Sonrió.

– Cuando se aleja uno de las Channel Islands, * hay que salir por alguno de los espacios que dejan libres las torres de los pozos petrolíferos. Se volvió para despedirse con la mano mientras se alejaba. Lo estuve contemplando hasta que salió del puerto. Fue la última vez que le vi. -Hablaba con voz monótona, como hipnotizado, con una mezcla de envidia tibia y tibio pesar. Me sirvió el vino en una copa y me la tendió.

– ¿Sabía usted lo que se proponía Wendell?

– Pero ¿qué se proponía? Porque yo sigo sin saberlo en la actualidad.

– Por lo visto, largarse sin pagar -dije.

Se encogió de hombros.

– Sabía que se sentía con el agua al cuello. No creí que tuviera intención de jugar sucio. Por entonces, y en particular cuando se hizo pública la última carta que escribió a Dana, me esforzaba por aceptar la idea de que se había suicidado. No pegaba con su carácter, pero todo el mundo estaba convencido, ¿quién era yo para ponerlo en duda? -Se sirvió media copa de vino, apartó la botella y se sentó en el banco que había delante del mío.

– Todo el mundo no -le corregí-. A la policía no le salían las cuentas y a la compañía de seguros tampoco.

– ¿Será usted una heroína al final?

– Sólo si se recupera el dinero.

– Eso no parece probable. Lo más seguro es que Dana se lo haya gastado ya todo.

No quería pensar en aquello.

– ¿Y qué pensó usted de la «muerte» de Wendell entonces?

– Me pareció terrible, como es lógico. A decir verdad, le eché de menos a pesar de lo que me dejó en herencia. Y parecerá extraño, pero me dijo algo en ese sentido. No le creí, pero se esforzó por hacérmelo comprender.

– ¿Le dijo que iba a largarse?

– Bueno, lo insinuó. Quiero decir que en ningún momento lo expuso abiertamente. Fue una de esas afirmaciones que pueden interpretarse según la propia conveniencia. Un día, creo que de marzo, unas seis o siete semanas antes de que desapareciese, va y me dice: «Carl, compañero, abandono. Esta maldita historia se nos viene encima y ya no puedo más. Es demasiado». Me lo dijo con estas u otras palabras, pero con esta orientación. Pensé que hablaba por hablar, para desahogarse. Teníamos problemas tremendos, pero no era la primera vez que ocurría y hasta entonces siempre habíamos salido airosos. Desde mi punto de vista se trataba de otro emocionante episodio de «El show de Carl y Wendell». Antes de saber lo que pasaba ya habían encontrado su barco navegando a la deriva por el océano. Al mirar atrás, es lícito pensar… bueno, cuando dijo que «abandonaba», ¿quiso decir que iba a matarse o a largarse para desentenderse de todo?

– Pero a usted lo empapelaron, ¿no?, tanto si se trataba de una cosa como si se trataba de la otra.

– Pues sí. Lo primero que hicieron fue lanzarse como buitres sobre los libros de contabilidad. Supongo que habría podido largarme entonces, echar a correr con lo puesto, pero me pareció absurdo. No tenía a dónde ir. No tenía un centavo y no tuve más remedio que dar la cara. Por desgracia ignoraba la magnitud de lo que Wendell había hecho.

– ¿Hubo realmente estafa?

– ¿Que si la hubo? Y de las gordas. Pasaron los días y toda la mierda salió a relucir. Wendell había limpiado la compañía y no había dejado ni los bolígrafos. En la carta que dejó afirmaba que había devuelto hasta el último centavo, pero no vi ninguna prueba que lo corroborase. Todo me cogió por sorpresa. Cuando comprendí cómo estaban realmente las cosas, ya no había escapatoria. Ni siquiera tuve ocasión de resarcirme de las pérdidas personales. -Hizo una pausa y se encogió de hombros-. ¿Qué puedo decir? Wendell desapareció y quedamos sólo los tontos. Di todo lo que tenía. Me declaré culpable y acepté la condena para que acabara de una vez la pesadilla. Y ahora dice usted que está vivo. Vaya broma.

– ¿Está usted resentido?

– Naturalmente. -Apoyó el brazo en el respaldo del banco y se frotó la frente como si estuviese pensando en otra cosa-. Entiendo su necesidad de huir. Al principio no comprendí la magnitud de su traición. Sentí lástima por Dana y por los chicos, pero nada podía hacer si Wendell estaba muerto. -Volvió a encogerse de hombros y sonrió con melancolía al mismo tiempo que hacía un ademán lleno de vitalidad-. Qué narices. Todo ha pasado ya y usted tiene un trabajo que hacer.

– Agradezco su comprensión.

Pasó por alto mis palabras con un aspaviento. Consultó su reloj.

– Me temo que el día ha terminado para mí. He quedado para desayunar mañana a las siete en punto. Tengo que dormir un poco. ¿La acompaño?

Me levanté y dejé a un lado la copa vacía.

– No se preocupe, sé ir sola -dije-. Sólo hay un paso hasta la salida. -Nos dimos la mano-. Perdone por el tiempo que le he hecho perder. No le extrañe si volvemos a vernos. ¿Tiene todavía mi tarjeta?

Tiró de una esquina del rectángulo de cartulina y la tarjeta asomó por el bolsillo de su camisa.

– ¿Me avisará si sabe algo de Wendell?

– Desde luego -dijo.

Subí la escalera y encogí la cabeza al salir a cubierta. Sabía que Eckert no dejaba de mirarme con una sonrisa de confusión bailoteándole en los labios. Era extraño, pero, puestos a comparar, la reacción de Dana Jaffe me había parecido más sincera.

9

Tardé menos de diez minutos en llegar a mi casa. Me sentía totalmente despejada a causa del refrescante aire del mar. En vez de abrir la verja y entrar en el patio trasero, di media vuelta y fui calle abajo hasta el bar de Rosie, que estaba a media manzana de distancia.

Hace algún tiempo, el local de Rosie estaba siempre vacío y mal iluminado, tenía un aspecto más bien inhóspito y era probable que los de Sanidad lo inspeccionaran cada dos por tres. Solía citarme allí con los clientes porque tenía la seguridad de que nadie iba a molestarnos. Como vivo sola y carezco de compromisos, podía dejarme caer por el local cuando me diera la gana sin llamar la indeseada atención de ningún grosero. A Rosie le gusta burlarse y bromear acerca de mí, pero no permito que lo haga nadie más. Sin embargo, en fecha reciente los forofos del deporte habían descubierto el local y no dejaban de aparecer equipos de todas las clases y especies para tomarse unas copas, sobre todo cuando ganaban alguna competición y sentían la necesidad de celebrarlo. Rosie, que por otro lado puede ser lo más desagradable de este mundo, parece disfrutar con esta ebullición de testosterona e histeria. En un movimiento sin precedentes, había llegado incluso a aceptar la exhibición de todo el hardware deportivo en un estante detrás de la barra, que ahora es una especie de vitrina llena de alados ángeles de plata que sostienen un globo sobre la cabeza. Hoy tocaba el campeonato de bolos. Mañana, la final de segunda regional.

Como de costumbre, el local estaba hasta los topes y mi mesa favorita, situada al fondo, ocupada por una banda de gamberros. No vi rastro de Rosie, pero William estaba sentado en un taburete ante la barra y contemplaba el paisaje con cara de satisfacción absoluta. Todos los clientes parecían conocerle y había un circuito cerrado de bromas bienintencionadas que iban y venían.

Henry estaba sentado solo a una mesa y tenía la cabeza inclinada sobre un cuaderno en el que confeccionaba un crucigrama titulado: «Sé buen espía las veinticuatro horas del día». Llevaba trabajando casi una semana entera en aquel crucigrama cuyo asunto de fondo era el espionaje y para el que echaba mano de novelas y teleseries relacionadas con el tema. Henry publica con regularidad en las revistas de pasatiempos y crucigramas que se venden en la caja de los supermercados. Al margen de que le sirve para ganar un dinerillo extra, goza de cierta celebridad entre los aficionados a los crucigramas. Vestía pantalón ancho y camiseta deportiva blanca y tenía la cara surcada de arrugas de concentración. Me tomé la libertad de acercarme a su mesa, coger una silla y darle la vuelta de modo que el respaldo quedara delante. Me senté a horcajadas y apoyé los brazos en el travesaño superior del respaldo.

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* Archipiélago que comprende todas las islas (San Miguel, Santa Cruz, Santa Catalina, San Clemente, etc.) que hay ante la costa californiana entre San Diego (sur) y Santa Barbara (norte), la «Santa Teresa» de las novelas protagonizadas por Kinsey Millhone; el «canal» a que alude el nombre es el formado por el mismo archipiélago y la costa continental. (N. del T.)


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