Me fui a la cama a las diez y media y dormí como un tronco; desperté a las seis, medio segundo antes de que sonara el despertador. Aparté las frazadas y cogí la ropa de deporte. Tras hacer a toda velocidad las abluciones matutinas, bajé la escalera de caracol y salí a la calle.

Aunque hacía frío, el aire estaba curiosamente cargado de una humedad sofocante, a causa del estancamiento atmosférico producido por la baja capa de nubes que cubría el cielo. La luz tenía un matiz gris perla. La playa tenía el aspecto frágil y flexible de la gamuza, estriada por los vientos nocturnos, alisada por las olas. El resfriado me estaba desapareciendo a pasos agigantados, pero no me atreví a correr mis cinco kilómetros habituales. Alterné el paso normal con el trote, con la atención puesta en los pulmones y en las punzantes quejas de las piernas. A una hora tan temprana suelo ir preparada para cualquier eventualidad imprevista. De vez en cuando veo durmiendo en la hierba a ciudadanos sin casa, sexo ni nombre o a una anciana con el tradicional carrito de la compra, sola, en cualquiera de las mesas de los merenderos. Presto especial atención a los hombres de aspecto raro que visten traje arrugado y que gesticulan, ríen o charlan con interlocutores invisibles. Estoy harta de que me incorporen a estas raras pantomimas de las que más vale alejarse. ¿Acaso sabemos el papel que representamos en los delirios de los demás?

Me duché, me vestí y devoré un tazón de cereales mientras inspeccionaba el periódico. Cogí el coche para ir al trabajo y pasé veinte desesperantes minutos en busca de un sitio para aparcar gratis. Estuve a punto de renunciar y meterme en un recinto privado, pero en el último instante me salvó una señora cuya furgoneta dejó una plaza vacía al otro lado de la calle.

Recogí y revisé el correo. No había nada de interés, salvo la notificación de que iba a ganar un millón de dólares. Bueno, o yo o las otras dos personas mencionadas. Se me informaba en letra grande de que Minnie y Steve estaban ya recibiendo en entregas de cuarenta mil dólares el millón que les correspondía por cabeza. Me puse manos a la obra, recorté los sellos que se pedían y los pegué. Leí a conciencia aquellos papeles y quedé seriamente preocupada por la posibilidad de que me tocara el tercer premio, consistente en unos esquís. ¿Y para qué rábanos los quería yo? Bueno, se los regalaría a Henry cuando fuera su cumpleaños. A continuación cogí el talonario de cheques y revisé mis cuentas por si las moscas. Mientras eliminaba esos dólares molestos que suelen escapársenos al hacer sumas, cogí el auricular y llamé a Renata Huff, sin resultado.

Había algo en mi cabeza que trataba de llamar mi atención y que no tenía nada que ver con Wendell Jaffe ni con Renata Huff. Era la alusión a la familia de Burton Kinsey de Lompoc que Lena Irwin había hecho el día anterior. A pesar de mis negativas, aquel nombre había despertado un leve rumor en mi memoria, semejante al zumbido casi inaudible de los cables de alta tensión cuando estamos en el campo. El concepto que tenía de mí misma estaba ligado en muchos aspectos a la muerte de mis padres en el accidente de tráfico que habíamos sufrido cuando yo tenía cinco años. Mi padre había perdido el control del vehículo al caer sobre el parabrisas un pedrusco que se había derrumbado por la falda de una colina empinada. Yo iba en el asiento trasero, el impacto me había lanzado hacia el delantero y durante horas había permanecido trabada en el lugar, mientras los bomberos se afanaban por rescatarme. Recuerdo el llanto desesperado de mi madre y el silencio que había reinado a continuación. Recuerdo que adelanté una mano hacia el asiento del conductor y que introduje un dedo entre los de mi padre, sin advertir que estaba muerto. Recuerdo que fui a vivir con la tía materna que me crió desde entonces, la tía Virginia. Yo la llamaba Gin Gin o tía Gin. Me había contado muy poco, por no decir nada, sobre la historia de la familia antes y después del siniestro. Sabía, porque el dato formaba parte del recuerdo, que mis padres se dirigían a Lompoc aquel día, pero hasta entonces no se me había ocurrido pensar en los motivos de aquel viaje. Mi tía no me lo había aclarado ni yo le había hecho ninguna pregunta al respecto. Dada mi curiosidad insaciable y mi natural inclinación a meter la nariz donde no me llaman, resultaba curioso advertir la poca atención que le había prestado a mi propio pasado. Me había limitado a aceptar lo que me habían contado y a construir mi mitología personal sobre datos insustanciales. ¿Por qué no había corrido el velo hasta entonces?

Me puse a pensar en mí misma, en la clase de niña que era cuando tenía cinco o seis años, aislada, solitaria. Al morir mis padres, me había forjado un mundo propio en el interior de una caja de cartón, que había llenado con mantas, almohadas y una lámpara articulable con una bombilla de sesenta vatios. Era muy particular en cuanto a la comida. Me preparaba yo misma los bocadillos, de queso y pepinillos en vinagre, o de queso a la pimienta con aceitunas, de Kraft, bocadillos que cortaba en cuatro secciones longitudinales que ponía en un plato. Todo tenía que hacerlo yo sola y no podía ser de otro modo. Recuerdo vagamente la presencia cercana de mi tía. Yo no era consciente de sus tribulaciones a la sazón, pero en la actualidad, cuando evoco su imagen, sé que tenía que estar muy preocupada por mí. El caso es que cogía la comida y me introducía en mi receptáculo, donde leía tebeos mientras comía, contemplaba el techo de cartón, canturreaba y dormía. Durante cuatro, cinco meses estuve replegada en aquel ecosistema de calor artificial, en aquel capullo de dolor. Aprendí sola a leer. Dibujaba, hacía con las manos sombras chinescas que se proyectaban en las paredes. Aprendí sola a atarme los zapatos. Puede que creyera que volverían a buscarme aquellos padres cuya cara podía proyectar en ese juego de sombras casero, en ese cine de huérfanos, de niña que hasta hacía muy poco había vivido segura y cómoda en el seno de aquella familia reducida. Aún recuerdo que sentía frío cada vez que salía al exterior. Mi tía no me molestaba. Cuando en otoño empecé a ir al colegio, salí como el cachorro sale de la madriguera. La escuela de enseñanza primaria fue un infierno. No me acostumbraba a los demás niños. No me acostumbraba ni al ruido ni a las normas. No me gustaba la profesora, la señora Bowman, cuyos ojos parecían juzgarme y emitir un veredicto que mezclaba la piedad y la reprobación. Era una niña singular. Apocada. Estaba nerviosa siempre. Ninguna de las experiencias que he afrontado hasta el presente podría compararse con los horrores de la enseñanza primaria. Por fin comprendía ahora que el pasado, fuera cual fuese, me había seguido como un fantasma de curso en curso, anexo a mi expediente, adjunto a mi ficha, de profesora en profesora, a través de las entrevistas con la dirección… ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Cómo vencer sus lágrimas y su obstinación? Tan transparente, tan frágil, tan tozuda, introvertida, asocial, hipersensible…

Cuando sonó el teléfono di un respingo y la adrenalina me anegó el organismo como en una inundación de agua helada. Descolgué con el corazón en la garganta.

– Investigaciones Kinsey Millhone.

– Qué hay, Kinsey. Soy Tommy, de la Penitenciaría del Condado de Perdido. El abogado de Brian Jaffe acaba de notificarnos que puedes hablar con el chico cuando quieras. No parecía muy de acuerdo, pero imagino que la señora Jaffe le ha dado instrucciones.

– ¿Tú crees? -dije, incapaz de disimular el asombro.

Se echó a reír.

– Puede que crea que vas a interceder por él y a aclarar todo este malentendido de la fuga y la joven que mataron a tiros.

– Sí, claro -dije-. ¿Cuándo puedo visitarle?

– Cuando quieras.

– ¿Qué trámites he de hacer? ¿He de preguntar por ti?

– Pregunta por el subinspector más antiguo, se llama Roger Tiller. Conoció al joven Jaffe cuando estaba en la Patrulla de Búsqueda de Menores que se escapan de casa. Podría darte mucha información útil.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: