– Trabajo en la construcción; y por fin gano algo de dinero. Mi madre quiere que vaya a la universidad, pero no veo el motivo. Brendan es muy pequeño y no quiero que Juliet tenga que trabajar. En cualquier caso, no sé qué empleo conseguiría. Terminó el bachillerato, pero no le darían más que el salario mínimo y con lo que cuesta tener a alguien que se ocupe de Brendan, no tiene sentido.

Llegamos al establecimiento del final de la calle, que estaba totalmente iluminado por tubos fluorescentes. Interrumpimos la charla mientras Michael recorría los pasillos y cogía los artículos que habían motivado nuestra salida. Yo me entretuve mientras tanto en el rincón de las revistas y hojeé los últimos números de diversas publicaciones «femeninas». A juzgar por los artículos que se mencionaban en las portadas, todas estábamos obsesionadas por adelgazar, joder y decorar la casa con chucherías baratas, en este orden. Cogí un número de La casa y el hogar y fui pasando las páginas hasta que llegué a uno de esos artículos que se titulan: «Veinticinco cosas que pueden hacerse por veinticinco dólares o menos». Una de las sugerencias consistía en aprovechar sábanas viejas para confeccionar asientos de sillas plegables.

Alcé los ojos y vi a Michael en la caja. Al parecer había abonado ya las compras, que el empleado metía en una bolsa en aquellos instantes. No sé por qué, pero tuve de pronto la sensación de que alguien nos espiaba. Me volví fingiendo indiferencia y recorrí el establecimiento con la mirada. Advertí a mi izquierda cierto movimiento, una cara borrosa reflejada en las puertas de vidrio de las cámaras frigoríficas que llenaban la pared del fondo. Me volví, pero la cara ya había desaparecido.

Me encaminé a la puerta y salí al frío aire nocturno. No vi a nadie en el aparcamiento. Por la calle no circulaba ningún vehículo. Ni peatones, ni perros extraviados, ni viento que agitara los arbustos. La sensación persistía, sin embargo, y noté que se me erizaban los pelos de la cabeza. No había ningún motivo legítimo para pensar que Michael o yo hubiéramos llamado la atención de nadie. A menos, claro está, que se tratase de Wendell o de Renata. Se desató una ráfaga de viento que arrastró por la acera una llovizna no más densa que las salpicaduras de una manguera.

– ¿Ocurre algo?

Me giré y vi a Michael en la puerta con la bolsa de la compra en los brazos.

– Me pareció ver a una persona en la puerta, observándote.

Negó con la cabeza.

– Yo no he visto a nadie.

– Puede que haya sido mi calenturienta imaginación, aunque no soy propensa a las alucinaciones -dije. Aún sentía escalofríos por todo el cuerpo.

– ¿Crees que era mi padre?

– No sé quién más podría estar interesado.

Vi que levantaba la cabeza como un animal.

– Oigo el motor de un coche que arranca.

– ¿Sí? -Escuché con atención, pero no distinguí más que el rumor del viento entre los árboles-. ¿De dónde procede el ruido?

Negó con la cabeza.

– Ya no se oye. Creo que de allí.

Miré hacia el oscuro punto de la calle que me señalaba, pero no vi el menor signo de vida. Las farolas de la calle estaban muy separadas entre sí y los pálidos charcos de luz que creaban no servían más que para intensificar la oscuridad entre ellas. Las ramas de los árboles se combaron como una ola a causa de la brisa. El rumor que produjeron hacía pensar en algo misterioso y furtivo. Apenas oía el tamborileo de la llovizna sobre las hojas más altas. Con la misma vaguedad me pareció distinguir a lo lejos un ruido de pasos, el taconeo resuelto de una persona que quería adentrarse en la oscuridad. Me volví. La sonrisa de Michael casi se borró en el momento en que me vio la cara.

– Estás asustada.

– No soporto que me vigilen.

Vi que el empleado del autoservicio nos miraba con fijeza, intrigado sin duda por nuestro comportamiento. Miré de soslayo a Michael.

– Será mejor que regresemos. Juliet estará preguntándose por qué nos retrasamos.

Echamos a andar con rapidez. En esta ocasión no hice ningún comentario que aminorase la marcha de Michael. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero la calle parecía estar totalmente desierta. Sé por experiencia que siempre es más sencillo internarse en la oscuridad que abandonarla. No me di permiso para relajarme hasta que la puerta se cerró a nuestras espaldas. Incluso entonces se me escapó un ruidoso suspiro involuntario. Michael se había internado en la cocina con la bolsa de las compras, pero asomó la cabeza.

– Que ya estamos a salvo, mujer.

Volvió con los pañales y un cartón de tabaco. Se dirigió al dormitorio y lo seguí con ligereza, poniéndome a su altura.

– Te agradecería que me llamaras si tu padre se pone en contacto contigo. Voy a darte mi tarjeta. Llámame a cualquier hora.

– De acuerdo.

– Díselo también a Juliet, si quieres -dije.

– Descuida.

Esperó mientras yo revolvía el bolso en busca de una tarjeta. Levanté la rodilla para apoyarme, apunté mi teléfono en el dorso de la cartulina y se la entregué. La miró sin especial interés y se la guardó en el bolsillo del anorak.

– Gracias.

Supe por su tono de voz que no pensaba llamarme por ningún concepto. Si Wendell comunicaba con él, lo más seguro es que saltase de alegría.

Entramos en el dormitorio, donde seguía jugándose el partido de béisbol. Juliet se había trasladado al cuarto de baño con el niño y la oía musitar tonterías a Brendan. La atención de Michael volvía a estar pendiente del partido en el televisor. Se había sentado en el suelo con la espalda apoyada en la cama y daba vueltas al anillo de Wendell, que llevaba en la mano derecha. Me pregunté si la piedra cambiaría de color según el estado de ánimo del usuario. Cogí el paquete de pañales y llamé a la puerta del cuarto de baño.

Juliet asomó la cabeza.

– Ah, estupendo. Ya están aquí los pañales. No sabes cuánto te lo agradezco. ¿Quieres echarme una mano? Al final lo he metido en la bañera, estaba de pasta marrón hasta el cuello.

– Tengo que irme -dije-. Parece que va a caer un chaparrón.

– ¿En serio? ¿Va a llover?

– Con un poco de suerte, sí.

La vi titubear.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? En el caso de que aparezca el padre de Michael, ¿crees que querrá ver al niño? Brendan es su único nieto y a lo mejor no tiene otra oportunidad.

– No me sorprendería. Yo en tu lugar tendría cuidado.

Pareció estar a punto de decirme algo más, pero al final se lo pensó mejor. Cuando cerré la puerta del cuarto de baño, Brendan se estaba comiendo la toalla.

16

El parabrisas se me llenó de gotas cuando llegué a la 101 y cuando aparqué el coche, a media manzana de mi casa, la lluvia caía ya con uniformidad. Cerré el VW, sorteé los charcos en ciernes, crucé la verja y llegué chapoteando hasta la puerta de la vivienda, que da al patio trasero de Henry. Vi luces en su casa. Tenía abierta la puerta de la cocina y percibí el aroma de alguna sustanciosa mezcla de vainilla y chocolate, que se fundía de manera irresistible con el olor de la lluvia y de la hierba mojada. Una ráfaga de viento sacudió la copa de los árboles y provocó una ducha instantánea de hojas y gotas gruesas. Me desvié, con la cabeza agachada, hacia el domicilio de Henry.

Henry empuñaba un cuchillo largo y hacía cortes paralelos en el pastel de chocolate con nueces que había en un molde de veinticinco por veinticinco. Iba descalzo y llevaba un pantalón corto blanco y una camiseta azul celeste. Había visto fotos de cuando era joven (de cuando tenía entre cincuenta y sesenta años), pero me gustaba más la sana delgadez que había adquirido al llegar a los ochenta. Con aquel pelo sedoso y blanco y aquellos ojos azules, no había motivo para pensar que no siguiera ganando con los años. Di unos golpecitos en el marco metálico del cancel. Alzó los ojos y sonrió satisfecho al ver que era yo.


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