– ¿Trabajabas ya en Perdido cuando Wendell fundó CSL Inversiones? -pregunté.

– Bingo -dijo Ryckman-. Claro que yo nunca meto dinero en esas historias. Mi padre siempre me decía que el dinero renta más cuando se guarda en una lata de café. Mentalidad de la Depresión, pero no es mal consejo. Por la cuenta que le trae a Jaffe, más le vale que no cunda el rumor. Conozco a un par de funcionarios que perdieron dinero en aquella estafa. En cuanto asome la nariz, se formará un pelotón de voluntarios indignados que lo buscará de aquí hasta Alaska.

– Pero ¿cómo lo hacen? -pregunté-. No entiendo cómo se las apañan esos individuos. -Se echó un chorro de salsa de tomate en las patatas fritas y me pasó el frasco. Comprendí que compartíamos la misma pasión por la comida recauchutada.

Ryckman comía deprisa, con la atención concentrada en un plato grande cuyo contenido disminuía.

– El sistema se basa en el crédito: cheques, tarjetas, letras, contratos de todas clases. Los estafadores no sienten ninguna obligación moral de cumplir lo convenido. Operan a lo largo de una cadena que va de la irresponsabilidad financiera hasta la mentira delictiva, pasando por el engaño del ciudadano medio y la estafa. Es la cosa más normal de este mundo. Banqueros, agentes de la propiedad inmobiliaria, consejeros de inversiones… todos arriesgan grandes sumas. Al cabo del tiempo parece que no pueden resistir la tentación de ensuciarse las manos.

– Es una tentación muy fuerte -observé. Me limpié las manos en una servilleta de papel, aunque ignoraba si el aceite procedía del sándwich o de las patatas fritas. Como tan poco, que las dos cosas me parecieron de rechupete.

– Es más que eso. Porque, por lo que sé, esta gente no anda sólo detrás del dinero. El dinero no es más que la fachada, como si dijéramos. Los ves moverse y no tardas en darte cuenta de que es el juego lo que les entusiasma. Lo mismo les pasa a los políticos. El poder los pone en órbita. Nosotros los mortales vulgares y corrientes somos el combustible que consume su vanidad.

– Me sorprende que un representante de la ley muerda el anzuelo. Tendríais que ser más listos. Seguro que a ti no se te escapa nada.

Cabeceó mientras masticaba un bocado de sándwich.

– Uno siempre espera que le toque la lotería. Un pellizco de suerte a cambio de nada. Supongo que nos pasa lo que a todo el mundo.

– Anoche estuve hablando con el antiguo socio de Jaffe -dije-. Me pareció un sujeto muy astuto.

– Lo es. Ha vuelto a las andadas, pero ¿qué podemos hacer? Todo el mundo sabe aquí que ese individuo estuvo en prisión. Sale a la calle y ya están todos pensando en invertir otra vez. Lo que dificulta la investigación en estos casos es que las víctimas no quieren creer que se les está engañando. Acaban dependiendo del sinvergüenza que las embauca. Una vez que han invertido, lo necesitan para recuperar al menos el dinero invertido. Como suele suceder, el listillo tiene un montón de excusas en la manga para sacarlas a relucir a última hora, pospone las devoluciones y se hace el loco. En los casos así, demostrar que ha habido delito es tremendamente difícil. En muchas ocasiones el fiscal del distrito no puede conseguir ni siquiera una maldita corroboración.

– La verdad es que no entiendo por qué las personas inteligentes se meten en esos líos.

– Si tienes una perspectiva muy amplia, probablemente lo ves venir. ¿Sabías que Wendell padre estudió derecho? Obtuvo la licenciatura pero nunca ejerció como abogado.

– ¿De veras? Qué interesante.

– Sí, se metió en no sé qué líos nada más salir de la facultad de derecho y acabó dedicándose a otra cosa.

– ¿En qué líos?

– Una prostituta murió durante una sesión de sexo duro. El cliente era Jaffe, le acusaron de homicidio, se defendió él mismo y quedó en libertad condicional. Todo se hizo encubiertamente, pero fue un asunto feo. Es imposible ejercer como abogado con una cosa así en las espaldas. Perdido es un lugar demasiado pequeño.

– Habría podido marcharse a otro sitio.

– Puede que Jaffe opinara de otro modo.

– ¿No te parece extraño? Nunca se me habría ocurrido pensar que Jaffe fuera violento. ¿Por qué pasó del homicidio a las estafas?

– Wendell Jaffe es más astuto de lo que imaginas. No era de los que vivían en una casa de cuatrocientos metros cuadrados, con piscina y cancha de tenis. Se compró una casita muy mona de tres dormitorios en un buen barrio de clase media. El y su mujer conducían coches nacionales, modelos económicos, nada de maravillas de última hora. El suyo tenía seis años. Sus dos hijos iban a escuelas públicas. Cuando contemplas a estas personas, lo que ves por lo general es un cuadro consumista. Pero Wendell no daba esta imagen. Nada de ropa de diseño. Él y Dana viajaban poco y su forma de entretenerse era barata. Desde el punto de vista de los inversores, cosa a la que Jaffe prestaba mucha atención, ponía en el negocio hasta el último centavo que recaudaba.

– ¿Y dónde estaba el truco? ¿Cómo lo descubrieron?

– Bueno, me preocupé de investigar un poco cuando me dijeron que ibas a venir. Por lo que sé, todo sucedió más bien por la vía rápida. Jaffe y Eckert tenían alrededor de doscientos cincuenta inversores, algunos de los cuales desembolsaron entre veinticinco y cincuenta mil dólares por cabeza. CSL Inversiones cobraba emolumentos y derechos por todo lo alto.

– ¿En concepto de asesoramiento?

– Exacto. Lo primero que hizo Jaffe fue comprar una empresa fantasma y rebautizarla CSL Inversiones, S.A.

– ¿Y qué clase de empresa era?

– Una empresa financiera. Luego anunció a bombo y platillo que iba a vender por ciento ochenta y nueve millones de dólares una urbanización que según él había comprado seis meses antes por ciento dos. La verdad es que el trato no llegó a cerrarse, pero el público no lo sabía. El caso es que comunicó a los inversores los detalles de esta insólita operación financiera haciendo gala de un activo superior a los veinticinco millones de dólares. Lo demás fue coser y cantar. Compraban terrenos y enseñaban los beneficios teóricos que obtenían vendiéndolos a otra de sus propias empresas fantasma hinchando el valor de la propiedad en la operación.

– Dios Santo -dije.

– Era el típico timo de la pirámide. Algunos de los que llegaron primero ganaron cantidades astronómicas. Llegaron a cobrar dividendos del veintiocho por ciento de la inversión inicial. No era raro verles reinvertir el doble, confiando en la buena racha de la compañía. ¿Quién se habría resistido? Jaffe parecía serio, transparente, eficaz, honrado y cauto. No tenía nada de jactancioso. Pagaba buenos salarios y trataba bien a sus empleados. Parecía un cabeza de familia feliz que se desvivía por los suyos. Puede que trabajase demasiado, pero se las arreglaba para tener tiempo libre de vez en cuando; en mayo se iba de pesca durante dos semanas y en agosto se iba otros quince días a acampar con su familia.

– Oye, tú sabes mucho sobre esta historia. ¿Y Carl? ¿Qué papel jugaba en todo el asunto?

– Wendell era el cabecilla, el que daba la cara. Carl hacía el resto. El punto fuerte de Jaffe era su poder de convicción, que administraba sin que el otro se diera cuenta; sabía persuadir a los incautos con esa honradez de palabras firmes y miradas fijas que hace que el prójimo saque la cartera y dé todo lo que tiene. Entre los dos fundaron varias agencias inmobiliarias. A los inversores se les decía que su dinero estaría en una cuenta aparte, íntegramente dedicada a un proyecto concreto. La verdad era que los fondos de los distintos proyectos se trasvasaban y que fondos previstos para un proyecto nuevo se empleaban para concluir el antiguo.

– Hasta que la avaricia rompió el saco.

Tommy imitó con la mano la caída de un avión e hizo un ruido explosivo con la boca.

– Tú lo has dicho. CSL se encontró de pronto con que le faltaban nuevos inversores. Jaffe tuvo que comprender al final que el castillo de naipes se estaba derrumbando. Parece, aunque esto sólo lo sé por rumores, que Hacienda lo llamó para revisar sus libros. Fue entonces cuando se marchó de crucero. Pero fíjate. Era un sujeto tan persuasivo que incluso cuando se hizo patente que los inversores habían perdido hasta la camisa, muchos siguieron creyendo en él, convencidos de que la desaparición de los fondos tenía que tener otra causa, motivo por el que Eckert acarreó con la peor parte.


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