Yo había llegado al país con una buena provisión de “Gitane” para dos meses, y no me había atrevido a tirar las cajetillas, que son grandes, de cartón duro y demasiado notorias en Chile, por temor de dejar un rastro fácil para la policía. Las que desocupaba durante el trabajo las guardaba en el bolsillo, y luego las escondía por todas partes, con mayor razón si tenían notas de filmación. Hubo un momento en que aquello parecía una suerte de ilusionismo, pues tenía cajetillas vacías en todos los bolsillos de la ropa colgada en el ropero, debajo del colchón de la cama, en los bolsos de viaje, mientras se me ocurría una forma segura de deshacerme de ellas. Así caí en la angustia tantálica de los presos que cavan un túnel para escapar, y no saben dónde esconder la tierra.

Cada vez que arreglaba la maleta para cambiar de hotel, me preguntaba qué iba a hacer con tantas cajetillas vacías. Por último no se me ocurrió una solución más fácil que llevármelas en la maleta, pues si me sorprendían destruyéndolas podía parecer un acto más sospechoso que la verdad. Pensaba botarlas en la Argentina, pero allí las cosas ocurrieron con tanta rapidez, que ni siquiera. abrí la maleta. Hasta que tuve que hacerlo en la frontera del sur, y vi con pavor el asombro y la desconfianza de los carabineros cuando me apresuré a recoger del suelo el reguero de cajetillas.

– Están vacías -dije.

No me creyeron, por supuesto. Mientras el más joven se ocupaba de otros pasajeros, el mayor abrió las cajetillas una por una, las examinó al derecho y al revés, y trató de descifrar algunas de mis notas. Yo tuve entonces un relámpago de inspiración.

– Son versitos que se me ocurren a veces -dije.

El siguió escudriñando en silencio, y al final me miró a la cara, para ver si descifraba por mi expresión el misterio insondable de las cajetillas vacías.

– Si quiere quédese con ellas -le dije.

– ¿Y a mí para qué me sirven? -dijo él.

Entonces me ayudó a ponerlas otra vez en la maleta y atendió al pasajero siguiente. Yo quedé tan ofuscado, que no se me ocurrió tirar las cajetillas en la basura allí mismo, delante de los carabineros, sino que seguí arrastrándolas conmigo por el resto del viaje. De regreso a Madrid, no dejé que la Ely las destruyera. Me sentía tan ligado a ellas, que resolví guardarlas por el resto de mi vida, como una reliquia de tantas experiencias duras que la memoria pondría a hervir a fuego lento en las cocinas de la nostalgia.

“Hágase una foto con el futuro del país”

En Puerto Montt me esperaba el equipo holandés. La filmación allí no fue sólo por la belleza de los paisajes indescriptibles, sino por la significación de aquella zona en nuestra historia reciente. Había sido el escenario de una lucha constante. Durante el gobierno de Eduardo Frei hubo allí una represión tan brutal, que los últimos sectores progresistas se separaron del gobierno. La izquierda democrática tomó conciencia de que no sólo su porvenir sino el de todo el país estaba en la unidad, y ese fue el principio de un proceso rápido e incontenible que culminó con la elección de Salvador Allende.

Terminada la filmación en Puerto Montt, y con ella todo el programa del sur, el equipo holandés salió por Bariloche hacia Buenos Aires con una buena cantidad de material filmado, para dejárselo a la Ely en Madrid. Yo me fui solo a Talca en una buena noche de tren, en la que no ocurrió nada, digno de recordar, a excepción de un pollo asado que regresó sano y salvo a la cocina, pues no me fue posible trinchar siquiera su caparazón blindado. En Talca alquilé un automóvil y me fui a San Fernando, en el corazón del valle de Colchagua.

En la Plaza de Armas no había un sitio, un árbol, una piedra de los muros que no me remitiera a la infancia. Más que todos, desde luego, el vetusto edificio del Liceo, donde hice mis primeras letras. Me senté en un escaño a tomar fotos que luego me sirvieran para la película. La plaza se iba llenando poco a poco con la algarabía de los niños que entraban en la escuela. Algunos posaban frente a la cámara, otros trataban de poner frente al objetivo la palma de la mano, una niña hizo un paso de baile tan profesional, que le pedí repetirlo para tomar la foto con un fondo más adecuado. De pronto, varios niños se sentaron a mi lado, y me dijeron:

– Sáquese una foto con el futuro del país.

La frase me sorprendió, porque respondía a una que había anotado en alguna de tantas cajetillas de “Gitane”: Yo diría que es casi imposible encontrar a alguien en Chile que no tenga una idea del futuro.

Sobre todo, los niños de una generación que no había conocido un país diferente, y sin embargo tenían ya una convicción propia de su destino.

Estaba acordado con el equipo chileno que nos encontraríamos a las once y media de la mañana en el puente de los Maquis. Llegué en punto por el lado derecho, y vi las cámaras instaladas en la orilla opuesta. Era una mañana limpia, perfumada por el vaho del tomillo en las frondas, y yo me sentía seguro y menos exiliado que nunca en mi tierra natal, pues me había quitado la corbata y el traje inglés de mi otro yo, y volví a ser yo mismo, con chamarra y pantalones de vaquero. La sombra de la barba de los dos días de viaje desde Buenos Aires, que yo había tenido el placer de no afeitarme, era un dato más de la identidad recuperada.

Cuando me di cuenta de que el camarógrafo me había visto a través del visor, descendí del automóvil, atravesé el puente muy despacio para darle tiempo de filmarme, y luego saludé a todos, uno por uno, estimulado por su entusiasmo y su madurez precoz. Eran de edades inverosímiles: quince, diecisiete, diecinueve años. A Ricardo, el mayor, que dirigía el equipo y tenia veintiuno, los otros lo llamaban “El Viejo”. Nada me alentó tanto en esos días como haberme ganado su complicidad.

Allí mismo, sobre la baranda del puente, hicimos el programa de filmación, y lo iniciamos de inmediato. Debo reconocer que mis motivos de ese día se apartaban un poco del propósito inicial, y más bien iban a rastras de los recuerdos de mi niñez. Por eso empecé con las imágenes de aquel puente de mis nostalgias, donde una partida de primas alborotadas me empujaron al agua, a los doce años, para que aprendiera a nadar a la fuerza.

Pero en el curso de la jornada, la razón original del viaje volvió a imponerse. El valle de San Fernando es una vasta zona agrícola en la cual, durante el gobierno de la Unidad Popular, los campesinos reducidos a la condición secular de siervos se convirtieron por primera vez en sujetos de derecho. Antes fue una fortaleza de la oligarquía feudal, que decidía las elecciones con los votos cautivos de sus vasallos. Durante el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei, se organizó allí la primera huelga campesina en grande, con la participación de Salvador Allende en persona. Después fue él, ya en el gobierno, quien despojó de sus privilegios desmedidos a los señores de la tierra, y organizó a los campesinos en comunidades activas y solidarias. Ahora, como un símbolo del retroceso, en el Valle Central está la casa de verano de Pinochet.

No podía irme del lugar sin llevarme la imagen de la estatua de don Nicolás Palacio, autor de “ La Raza Chilena ”, un libro insólito en el que se plantea que los chilenos auténticos, anteriores a las grandes emigraciones -la vasca, la italiana, la árabe, la francesa, la alemana-, son descendientes directos de los helenos de la Grecia clásica, y están por tanto determinados y señalados por el destino para ser la fuerza hegemónica de América Latina, y para mostrar el camino de la verdad y la salvación del mundo. Yo nací muy cerca de allí, y durante toda la infancia me acostumbré a ver la estatua varias veces al día cuando pasaba para la escuela, pero nadie supo explicarme nunca de quién era. Pinochet, admirador máximo de Nicolás Palacio, lo ha rescatado ahora de su limbo histórico con otro monumento erigido en el corazón de Santiago.

Terminamos la jornada al anochecer, apenas con tiempo para recorrer los ciento cuarenta kilómetros y llegar a Santiago antes del toque de queda. El equipo, menos Ricardo, se fue en línea recta. Ricardo se quedó conmigo al volante del automóvil, e hicimos un largo rodeo hasta el mar, señalando los sitios para filmar al día siguiente, y tan embebidos en nuestro trabajo que pasamos cuatro controles policiales sin el menor sobresalto. Después del primero, sin embargo, tuve la precaución de quitarme mi ropa informal de Miguel Littín, director de cine, y me volví a poner mi identidad de uruguayo.

No nos dimos cuenta en qué momento fueron las doce de la noche. Lo descubrimos de pronto -media hora después del toque de queda-, y vivimos un instante de zozobra. Entonces le dije a Ricardo que se saliera de la carretera principal, y nos metimos por un sendero de tierra que yo recordaba como si lo hubiera recorrido ayer, y le dije que doblara a la izquierda, que pasara el puente, que doblara a la derecha por un callejón invisible donde se oía el rumor de los animales despiertos en la oscuridad, que apagara las luces y siguiera por un sendero sin asfalto, de curvas profundas y descensos abruptos, y al final del laberinto atravesamos una aldea dormida cuyos perros alborotaron a todos los animales en los patios, y al otro lado de la aldea nos detuvimos frente a la casa de mi madre.

Ricardo no creyó, ni cree todavía, que aquello no fuera un plan premeditado. Juro que no lo fue. La verdad es que cuando comprendí que estábamos violando el toque de queda, lo único que se me ocurrió fue escondernos en un atajo hasta el amanecer, pues aún faltaban cuatro controles de carabineros antes de Santiago. Sólo cuando abandonamos la carretera reconocí el camino de tierra de mi infancia, los ladridos de los perros al otro lado del puente, el olor de ceniza de las cocinas apagadas, y no pude reprimir el impulso irreflexivo de darle la sorpresa a mi madre.

“Debes ser un amigo de mis hijos”

La aldea de Palmilla, con sus cuatrocientos habitantes, sigue siendo igual a cuando yo era niño. Mi abuelo paterno -un palestino nacido en Beith Sagur- y mi abuelo materno -el griego Cristos Cucumides- llegaron entre los primeros de una oleada migratoria que se instaló desde principios de siglo alrededor de la estación del ferrocarril. La única importancia que tenía Palmilla en aquel tiempo era que allí terminaba la línea del tren que ahora comunica a Santiago con la costa. De modo que allí trasbordaban los pasajeros y se descargaban los productos que venían del mar o iban para el mar, y esto había fomentado un comercio de paso que le infundió al lugar una prosperidad momentánea. Después, cuando se prolongó el ferrocarril hasta el mar, la estación se mantuvo como una parada obligatoria para echarle agua a las locomotoras, durante diez minutos que muchas veces se prolongaban hasta un día entero, y los trenes pasaban pitando por la casa de Matilde -mi abuela árabe- para anunciar la llegada. Pero la aldea no fue nunca nada más de lo que es ahora: una calle larga con algunas casas dispersas y un camino con menos casas que la calle.


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