– ¿Sabía Eckert lo que hacía Jaffe?

– Personalmente, creo que sí. Desde el principio ha dicho que no sabía en absoluto lo que Wendell se traía entre manos, pero no me lo creo porque era precisamente Eckert quien remataba las operaciones. Tenía que saberlo, diablos. Ha sostenido su inocencia porque no había nadie que pudiera afirmar lo contrario.

– Igual que el joven Jaffe ahora -dije.

Sonrió.

– En estos casos siempre viene bien que los compinches hayan muerto.

Era la una y cuarto cuando salí del edificio y me dirigí hacia el punto donde había dejado el coche, zigzagueando para evitar a la multitud. Cuando me hube alejado del complejo administrativo, giré a la izquierda y volví a la 101, aunque no sin encontrar en rojo todos los semáforos que había hasta la autopista. Cada vez que paraba me entretenía observando a las conductoras que aprovechaban la ocasión para inspeccionarse el maquillaje y toquetearse los pelos. Ajusté el retrovisor y miré el estado de las greñas que me coronaban el cráneo. Comprobé con satisfacción que el trasquilón que me había hecho yo misma en la patilla izquierda comenzaba a ponerse a la altura del resto del pelo.

Eché un vistazo fortuitamente al coche que tenía detrás. La adrenalina se me subió en el acto hasta la pituitaria, igual que si me hubieran tocado con un hierro candente. Al volante iba Renata Huff, con el entrecejo algo fruncido y la atención puesta en el teléfono inalámbrico que empuñaba. Iba sola en el vehículo, que no parecía de alquiler, a no ser que Avis y Herz hubieran incluido últimamente los Jaguar en sus ofertas. El semáforo se puso en verde y arranqué con Renata pisándome las ruedas traseras. Yo iba por el carril interior de una calzada doble que discurría en dirección sur. Renata pasó al carril exterior y pisó el acelerador mientras me adelantaba por la derecha.

Vi que empezaba a parpadearle el piloto posterior. Pasé al carril del arcén y me puse detrás de su vehículo, tratando de adivinar sus movimientos. A la derecha se alzaba un gran centro comercial. Vi que giraba para introducirse en él y fui a imitarla, pero entonces se me puso delante otro vehículo. Frené con brusquedad para no comerme el parachoques trasero del temerario y oteé la zona de aparcamiento que tenía delante. Renata había girado a la izquierda inmediatamente y tomado a continuación la calle contigua, que parecía abarcar toda la longitud del centro. Crucé la entrada sesenta segundos después que ella. Me lancé a toda velocidad por el aparcamiento, dando más tumbos que un esquiador por culpa de los clavos antivelocidad. Estaba convencida de que Renata tenía intención de estacionar el coche en alguna parte, pero no daba indicios de detenerse. Había dos columnas de coches entre ambas y cuando tuve ocasión de verla con claridad en cierto momento, comprobé que seguía hablando por teléfono. No sé qué le estarían contando, pero si había entrado allí con ánimo de ir de compras, había cambiado de idea. Vi que se inclinaba a la derecha, seguramente para dejar el teléfono inalámbrico. Antes de que me diera cuenta, cruzó la salida, giró a la izquierda y se sumió de nuevo en el flujo del tráfico rodado. Crucé la salida y desemboqué en el mismo callejón que Renata, dos coches detrás de ella. No me había visto, de esto estaba segura, y además estaba convencida de que no me habría reconocido en un medio tan distinto del que había constituido el escenario de nuestro último encuentro.

Pasó junto a la señal indicadora de la Autopista 101 y aceleró al llegar a la altura del acceso. El vehículo que me precedía redujo la velocidad. «Vamos, tortuga», murmuré entre dientes. Era un hombre mayor y prudente, y trazó un arco amplísimo hacia la izquierda para entrar en una estación de servicio que había a la derecha. Cuando lo sorteé y me lancé por el acceso de la autopista, no vi el Jaguar de Renata entre los veloces vehículos que se dirigían al norte. Renata pertenecía a esa raza de conductores que se cuela en el primer espacio libre que ve y al parecer se me había escapado zigzagueando de hueco en hueco. Recorrí cuarenta kilómetros aguzando la vista, pero no hubo manera. Me di cuenta entonces de que ni siquiera se me había ocurrido apuntar la matrícula. El único consuelo que me quedaba era suponer pura y simplemente que si Renata estaba por allí, Wendell Jaffe no tenía que andar muy lejos.

12

Al llegar a Santa Teresa me fui derecha a la oficina, donde saqué la Smith-Corona portátil y me puse a pasar a máquina las notas que había tomado y que resumían los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas, además de consignar nombres, direcciones y detalles secundarios. Calculé el tiempo invertido hasta entonces y añadí la gasolina y el kilometraje. Cuando pasase factura a LFC seguramente cobraría a la empresa la tarifa reducida de cincuenta dólares la hora, pero quería apuntarlo todo despacio y con buena letra por si Gordon Titus se ponía quisquilloso y autoritario. No se me escapaba, sin embargo, que, en el fondo, mi repentina preocupación por la burocracia laboral era sólo una forma mal disimulada de ocultar mi creciente nerviosismo. Wendell tenía que estar cerca, pero ¿qué hacía y qué le obligaría a asomar la nariz? Por lo menos, ver a Renata Huff había confirmado mi corazonada… a no ser que se hubieran separado, cosa que no me parecía probable. Wendell tenía familia en la zona. En cuanto a ella, ignoraba si estaba en el mismo caso. Movida por un impulso, miré en la guía telefónica, pero no vi a nadie que se apellidara Huff. Puede que su nombre fuese tan fingido como el que había utilizado Jaffe en México. Habría dado casi cualquier cosa por ver materialmente a Wendell, pero esta probabilidad empezaba a parecerme tan escurridiza como la de ver un ovni.

En esta etapa de la investigación suele reconcomerme la impaciencia. Las sensaciones que experimento no varían nunca; es como si el caso del que me ocupo en el momento presente fuera por fin el que va a hacerme famosa. Pero aún sigo buscando la mina de oro. No siempre sucede lo que preveo ni como lo preveo, pero hasta hoy no he dejado sin resolver un solo caso. El problema de ser detective es que no hay reglamento. No hay procedimientos fijos, ningún manual del usuario, ninguna estrategia previsible. Cada caso es distinto y cada detective, como decimos en California, ha de saber escurrirse con la culera del pantalón; en otras palabras: ha de arreglárselas como pueda. Cuando se investiga el pasado de una persona, siempre hay un margen para la rutina, se buscan escrituras, títulos, partidas de nacimiento y defunción, certificados de matrimonio y de divorcio, datos financieros, referencias laborales, fichas de la policía y antecedentes penales. Cualquier detective que se precie sabe inmediatamente cómo seguir el rastro de las migajas de papel que ha dejado el ciudadano en su recorrido por la selva oscura de la administración. Pero el hallazgo de una persona desaparecida depende del ingenio, la tenacidad y el viejo truco de la buena suerte. Los hilos que se siguen se apoyan en contactos personales y hay que conocer y saber interpretar la naturaleza humana mientras se está en ello. Me puse a pensar en lo que había aprendido hasta el momento. No era mucho y no me parecía que entonces estuviese más cerca que antes de dar con el paradero de Wendell Jaffe. Me puse a transcribir en fichas de cartulina la información acumulada. Si fallaba todo lo demás, puede que al final las barajase y me entretuviera haciendo un solitario.

Cuando volví a mirar el reloj eran las cinco menos veinticinco. Tenía clase de español los martes por la tarde de cinco a siete. Aún tenía quince minutos por delante, pero había agotado mi arsenal de habilidades burocráticas. Guardé todos los papeles en una carpeta y cerré el archivador. Cerré la puerta del despacho, salí por la puerta lateral y bajé las escaleras. Durante un minuto largo permanecí inmóvil en la esquina, tratando de recordar dónde había estacionado el coche. Me vino a la cabeza por fin y nada más ponerme en movimiento oí que Alison me lanzaba un grito de guerra desde la ventana.


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