– ¡Kinsey!

Apoyé la mano sobre la frente, como una visera, para protegerme los ojos del sol vespertino. Se encontraba en el balcón de la segunda planta, en el balcón del despacho de John Ives, con la rubia cabellera colgándole en sentido paralelo a los barrotes de la barandilla, como una Rapunzel de nuestros días.

– ¡El teniente Whiteside al teléfono! ¿Cojo el recado?

– Sí, por favor. O, si no, que llame a mi número y se lo cuente a mi contestador. Me voy a clase, pero estaré en casa a las siete y media. Si quiere que le llame, que te diga a qué número.

Asintió, me saludó con la mano y desapareció.

Cogí el coche y me dirigí al centro de enseñanza para adultos, que estaba a unos tres kilómetros. Vera Lipton llegó inmediatamente después y se introdujo por la primera calle del aparcamiento que tenía a la derecha y que estaba medio vacía. Yo me introduje por la segunda calle a la izquierda, que quedaba más cerca del aula. Nos entreteníamos formulando hipótesis y ensayando la manera más rápida de salir del centro cuando terminaba la clase de español. Casi todas las aulas disponibles habían sido habilitadas y cuando llegaba la hora salían disparados hacia el aparcamiento entre ciento cincuenta y doscientos alumnos.

Cogí el cuaderno de apuntes, el montón de papeles y el ejemplar de 501 verbos españoles. Cerré el coche a toda velocidad y crucé el aparcamiento en diagonal para interceptar a Vera. Nos habíamos conocido cuando aún me dedicaba a investigar periódicamente para La Fidelidad de California, donde Vera trabajaba calculando el importe de las pólizas que se hacían efectivas, aunque más tarde la habían ascendido a directora de reclamaciones. Creo que es la mejor amiga que he tenido y tendré en mi vida, aunque en el fondo no conozco muy bien el alcance de nuestra relación. Como ya no trabajábamos en las mismas oficinas, nuestra amistad había adquirido una cualidad oportunista, en el mejor sentido de la palabra. Era éste uno de los motivos por el que asistir al mismo cursillo resultaba interesante. Durante el descanso nos poníamos al corriente acerca de nuestros asuntos personales. A veces me invitaba a cenar después de clase y se nos hacía tardísimo contando chismes y riéndonos. Después de ser una entusiasta de la soltería durante treinta y siete años, Vera había contraído matrimonio con un médico de cabecera que se llamaba Neil Hess, pieza que ella misma había tratado de endosarme el año anterior. Lo gracioso es que me había dado cuenta de que estaba colada por aquel hombre, si bien alegaba que no le convenía por motivos que se me antojaron más falsos que Judas. Le parecía objetable en concreto que fuese quince centímetros más bajo que ella. Al final triunfó el amor. O Neil se había comprado unos zapatos especiales.

Llevaban ya nueve meses casados -desde la última fiesta de Halloween- y en mi vida la había visto con mejor aspecto. Porque, puestos a hablar de aspectos, el de Vera era impresionante: medía alrededor de uno setenta y cinco, pesaba sesenta y cinco kilos y tenía un cuerpo escultural. Nunca ha tenido que pedir perdón por lo generoso de sus proporciones. La verdad es que los hombres parecían considerarla una especie de diosa y se lanzaban al abordaje en cuanto hacía acto de presencia. Como hacía deporte con Neil -footing y tenis-, había adelgazado siete kilos. Su cabello, antaño rojizo, había recuperado el color natural, un matiz castaño tirando a miel que llevaba hasta los hombros. Aún vestía como una instructora de vuelo: trajes pantalón con hombreras y gafas de aviador, a veces llevaba zapatos de tacón alto, aquella noche calzaba botas.

Cuando me vio se levantó las gafas y se las encajó en la parte superior de la cabeza, como si fuese una diadema. Agitó la mano con entusiasmo.

– ¡Hola! -exclamó con entonación alegre. *

Hasta el momento era la única palabra que dominábamos con propiedad y nos la espetábamos siempre que podíamos. Un individuo que podaba los setos alzó la cabeza en actitud expectante, pensando quizá que Vera se había dirigido a él.

– ¡Hola! -le contesté-. ¿Dónde están los gatos? -Todavía en busca de aquellos escurridizos animalejos.

– En los árboles.

– Muy bien -dije.

– ¿Verdad que es fantástico?

– Y tanto. Seguro que aquel sujeto cree que somos hispanas.

Vera sonrió de oreja a oreja e hizo al hombre un ademán de asentimiento antes de volverse hacia mí.

– Llegas pronto, para variar. Lo normal es que aparezcas con quince minutos de retraso.

– Estaba ordenando papeles y no tenía ganas de continuar. ¿Qué tal te va la vida? Tienes un aspecto fabuloso.

Entramos en clase y estuvimos charlando hasta que llegó la profesora. Patty Abkin-Quiroga es bajita, irradia entusiasmo y tiene una paciencia asombrosa con nuestra recalcitrante torpeza lingüística. Lo más humillante de este mundo es ser una patosa en un idioma extranjero y de no ser por su generosidad, nos habríamos rendido al cabo de dos semanas. Como de costumbre, empezó la clase contándonos una larga anécdota en español, relacionada con los ejercicios de aquel día. Que había tomado tostadas para desayunar o que su hijo pequeño, Eduardo, había tirado el biberón a la taza del retrete y ella había tenido que llamar al fontanero para que echara un vistazo.

Cuando llegué a casa, después de la clase, y crucé la puerta, vi que parpadeaba la señal luminosa del contestador automático. Pulsé el botón y escuché mientras recorría la diminuta sala de estar para encender las luces.

– Hola, Kinsey. Soy el teniente Whiteside de la Jefatura de Santa Teresa. Los chicos de Pasaportes de Los Angeles me han enviado un fax esta tarde. No tienen nada sobre Dean DeWitt Huff, pero hay una ficha a nombre de una tal Renata Huff, domiciliada en Perdido, en la dirección que detallo a continuación. -Cogí un bolígrafo y apunté en una servilleta de papel los pormenores que me recitó seguidamente-. O mucho me equivoco o esa calle está en Perdido Keys. Cuénteme lo que averigüe. Mañana estaré fuera, pero volveré el jueves.

– ¡Bravoooo! -exclamé con los brazos en alto y agitando los puños. Di unos pasos de baile, que rematé con una culada al aire, y di gracias al orden cósmico por aquellos pequeños favores. Renuncié a los planes que me había trazado sobre cenar en el bar de Rosie. Me preparé un bocadillo de pan integral con mantequilla de cacahuete y pepinillos, lo envolví con papel encerado y lo metí en una bolsa de plástico, que cerré de un modo especial que me había enseñado mi tía. Además de saber conservar tiernos los bocadillos, el otro truco doméstico digno de nota que me había enseñado mi ilustre pariente consistía en saber envolver y atar paquetes de cualquier tamaño sin recurrir a la cinta adhesiva. Según ella, era básico en el aprendizaje de la existencia.

Eran las ocho y diez y aún había claridad en el cielo cuando volví a la 101. Devoré el menú portátil, conduciendo con una mano, sosteniendo el bocadillo con la otra y emitiendo interjecciones mientras se me mezclaban los sabores en la lengua. Hacía días que la radio del coche guardaba un funesto silencio y sospechaba que algún insidioso cruce de cables había dejado afónica a la viejecita que suelen meter en estos aparatos. De todos modos le di al botón por si por una casualidad se había arreglado durante mi ausencia. No hubo suerte. Apagué la radio y me entretuve recordando la celebración anual de la historia de Perdido/Olvidado; había un desfile sosísimo, se instalaban muchas casetas de comida y todos los lugareños salían a pasear sin más objeto que comer perritos calientes y mancharse de tomate y mostaza la camiseta estampada con el emblema de P/O.

Fray Junípero Serra, que fue el primer presidente de los misioneros de la Alta California, fundó nueve misiones en una franja costera que, a lo largo de más de mil kilómetros, se extendía desde San Diego hasta Sonoma. El padre Fermín Lasuén, que le sustituyó en el cargo en 1785, un año después de morir Serra, fundó otras nueve misiones. Hubo otros presidentes menos señalados, incontables padres y hermanos cuyo nombre ha desaparecido de la conciencia pública. Uno de éstos, fray Próspero Olivares, solicitó permiso en 1781 para construir dos pequeñas misiones gemelas junto al río Santa Clara. El padre Olivares arguyó que la instalación de sendas plazas fuertes no sólo protegería la misión que se había proyectado levantar en Santa Teresa, sino que al mismo tiempo convertiría, daría cobijo y adiestraría a docenas de indios californianos que trabajarían como mano de obra especializada en el planeado proceso edificador. Fray Junípero Serra había apoyado la idea y garantizado su autorización. Se levantaron muchos planos y se consagró el lugar. No obstante, por culpa de una serie de demoras inexplicables, el inicio de las obras se pospuso hasta el fallecimiento de Serra, momento en que se canceló el plan. Las iglesias gemelas de Olivares no se construyeron. Algunos historiadores han descrito a éste como hombre mundano y ambicioso, postulando que la frustración de sus planes tenía por objeto el sojuzgamiento de sus inconvenientes aspiraciones seculares. Documentos eclesiásticos recuperados en fecha reciente permiten apuntar otra hipótesis; que el padre Lasuén, que defendía la fundación de misiones en Soledad, San José, San Juan Bautista y San Miguel, tenía a Olivares por un rival que ponía en peligro el cumplimiento de sus propios fines; y que saboteó todas sus intentonas deliberadamente hasta el fallecimiento de fray Junípero. Su nombramiento, inmediatamente posterior, firmó la sentencia de muerte de los proyectos de Olivares. Fuera cual fuese la verdad, observadores escépticos rebautizaron los enclaves gemelos como Perdido y Olvidado, fruto del cruce del nombre y el apellido de Próspero Olivares.

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* Todas las palabras que aparecen en cursiva en este pasaje figuran en castellano en el original. (N. del T.)


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