Lena introdujo un cambio en la conversación.

– ¿Le apetecería tomar un café o un refresco? Se lo traigo en un minuto.

– Es igual, gracias, no se preocupe -dije-. Aún me queda mucho camino por recorrer. Estoy distribuyendo estas fotocopias por si apareciese Wendell por el barrio.

– Bueno, estaremos alerta. Como tenemos la autopista al lado, pasan por aquí muchos coches, sobre todo en las horas punta, cuando todo el mundo busca un atajo. La salida sur está a una manzana de distancia. Más abajo hay un centro comercial y también circula mucha gente a pie -dijo Lena mientras se limpiaba la tierra de las uñas-. He instalado una pequeña gestoría en el despacho que hay en la parte exterior de la casa y me paso varias horas al día junto a la ventana. Se me escapan pocas cosas, se lo digo yo. Bueno, ha sido un placer conocerla. Voy a terminar lo del jardín y, ya que lo he mencionado, trabajaré un rato con los libros de contabilidad.

– En tal caso, me marcho, pero de todos modos les agradezco la colaboración prestada.

Me acompañó hasta la puerta con el retrato robot y mi tarjeta en la mano.

– ¿Le importa si le pregunto algo personal? Su nombre de pila no es frecuente. ¿Conoce su procedencia?

– Mi madre se apellidaba Kinsey antes de casarse. Supongo que no quería que se perdiera y me lo puso de nombre.

– Se lo pregunto porque Jerry se dedica a eso desde que se retiró prematuramente. Investiga apellidos y escudos familiares.

– Ya me he dado cuenta. Kinsey es de origen británico, creo.

– ¿Y sus padres? ¿Viven aquí, en Perdido?

– Murieron hace años en un accidente de tráfico. Vivían en Santa Teresa, pero yo tenía cinco años entonces.

Se caló las gafas y se me quedó mirando por encima de los semicírculos bifocales.

– ¿Estaba emparentada su madre con la familia de Burton Kinsey de Lompoc?

– Que yo sepa, no. No recuerdo que mis padres hablaran de nadie llamado así.

Me escrutó la cara.

– Es que se parece usted una barbaridad a una amiga mía que se apellidaba Kinsey de soltera. Tiene una hija que tendrá aproximadamente la edad de usted. ¿Cuántos años tiene, treinta y dos?

– Treinta y cuatro -dije-, pero no tengo familia. El único pariente próximo era una tía de mi madre que murió hace diez años.

– Bueno, seguramente no hay ninguna relación, pero tenía que preguntárselo. Debería decírselo a Jerry para que mire en sus archivos. Tiene más de seis mil apellidos metidos en el ordenador. Averiguaría su escudo de armas y le sacaría una copia.

– La próxima vez que venga. Parece interesante. -Ya veía el escudo de armas de los Kinsey estampado en un estandarte real. Lo pondría junto a la armadura de la antesala del refectorio principal de palacio. Puede que fuera el detallito que me faltaba en las ocasiones donde lo fundamental es impresionar al prójimo.

– Diré a Jerry que se lo mire. -Al parecer estaba totalmente decidida-. No es genealogía… no traza el árbol genealógico de nadie. Lo que hace es informar sobre el origen del apellido.

– No hace falta que se moleste -dije.

– No es molestia. Le gusta. Trabajamos en el mercadillo dominical de Santa Teresa. Debería hacernos una visita. Tenemos un puesto cerca de los muelles.

– Quizá lo haga. Y perdonen por haber abusado de su amabilidad.

– No hay por qué. Estaremos alerta.

– Magnífico. Por favor, no duden en llamarme si ven algo sospechoso.

– Descuide.

Le hice un ademán de despedida con la mano, bajé los peldaños del porche y oí que la puerta se cerraba a mis espaldas.

Cuando terminé de recorrer la manzana, delante de la casa de Dana había aparcado un camión rojo de una empresa local de mudanzas y dos sujetos fornidos bajaban un somier por la escalera. El cancel estaba abierto de par en par y vi que los trabajadores hacían un esfuerzo al girar el mueble. Michael les ayudaba, seguramente para ahorrar tiempo y dinero. Una joven que supuse era Juliet, la mujer de Michael, salía del edificio de vez en cuando con un niño en la cadera, se quedaba en la hierba enfundada en sus blancos pantalones cortos y mecía y hacía carantoñas a la criatura mientras observaba las operaciones de los empleados. Las puertas del garaje estaban abiertas y vi un VW descapotable de color amarillo con el asiento trasero lleno hasta el techo de los cachivaches que nadie confía nunca a los empleados de las compañías de mudanzas. No vi el coche de Dana y deduje que estaba fuera haciendo recados.

Abrí mi vehículo, me senté ante el volante y me moví durante un rato sin hacer nada en realidad. Nadie parecía prestarme atención, ya que todos estaban demasiado ocupados con la mudanza para reparar en mí. Al cabo de una hora, el camión estaba lleno con los muebles que la pareja iba a llevarse consigo. Michael, Juliet y la criatura se instalaron en el VW y el vehículo reculó por el sendero de entrada. Cuando el camión arrancó y se alejó de la acera, Michael fue tras él. Aguardé unos minutos y me uní a la procesión a una distancia prudencial. Michael conocía seguramente un atajo, porque no tardé en perderlo de vista. Por suerte pude localizar el camión en la autopista, a unos metros de distancia. Nos dirigimos al norte por la 101 y dejamos atrás dos accesos. El camión entró en el tercero, giró a la derecha, luego a la izquierda para enfilar por Calistoga Street y se introdujo en un barrio de Perdido que todo el mundo llama los Bulevares. El camión redujo por fin la velocidad y se detuvo junto a la acera en el momento en que el VW aparecía por el otro extremo de la calle, en dirección opuesta.

La casa a la que se trasladaban parecía construida en los años veinte: fachadas enlucidas con un yeso entre beige y rosado, recibidor diminuto y jardín fragmentado. Los marcos de las ventanas estaban pintadas de un rosa más oscuro con una fina franja de color azul. Yo había estado por lo menos en media docena de casas exactamente iguales. El interior no tendría más de ochenta y cinco metros cuadrados: dos dormitorios, cuarto de baño, sala de estar, cocina y un pequeño cuarto para la lavadora y otros útiles en la parte de atrás. A la derecha había un agrietado sendero de entrada que conducía a un garaje biplaza que se alzaba al fondo con lo que parecía un apartamento de soltero en la parte superior.

Los empleados se pusieron a descargar. Si se fijaron en mí, no lo manifestaron. Tomé nota del número de la casa y del nombre de la calle, arranqué y volví a casa de Dana. No tenía motivo justificado alguno para hablar con ella otra vez, pero me hacía falta su colaboración y quería establecer un vínculo con ella, el que fuese. La vi en el momento en que llegaba y giraba por el sendero de entrada. Dejó el coche en el garaje y recogió unos paquetes antes de abrir la portezuela del vehículo. Nada más verme advertí que se le coloreaban las mejillas. Cerró el coche dando un portazo, salió del garaje y avanzó hacia mí por el césped. Llevaba tejanos ajustados, camiseta blanca y zapatillas deportivas, y se sujetaba el pelo con un pañuelo blanquiazul de algodón. Las bolsas de papel que transportaba parecían emitir crujidos generados por la agitación interior de la mujer.

– ¿Qué quiere ahora? Esto es ya una invasión intimidatoria.

– Se equivoca -dije-. Queremos localizar a Wendell y usted es el punto más lógico para empezar a buscar.

– La avisaré si lo veo -dijo en un tono de voz más grave; los ojos le brillaban de cólera y determinación-. Si mientras tanto no se mantiene usted lejos de mi casa, llamaré a mi abogado.

– Dana, no soy su enemiga. Procuro hacer bien mi trabajo. ¿Por qué no me ayuda? Alguna vez tendrá que afrontar los hechos. Cuéntele a Michael lo que pasa. Cuénteselo también a Brian. Si no, tendré que intervenir y hacerlo yo misma. Necesitamos su cooperación.

La nariz se le enrojeció y se le formó un triángulo de furia alrededor de la boca y la barbilla. Los ojos se le humedecieron y apretó los labios con rabia.


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