muy blanca y envuelto en una manta de viejo, a pesar de que sólo es mayor que yo cinco años. Se casó y se separó una vez, y desde entonces se fue a vivir en casa de mi madre. Siempre fue muy solitario y ya parecía viejo desde niño.

– No joda tío -le dije-, no me vaya a hacer la huevada de morirse ahora. Traiga una botella de vino para celebrar el regreso.

Mi madre nos interrumpió, como siempre, con una revelación sobrenatural.

– Yo tengo listo el mastul -dijo.

No lo creí hasta que no lo vi en la cocina. Y no era para menos. El mastul sólo se prepara en las casas griegas para celebrar las grandes ocasiones, pues su elaboración es muy dispendiosa. Es un guiso de cordero, con garbanzos y bolitas de sémola, semejante al cuscús árabe, y era el primero que mi madre preparaba aquel año sin ningún motivo. Por pura inspiración.

Ricardo comió con nosotros y luego se retiró a dormir, sin duda para dejarnos en completa intimidad. Poco después se retiró mi tío, y mi madre y yo seguimos conversando hasta el amanecer. Siempre hemos hablado mucho ella y yo, más bien como amigos, porque nuestras edades no son muy diferentes. Se casó con mi padre a los dieciséis años y me tuvo un año después, de modo que recuerdo muy bien cómo era cuando tenía veinte años, muy bonita y tierna, y jugaba conmigo como si yo no fuera un hijo sino una más de sus muñecas de trapo.

Estaba radiante con mi regreso, pero un poco descorazonada con mi modo de vestir, pues siempre le gustó verme con mis atuendos de estibador. “Pareces un cura”, me dijo. No le revelé la razón del cambio, ni las condiciones y el motivo de mi entrada en Chile, que ella suponía legal. Preferí mantenerla al margen de mi aventura, para no inquietarla, desde luego, pero sobre todo para no comprometerla.

Antes de que empezara a clarear me llevó de la mano a través del patio sin decirme para qué, alumbrándose con una vela en su palmatoria como en las novelas de Dickens, y me dio la gran sorpresa del viaje. En el fondo del patio estaba el estudio que yo tenía en mi casa de Santiago cuando escapé al exilio, tal como lo dejé, y con todo lo que tenía dentro.

Después que los militares allanaron la casa por última vez y tuve que irme para México con la Ely y los niños, mi madre contrató un arquitecto amigo que desarmó el estudio tabla por tabla, y lo reconstruyó idéntico en la vieja casa familiar de Palmilla. Adentro era como si no me hubiera ido nunca. En el mismo lugar en que yo los había dejado; aún en el mismo desorden, estaban mis papeles de toda la vida, obras juveniles de teatro, proyectos de guiones, esquemas de escenarios. El aire tenía el mismo color, el mismo olor, y hasta pensé que era la misma fecha y la misma hora en que había visto el estudio por última vez. Me sacudió un estremecimiento muy hondo, porque en aquel instante no pude precisar si mi madre había hecho aquella reconstrucción meticulosa para que yo no extrañara mi casa de antes si alguna vez regresaba, o para recordarme mejor si me moría en el exilio.

10 – Final feliz con la ayuda de la policía

Esta vez el regreso a Santiago fue la vuelta a la zozobra. La impresión de que el círculo se estrechaba cada vez más en torno a nosotros era casi palpable. “La marcha del hambre” había sido reprimida con una brutalidad sangrienta, y la policía había golpeado a algunos miembros de nuestros equipos y destrozado una cámara. Las personas que frecuentábamos por nuestro trabajo, tenían la impresión de que nadie había creído en la maniobra de la salida, y hasta Clemencia Isaura estaba convencida de que nos habíamos metido como santos inocentes en la cueva de los leones. Las gestiones para encontrar al general disidente estaban bloqueadas por la eterna respuesta: “Vuelva a llamar mañana”. Ese era el estado de ánimo imperante cuando el equipo italiano fue notificado de que la filmación en La Moneda estaba autorizada para el día siguiente a las once de la mañana.

Era imposible no creer que se trataba de una trampa mortal. Yo estaba dispuesto a correr el riesgo, pero era una responsabilidad muy grande la de ordenarles a los italianos que entraran en las oficinas presidenciales sin saber si era meterlos en una ratonera. Ellos, sin embargo, aceptaron hacerlo bajo su responsabilidad y con plena conciencia del riesgo. El equipo francés, por su parte, no tenía por qué permanecer más tiempo en Santiago. Así que los reuní de urgencia, y les indiqué que salieran de Chile en el primer avión, llevando consigo todo el material filmado que nos quedaba por enviar a Madrid. Se fueron esa tarde, a la hora justa en que el equipo italiano, dirigido por mí, filmaba en el despacho del general Pinochet.

Antes de ir a La Moneda le entregué a Franquie la carta para la Corte Suprema de Justicia, que llevaba en el maletín desde hacía varios días sin decidirme a mandarla, y le pedí que la entregara de inmediato y en persona, como en efecto lo hizo. También le dejé los números de los teléfonos que Elena nos había dado para casos de emergencia grave. A las once menos cuarto me dejó en una esquina de Providencia, donde me reuní con el equipo italiano en gran completo, y seguimos todos juntos hasta el Palacio de la Moneda. La paradoja final fue que esta vez me había despojado del disfraz de publicista uruguayo, y me puse los pantalones vaqueros y la chamarra forrada por dentro con piel de conejo. Fue una decisión de última hora, porque los antecedentes de Grazia, como periodista, los de Ugo como camarógrafo, y los de Guido como sonidista, habían sido investigados a fondo. A sus ayudantes, en cambio, ni siquiera les pidieron identificación, a pesar de que sus nombres también figuraban en la solicitud del permiso. Eso resolvió mi situación: entré como ayudante de iluminación, cargado de cables y reflectores.

Filmamos dos días completos con toda tranquilidad y buena técnica, bajo la guía de tres oficiales jóvenes, muy amables, que se turnaban para atendernos. Indagamos todo lo que tenía que ver con la restauración, pues Grazia se había preparado muy bien sobre Toesca y la arquitectura italiana en Chile, para que nadie dudara de que era ese y sólo ese el motivo de la película. Pero también los militares estaban bien preparados. Nos contaban con mucha seguridad el significado y la historia de cada estancia del palacio, y la forma en que fue restaurado en relación con el edificio anterior, pero hacían prodigios de evasivas y circunloquios para no referirse al 11 de setiembre de 1973. La verdad es que la restauración se hizo con una gran fidelidad a los planos originales. Tapiaron unas puertas, abrieron otras, derribaron muros, cambiaron tabiques de lugar, y eliminaron la entrada de Morandé 80, por donde los presidentes recibían las visitas privadas. Fueron tantos los cambios, que alguien que hubiera conocido el palacio antiguo no sabría orientarse en el nuevo.


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