Eran las siete pasadas cuando dejé la 101 en Perdido Street. Dejé detrás el semáforo del cruce y recorrí Main Street hacia el norte, siguiendo un trayecto que atravesaba perpendicularmente los bulevares. Giré a la izquierda al llegar a Median y aparqué junto a la acera unas seis viviendas más allá. El Escarabajo amarillo de Michael estaba estacionado en el sendero del garaje. Las ventanas de la parte delantera de la casa estaban a oscuras, pero vi luces encendidas en la parte posterior, donde suponía que se encontraban la cocina y uno de los dos dormitorios.

Llamé a la puerta y esperé en el pequeño porche hasta que me abrió Michael. En vez de ropa de faena, llevaba ahora un mono de algodón lavado a la piedra, el típico uniforme que se ponen los fontaneros cuando se meten en esos zulos que hay debajo de las casas. Como había visto a Brian hacía muy poco, me chocó el parecido de ambos. Uno era rubio, moreno el otro, pero los dos habían heredado la boca provocativa y los delicados rasgos de Dana. Parece que Michael me esperaba, porque no manifestó ninguna sorpresa al verme.

– ¿Puedo pasar?

– Desde luego. Pero la casa está patas arriba.

– No te preocupes -contesté.

Lo seguí hacia la parte trasera de la vivienda. La sala de estar y la cocina todavía estaban amuebladas con cajas de cartón abiertas pero prácticamente sin vaciar y de las que salían nubes de periódicos arrugados que llegaban hasta el suelo.

Michael y Juliet se habían refugiado en el mayor de los dos pequeños dormitorios, una estancia de tres metros por cuatro en que destacaba la cama de matrimonio y el gigantesco televisor en color que estaba encendido y transmitía un partido de béisbol, que colegí se jugaba en Los Angeles. Sobre la cómoda y el tocador se amontonaban cajas de pizzas, envases de comida preparada y latas de refrescos. Daba la sensación de que un grupo de terroristas retenía en calidad de rehenes a unos cuantos ciudadanos y de que la policía no hacía más que enviar comida preparada para satisfacer las peticiones de aquéllos. Todo estaba en desorden, olía a toallas húmedas, patatas fritas, tabaco y calcetines de deporte. Había pañales usados en la basura, un cubo de plástico con tapa de muelles y rebosante de pañales.

Michael, concentrado en el partido que televisaban, se sentó en el borde de la cama, donde estaba recostada Juliet con un ejemplar de Cosmopolitan. A su lado, encima del edredón, había un cenicero medio lleno de colillas. Juliet estaba descalza y vestía unos pantalones cortos cortísimos y una camiseta de tirantes de color púrpura. No tendría más de dieciocho o diecinueve años y había eliminado hasta el último gramo de gordura que hubiera adquirido durante el embarazo. Llevaba el pelo corto, siguiendo el perfil de las orejas, y dentro de un estilo que el varón medio no frecuentaba desde hacía años. Si no hubiera sabido nada de ella, habría supuesto inmediatamente que era militar y acababa de volver del campamento. Tenía la cara pecosa, unos ojos azules perfilados en negro y pestañas cargadas de rímel. Se había maquillado los párpados superiores de dos tonos, azul y verde. De los lóbulos le colgaban unos aros grandes y chillones de plástico rosa que seguramente había comprado para que hicieran juego con el top de tirantes. Dejó a un lado la revista, visiblemente enfadada por el volumen del televisor. En la pantalla apareció de pronto un anuncio barato que promocionaba los productos de un concesionario local de coches. La cancioncilla parecía especialmente escrita por la mujer del presidente de la empresa.

– Por el amor de Dios, Michael, baja eso. ¿Qué te pasa? ¿Estás sordo o qué?

Michael apretó un botón del mando a distancia y el volumen se situó unas centésimas por debajo de los niveles necesarios para practicar una operación cerebral ultrasónica. Ninguno de los dos parecía darse por enterado de mi llegada. Seguro que si me hubiera apoltronado en la cama con ellos para pasar el resto de la velada nocturna ni se habrían dado cuenta. Juliet acabó por mirarme de soslayo y Michael hizo las presentaciones con mucha formalidad pero poco entusiasmo.

– Kinsey Millhone. Es la detective que busca a mi padre. -Y tras señalar con la cabeza a su media naranja-: Juliet, mi mujer.

– Hola, qué tal -dije a Juliet.

– Mucho gusto -respondió con los ojos puestos otra vez en la revista. No pude dejar de advertir que competía por su atención con un artículo sobre el arte de escuchar al prójimo. Buscó tanteando con la mano el paquete de tabaco que tenía junto a sí. Adelantó el índice, cogió el paquete y miró el interior. Hizo una mueca de enfado al comprobar que estaba vacío. Me traspasó con la mirada. Con aquel corte de pelo a lo marine americano parecía uno de esos punkies que se pintan los ojos y se ponen pendientes. Le dio con el pie a Michael.

– ¿No dijiste que ibas a ir a la esquina para ahorrarme el viaje? Me he quedado sin tabaco y el niño necesita pañales. ¿Por qué no vas y vuelves enseguida? ¿Por favor, por favor, por favor?

El partido se había reanudado en la pantalla. Por lo visto, la única función conyugal de Michael consistía en comprar tabaco y pañales. Di a aquel matrimonio un plazo máximo de diez meses, siempre que las cosas fueran bien. Para entonces, Juliet estaría ya hasta las narices de pasar todas las noches en casa. Lo extraño es que aunque Michael era muy joven, me dio la impresión de que era muy capaz de exorcizar los fantasmas del fracaso matrimonial. Era Juliet la destinada a ser picajosa y cizañera y eludiría sus responsabilidades hasta que la relación se hiciese añicos. Era muy probable que Dana acabase encargándose de la criatura.

Michael, sin dejar de mirar la pantalla, formuló una respuesta abstracta que no se tradujo en ningún movimiento tendente a incorporarse, detalle que no pasó desapercibido a la mujer. Jugueteaba con el anillo escolar del Instituto Cottonwood que le había regalado su madre, dándole vueltas sin parar.

– Máicaaal, ¿qué hago si Brendan vuelve a mearse encima? Acabo de ponerle el último pañal que quedaba.

– Sí, cariño, ya voy, ya voy. Es sólo un momento, ¿vale?

Juliet se llenó la boca de aire y volvió los ojos al cielo.

Michael, intuyendo la irritación femenina, se volvió para mirarla.

– No tardo ni un minuto. ¿Se ha dormido el niño? Mi madre quería que ella lo viese.

Me di cuenta con un sobresalto de que «ella» era yo.

Juliet se volvió y puso los pies en el suelo.

– No lo sé. Voy a comprobarlo. Lo acosté hace un rato. Nunca se queda dormido con la tele tan alta. -Se incorporó, salió de la habitación y se internó en el estrecho pasillo que separaba los dos dormitorios. Fui tras ella mientras pensaba a toda velocidad algún inconcreto piropo infantil por si acaso no fuera a ser que tuviese la criatura cabeza de pepino.

– Será mejor que me mantenga a distancia, no sea que le pegue el resfriado. -Porque hay madres que insisten y todo para que una coja en brazos al mocoso de marras.

Juliet se asomó por la puerta del dormitorio más pequeño. En el interior de la estancia había una serie de cajas de cartón para embalar ropa y todas estaban llenas de perchas cargadísimas que colgaban de las barras metálicas que cruzaban de un extremo a otro de la parte superior. La cuna del niño se encontraba en el centro de esta fortaleza de algodón arrugado y ropa de invierno. No sé por qué, pero sospechaba que al cabo de unos meses la habitación se encontraría en el mismo estado. Había más silencio en aquella selva de chaquetas y abrigos pasados de moda y supuse que Brendan, con el tiempo, acabaría acostumbrándose al olor de las bolas de naftalina y la lana con pelusa. Un tufillo pescado al vuelo treinta años después y el chico se sentiría como Marcel Proust. Me puse de puntillas para mirar por encima del hombro de Juliet.

Brendan estaba sentado, con el tórax muy recto y los ojos clavados en la puerta, como si supiese que su madre iba a cogerlo en brazos. Era uno de esos críos maravillosos que se ven en los anuncios de las revistas: regordete, grandes ojos azules, dos dientes de leche asomándole en la encía inferior, hoyuelos en las mejillas. Llevaba unos pololos de franela azul con la parte de los pies reforzada con suelas de caucho y tenía los brazos abiertos para mantener el equilibrio. Movía las manos al azar como si fueran antenas en busca de señales del mundo exterior. En cuanto vio a Juliet, se deshizo en sonrisas y se puso a agitar los brazos para decir que no cabía en sí de alegría. De la cara de Juliet desapareció la expresión malhumorada y saludó al pequeño en algún idioma maternal generado en secreto. De la boca infantil surgieron exclamaciones de coqueteo y burbujas de saliva. Cuando lo cogió la madre, enterró la cara en el hombro de ésta y encogió las piernas mientras se retorcía de placer. Fue el único momento que conoce la historia del mundo en que quise tener un pequeñajo así.


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