– No me diga lo que tengo que hacer. Yo sé lo que me conviene.

– ¿Entramos y lo discutimos tranquilamente?

Miró las casas de la acera de enfrente. Sin decir palabra, se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta principal mientras sacaba las llaves del bolso que llevaba colgado del hombro. Fui tras ella, crucé el umbral y cerré a mis espaldas.

– Tengo cosas que hacer. -Dejó el bolso y los paquetes en el último peldaño y subió las escaleras que conducían a los dormitorios del primer piso. Titubeé mientras la veía subir y desaparecía. No me había dicho que no fuera tras ella. Subí los peldaños de dos en dos, al llegar al descansillo miré a la derecha y localicé la habitación vacía que Michael y Juliet aparentemente habían dejado libre. En el pasillo, delante de la puerta, había un voluminoso aspirador de carrito con el cordón bien enrollado y con los accesorios de limpieza todavía puestos. Supuse que Dana lo había dejado allí con la esperanza de que un alma caritativa limpiara la habitación tras vaciarla de muebles. Nadie, por lo visto, había aceptado la oferta. La vi en el centro del dormitorio, inspeccionando las paredes y tratando de adivinar (supongo) por dónde convenía empezar la limpieza. Me detuve en la puerta y me apoyé en la jamba, procurando no romper la frágil tregua que había entre ambas. Cuando me miró, había desaparecido de su cara toda la hostilidad inicial.

– ¿Tiene usted hijos? -Negué con la cabeza-. Así queda todo cuando se van -añadió.

La habitación tenía un aire desolado. Vi sobre la moqueta el rectángulo de color más claro que señalaba el lugar donde había estado la cama de matrimonio. El suelo estaba alfombrado de perchas de la ropa y la papelera rebosaba de objetos desechados en el último instante. El ángulo formado por las paredes y la moqueta estaba cubierto de pelusa y bolas de polvo. Había una escoba apoyada contra la pared, con un recogedor al lado. En el alféizar de la ventana había un cenicero con un montón de colillas, coronado en delicado equilibrio por un estrujado paquete vacío de Marlboro Light. No vi cuadros ni fotos. Supuse que la joven pareja estaba todavía en esa fase del interiorismo en que se adornan las paredes con carteles rockeros y de agencias de viajes. Las marcas que habían dejado en las paredes eran inconfundibles. Faltaban las cortinas y los vidrios de la ventana estaban cubiertos por una fina película del humo del tabaco, por lo que inferí que no habían sido limpiadas desde que los «chicos» se habían instalado en la casa. Ni siquiera de lejos me había parecido Juliet de las que se arrodillan en el suelo para pasar el trapo por los zócalos. Aquello era cosa de mamá. Sospechaba que Dana se pondría a limpiarlo cuando se viera libre de mí.

– ¿Puedo ir al lavabo? -pregunté.

– Haga lo que quiera. -Cogió la escoba y se puso a barrer el polvo de los rincones. Mientras desenterraba los restos evidenciadores de la presencia de Michael, me dirigí al cuarto de baño. Se habían llevado la alfombrilla y las toallas. El botiquín estaba abierto y no había en él más que el pegajoso cerco que había dejado un medicamento contra la tos en el estante de abajo. Los vítreos estantes superiores estaban cubiertos por una capa de polvo. Los ruidos resonaban de manera insólita sin la amortiguadora influencia de la cortina de la ducha. Utilicé el último resto de papel higiénico, me lavé las manos con agua, ya que no había jabón, y me las sequé en los tejanos, pues tampoco había toallas. Se habían llevado hasta la bombilla del aplique de pared.

Volví al dormitorio, mientras calculaba en qué podría ayudar a Dana. No vi por lado alguno ni trapos del polvo ni esponjas ni ningún otro utensilio de limpieza. Dana seguía ensañándose con el polvo, como si se tratase de una terapia.

– ¿Cómo está Brian? ¿Lo ha visto ya?

– Me llamó anoche mientras se formalizaba la nueva acusación. Su abogado fue a verlo, pero no sé de qué hablaron. Sospecho que hubo problemas durante el traslado porque lo tuvieron aislado.

– ¿En serio? -dije. Seguí contemplándola mientras barría; el contacto de la escoba con la moqueta producía un crujido tranquilizador-. ¿Cómo empezó a meterse en líos? ¿Qué le pasó a Brian?

Al principio pensé que no quería responderme. El polvo saltaba de los resquicios en forma de bolas e hilachas. Cuando hubo recorrido todo el perímetro de la habitación, dejó la escoba a un lado y buscó un cigarrillo. Invirtió unos segundos en encenderlo, mientras la pregunta seguía flotando en el aire que mediaba entre nosotras. Sonrió con amargura.

– Todo se remonta al momento en que empezó a faltar a clase. Al morir Wendell… bueno, cuando desapareció y el escándalo saltó a los periódicos, fue Brian quien acusó el impacto. Empezamos a sostener batallas muy reñidas cada vez que tenía que levantarse para ir a clase. Tenía doce años entonces y no quería ir de ninguna de las maneras. Decía que le dolía la cabeza y el estómago. Le daban ataques de furia. Lloraba. Suplicaba que le dejara quedarse en casa. ¿Qué podía hacer yo? Decía: «Mamá, todos los chicos de la escuela saben lo que hizo papá. Todos le detestan y me detestan a mí también». Me esforcé por explicarle que lo que su padre había hecho no tenía nada que ver con él, que eran cosas distintas y que él no era responsable en absoluto, pero no pude convencerle. No lo aceptaba. Por otra parte, tengo la sospecha de que sus compañeros no cesaban de pincharle. No tardó en enzarzarse en peleas violentas, en saltarse clases y en faltar definitivamente a la escuela. Cometió actos de vandalismo y hurtos. Fue una pesadilla. -Sacudió el cigarrillo sobre el ya saturado cenicero y dejó caer un centímetro de ceniza en una grieta abierta entre dos colillas.

– ¿Y Michael?

– Su conducta fue diametralmente opuesta. A veces pienso que Michael utilizó los estudios para borrar la verdad. Allí donde Brian era hipersensible, Michael parecía anestesiado. Hablamos con asesores estudiantiles, con profesores. Ya ni sé con cuántos funcionarios consultamos. Todos tenían teorías, pero por lo visto no funcionaba ninguna. La ayuda que necesitábamos sólo nos la podía proporcionar el dinero, pero yo no tenía. Brian era muy inteligente y parecía tener cualidades. Tenía el corazón destrozado. Wendell era así en muchos aspectos, no se crea. El caso es que yo no quería que los chicos pensaran que se había suicidado. El habría sido incapaz de algo así. Estaba felizmente casado y adoraba a sus hijos. Era muy hogareño y todo lo que deseaba lo había encontrado en su familia. Puede usted preguntar a cualquiera. Estaba convencida de que jamás habría hecho nada adrede que nos perjudicase. Siempre he creído que fue Carl Eckert quien manipuló los libros de contabilidad. Puede que Wendell no supiera afrontar la situación. No niego que tuviera sus debilidades. No era perfecto, pero lo intentaba.

No hice caso de lo que me dijo, ya que no me sentía con ganas de cuestionar su versión de los hechos. Saltaba a la vista que se esforzaba inútilmente por enmendar la historia de la familia. Los muertos son siempre más fáciles de camuflar. Se les puede atribuir cualquier actitud o motivo sin temor de que nos lo desmientan.

– Supongo que la diferencia entre Brian y Michael no se limitará a lo que usted ha apuntado -dije.

– Bueno, Michael es el más estable, en parte porque es el mayor y tiene instintos protectores. Siempre ha sido muy responsable, gracias a Dios. Fue la única persona en quien pude confiar plenamente después de que Wendell… después de lo que le ocurrió a Wendell. En particular estando Brian fuera de control. Si Michael tiene algún defecto, es su excesiva seriedad. Siempre se esfuerza por hacer lo justo, como lo demuestra el caso de Juliet. Nadie le obligó a casarse.

Guardé silencio porque me di cuenta de que Dana acababa de dar en una de las claves de la situación. La buena señora suponía que yo estaba ya al tanto de los hechos. Al parecer, Juliet estaba embarazada cuando Michael se casó con ella. Continuó con aquel diálogo que tenía mucho de monólogo.


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